— Bueno, no sé cómo decírselo, doctor, pero esa chica nunca ha sido de ninguna utilidad para nadie, por lo menos en los aspectos prácticos de la vida. Claro que era bastante guapa. Y lista también, sobre todo para los estudios. Pero no útil de la forma en que debe serlo una jovencita.
Advertí que la señorita Howard se atragantaba con un trozo de pan de jengibre, pero consiguió mantener un gesto afable.
— Un verdadero desastre en la cocina— prosiguió la señora Franklin—. Y en cuanto a las tareas domésticas… bueno, ni siquiera podía mandarle quitar el polvo sin que rompiera todo lo que pudiera romperse. Era muy dulce, pero ¿de qué sirve la dulzura cuando dejas de ser una niña? No es raro que nunca tuviera ningún pretendiente. Vivió con nosotros hasta que era casi una solterona, y ni un solo hombre vino jamás a pedir su mano. No me sorprendió, claro. Los hombres de por aquí trabajan duro; necesitan una mujer que atienda la casa, no una soñadora lista. Y la belleza se marchita, doctor, la belleza se marchita…
El perrito, que nos había seguido hasta el porche y jadeaba muy excitado junto al asiento de la señora Franklin, soltó otro gañido.
— ¡Ah!
Leopold,
quieres pan de jengibre, perdona. Toma…— Tendiéndole un trozo de la tarta, que tuve que reconocer que era la mejor que había probado en mi vida, la señora Franklin empezó a acariciarle la cabeza—. Sí, toma, mi niño bonito. Tú no te acuerdas de Libby, ¿verdad,
Leopold
? Se marchó antes de que vinieras a vivir con nosotros.— La mujer alzó la vista, absorta en sus pensamientos—. Entonces teníamos otro perro. Era el perro de Libby. ¿Cómo se llamaba, Eli?
—
Fitz
— respondió Eli Franklin, que estaba masticando su pan de jengibre e iba por el tercer vaso de limonada.
— Sí, eso es.
Fitz.
Ella adoraba a ese perro. Lloró muchísimo cuando murió. Pensé que moriría con él, ¿te acuerdas, Eli?
De pronto, Eli Franklin dejó de masticar: nos miró a todos con cierta cautela y luego tragó lentamente el pan de jengibre que tenía en la boca.
— No— respondió enseguida, en voz muy baja.
— Pues claro que sí— dijo la señora Franklin—. No seas tonto, fue justo antes de que se marchara a trabajar con esa familia de Stillwater…
— ¿Los Muhlenberg?— preguntó esperanzada la señorita Howard.
— Vaya, ¿de modo que conoce a los Muhlenberg, señorita Howard? — respondió la señora Franklin, gratamente sorprendida—. Buena gente, dijo Elspeth. Escribió desde allí una vez. Muy buena gente. Y justo antes de que se marchara, tuvo aquel ataque de fiebres biliosas…
— Madre…— dijo Eli Franklin, aún con expresión un tanto alarmada.
—… y a la mañana siguiente,
Fitz
murió. Seguro que lo recuerdas, Eli. Lo enterramos ahí fuera, junto al granero. Tú construíste un pequeño ataúd, y Libby pintó una lápida…
— ¡Madre!— exclamó Eli Franklin, esta vez con cierta brusquedad; después nos sonrió a los demás, aunque le costó lo suyo—. Estoy seguro de que a estas personas no les interesa saber hasta el último detalle de lo que le ocurrió a Libby cuando vivía aquí. Les interesa lo que le pasa ahora.
— Bueno…— La señora Franklin miró a su hijo con cierta sorpresa pero también con un atisbo de ira, una ira parecida a la que yo había visto aflorar a veces en el rostro de Libby Hatch—. Por supuesto, me disculpo si estoy avergonzando a mi hijo. Pero les hablábamos de los Muhlenberg…
— Les hablabas…— dijo Eli Franklin, pero al ver la mirada de su madre, cedió—. De acuerdo. Adelante, cuéntaselo. Háblales de los Muhlenberg.
— Eran muy buena gente— prosiguió la señora Franklin, lanzando a su hijo una última mirada de advertencia mientras su tono volvía a hacerse musical—. Eso es lo que Libby dijo en su carta, y naturalmente me alegré, porque parecía el trabajo perfecto para ella.
La señorita Howard se quedó boquiabierta, y supongo que yo también. Porque cualquiera que dijera que el trabajo de nodriza era perfecto para Libby Hatch demostraba no conocerla en absoluto, y la señora Franklin, por muy senil que pudiera parecer en algunos momentos, parecía muy consciente de las virtudes y defectos de su hija.
Sin embargo, antes de que ninguno de nosotros pudiera expresar con palabras su confusión, el doctor, sospechando que la historia había sufrido un cambio en algún punto de la línea de comunicación, preguntó:
— ¿Y qué trabajo era, señora Franklin?
— ¿Por qué, no lo sabe?— respondió la mujer, sorprendida—. Seguro que si conoce a los Muhlenberg sabrá que Libby era la institutriz de su hijo… es decir, antes de que se trasladara a Nueva York. ¿Pero quizá los conoció usted después de que ella se hubiera ido?
— Sí— se apresuró a responder la señorita Howard con nerviosismo—. De hecho, muy recientemente. Y no conocimos a su hija hasta que llegó a la ciudad. Ya ve, todos nosotros somos de allí.
— ¿De veras?— respondió la señora Franklin—. Bueno, si son de Nueva York, seguro que saben más de mi hija que yo. Verán, sólo he recibido una carta suya desde que se trasladó, y fue hace tanto tiempo… Han pasado años desde la última vez que supe algo. Pero como digo, Elspeth siempre fue así. ¡Dudo que sea consciente siquiera de que no ha escrito! Es muy descuidada, esa chica, siempre soñando despierta…
La mente de la señora Franklin pareció divagar otra vez, pero en esta ocasión sospeché que lo que yo había tomado por achaques de la edad era sólo una estrategia para evitar temas de los que no quería o no podía hablar, tal vez porque eran demasiado dolorosos, o porque temía revelar algo que no quería que se supiera, sobre todo delante de extraños. Si ése era el caso, esperé que el doctor empezara a presionarla más para obtener información; él no permitía que la gente se fuera por las ramas. Por eso me sorprendí cuando se puso en pie, escrutó los ojos de la señora Franklin y contempló el horizonte.
— Sí— dijo finalmente—, sospecho que tiene usted razón, señora Franklin. Muchas gracias por los refrescos. Seguiremos buscando a su hija en Nueva York.
Saliendo bruscamente de su aparente somnolencia y con cara de alivio, la señora Franklin también se puso en pie.
— Siento mucho no poder ayudarlos más, lo digo en serio. Y si encuentran a Elspeth, díganle que su familia siente curiosidad por saber en qué anda.— Y dicho esto nos guió hacia la puerta de entrada.
— Doctor— dijo la señorita Howard, con expresión preocupada—. No estoy segura de que debamos…
— Oh, creo que la señora Franklin ya nos ha dicho cuanto ha podido— respondió el doctor, complacido—. Y estoy seguro de que su información nos será de gran utilidad.
Mientras decía estas palabras dirigió a la señorita Howard una mirada cómplice. Ella, le dio un voto de confianza, se encogió de hombros y enfiló hacia la puerta. Yo, por mi parte, no tenía ni la menor idea de lo que ocurría, pero tampoco lo había esperado. Ni siquiera imaginaba que me permitirían entrar en la casa, y una vez allí me figuré que tendría que esperar hasta el viaje de vuelta para obtener alguna explicación.
Mientras volvíamos a cruzar el jardín, dejando atrás el porche, la señora Franklin extendió un dedo.
— ¿Sabe una cosa, doctor? Podría probar en los teatros. Siempre tuve la idea de que Elspeth acabaría en los escenarios. No me imagino por qué, pero siempre lo pensé. Bueno, adiós. ¡Ha sido muy agradable charlar con ustedes!
La señorita Howard y yo procuramos disimular nuestro desconcierto mientras nos despedíamos de la mujer, que llamó a su perrito y luego desapareció en el interior de la casa.
— Los acompañaré al coche— dijo Eli Franklin, aliviado de que nos marchásemos—. Y les agradezco que no le hayan contado a mi madre que Libby está en apuros. Ya han visto cómo es y…
— Sí, señor Franklin.— La voz del doctor había perdido repentinamente el tono suave y educado que empleaba con la madre del hombre—. En efecto, ya vemos, como usted dice, «cómo es su madre». Quizá mejor de lo que se imagina. Pero mucho me temo que le exigiré un favor a cambio de nuestra discreción.
Las palabras y el modo en que las dijo el doctor provocaron nerviosismo, quizás incluso miedo, en Eli Franklin.
— ¿Favor?— masculló—. ¿A qué se…?
— El granero, señor Franklin— respondió el doctor—. Nos gustaría ver el granero.
— ¿El granero?— Franklin soltó una risa forzada—. ¿Por qué iban a querer verlo? Ahí no hay nada…
— Señor Franklin.— Los ojos negros del doctor dejaron petrificadas las facciones del hombre—. Por favor.
Franklin comenzó a negar lentamente con la cabeza, pero enseguida aceleró el movimiento.
— No. Lo lamento, pero ni siquiera sé lo que quieren, no voy a permitir…
— Muy bien.— El doctor dio media vuelta para mirar el porche—. Entonces me veré obligado a pedírselo a su madre.
Asió el tirador de la puerta, pero Franklin le sujetó el antebrazo con una de sus fuertes manos, no con rudeza sino con desesperación.
— ¡Espere!— dijo Franklin. Después, mientras el doctor giraba la cabeza para dirigirle otra mirada de reproche, se dio por vencido—. ¿Sólo quieren echar un vistazo al granero?
— Señor Franklin, usted sabe perfectamente lo que queremos ver— respondió el doctor.
Entonces la señorita Howard se llevó bruscamente la mano a la frente, como si de pronto hubiera caído en la cuenta de lo que se proponía el doctor.
Franklin tragó saliva y la miró.
— Los problemas de Libby son mucho más graves de lo que me ha dicho, ¿verdad?
— Sí— respondió la señorita Howard—. Me temo que sí.
En apariencia afectado por esa noticia, Franklin asintió una o dos veces.
— Está bien. Vengan por aquí.
Encabezando la marcha con largas y lentas zancadas, Franklin nos condujo a través del jardín trasero de la casa hasta el polvoriento sendero y luego al interior del granero cubierto de barro y estiércol. Mientras caminábamos, la señorita Howard y yo nos acercamos más al doctor.
— ¿Sospecha que…?— preguntó la señorita Howard.
— No sospecho nada— acabó por ella el doctor—. Estoy seguro. Sólo necesitamos una descripción exacta del lugar, para demostrarle que hemos estado aquí realmente y vamos en serio.
— ¿Una descripción de qué lugar?— dijo un humilde servidor, el único miembro del grupo que no sabía lo que estaba pasando, pero la señorita Howard y el doctor se limitaron a seguir a Franklin en silencio hasta la parte de atrás del granero hasta llegar al otro lado.
Junto a una esquina de la estructura había una charca cenagosa y en la otra una gran mata de frambuesas. Franklin fue hasta un sector de las zarzas y allí, suspirando mientras nos miraba una vez más, asió una rama seca caída de un manzano silvestre que crecía cerca de la charca. Usó la rama para hurgar entre los sarmientos espinosos del matorral que tenía delante, y al hacerlo reveló un objeto en el suelo:
Era una lápida de madera, quizá de medio metro de altura. Estaba agrietada por varios puntos, pero no demasiado, y la inscripción que le habían pintado, aunque descolorida, aún era fácilmente legible:
FITZ
1879-1887
CON EL AMOR DE TU MAMÁ
Mientras leía la última línea, sentí como si alguien me pasara por el espinazo una áspera pluma de ganso: eran las mismas palabras grabadas en las tumbas de Thomas y Matthew Hatch en Ballston Spa.
— Claro— susurré para nadie, reculando un par de pasos con horror y sin dejar de mirar la lápida—. Por eso era nodriza…
Sólo levanté la vista al oír la voz del doctor.
— ¿De qué murió el perro, señor Franklin?— preguntó.
Franklin se limitó a cabecear.
— No lo sé. Ella lo trajo muerto. No tenía ni una herida. Le construí el ataúd, se lo llevó y lo cerró. Después la ayudé a enterrarlo.
— ¿Y la «fiebre biliosa» de su hermana?— preguntó el doctor.
— Le duró toda la noche— respondió Franklin, volviendo a mirar fijamente la lápida. Luego añadió con voz desapasionada—: Le dio después de que todos nos hubiéramos acostado y casi la mata. Pero ¿saben una cosa? No dijo ni una palabra hasta la mañana siguiente. No hizo ni un ruido. Mis padres ni siquiera se despertaron.
El doctor asintió.
— Señor Franklin, ¿es consciente de que una persona que destruye pruebas de un delito puede ser acusada de complicidad?
Franklin asintió, con el rostro como la cera.
— Sólo es un perro…
El doctor se arrimó aún más al hombre.
— Espero por su bien que su hermana entre en razón y haga innecesario que volvamos aquí con un mandamiento judicial autorizando la exhumación de este… perro. Entretanto, le aconsejo que se asegure de que nadie toque la tumba.
Franklin no respondió, pero continuó asintiendo con la mirada fija en la lápida. Satisfecho de que lo hubiera entendido, el doctor nos miró a la señorita Howard y a mí y luego se volvió para regresar a la calesa.
— Doctor— murmuró Franklin mientras nos alejábamos. Nos detuvimos y nos dimos media vuelta—. Nunca ha tenido… me refiero a Libby… nunca ha tenido casi nada. Ya ha oído a mi madre, ella era sólo una sirvienta en esta casa. Ni siquiera eso: una sirvienta tiene su propia habitación.— Volvió a bajar la vista en dirección a la tumba—. Había hombres… chicos, en realidad, que la rondaban. Estaba como loca. Pero eran algo suyo. Merecía tener al menos eso, sin echar a perder su vida. Merecía tener algo más que un perro.
El doctor asintió y siguió su camino hacia el coche.
— ¿Crees— preguntó en voz baja la señorita Howard— que el juez Brown nos firmará una orden judicial?
— Estoy convencido de que no será necesario— respondió el doctor—. Darrow y Maxon serán capaces de ver la luz, aunque Libby no pueda.
Mientras subía al coche, la señorita Howard se volvió para mirar el granero.
— ¿Y el hermano, lo sabía? ¿Lo sabe?
— Lo sospecha, no cabe duda— contestó el doctor, mientras yo sacudía las riendas del caballo—. Pero en cuanto a si está seguro o no…
— ¿Y qué hay de la madre?— pregunté yo—. Está más en sus cabales de lo que parece. Quizá también ella lo sepa.
— Es posible, desde luego— respondió el doctor—. También ella sospecha muchas cosas de su hija, y esto no la sorprendería. Pero no creo que sea consciente. Una mujer como Libby Hatch habría encontrado la manera de ocultar su embarazo… y ya has oído lo que ocurrió cuando finalmente dio a luz al niño. No hizo ni un ruido. En otros casos no me lo creería, pero esta vez tratamos con una persona capaz de someterse a una disciplina férrea cuando se siente atrapada.