El ángel de la oscuridad (86 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— ¿Por qué me han convocado aquí a estas horas?— preguntó Libby con voz suave y triste. Su expresión, que yo sólo veía de perfil, parecía mucho más recatada que unos segundos antes, en la recepción—. ¿Es por Clara? ¿Le ha ocurrido algo a mi hija?

— Vamos, vamos, señora Hatch— dijo Maxon poniéndole una mano en el brazo—. Le pido disculpas, señora Hunter. Por favor, tranquilícese.

— Sí, ahórrese el esfuerzo, señora Hunter— dijo Picton, sin el menor rastro de simpatía en su voz—. Ahora no está ante el tribunal, ni hay aquí ningún periodista al acecho. Su histrionismo está de más.

— En lugar de insultar, Picton— dijo Darrow cruzando una pierna sobre la otra y arrellanándose en el asiento—, podría decirnos qué diablos quiere.

— Sí— respondió Picton mientras encendía su pipa con pequeños y rápidos movimientos de brazos y manos—. No veo razón para andarnos por las ramas.— Se inclinó hacia delante en su asiento, soltando grandes bocanadas de humo—. Ramas de frambueso, para ser precisos, señora Hunter, el que hay detrás del granero de su familia en Schaghticoke.— Abrió mucho los ojos—. ¿O no estaba allí el frambueso cuando usted vivía en esa casa? No, no creo que estuviera. Habría sido demasiado complicado meterse debajo para cavar. Aun así, los frambuesos crecen como las malas hierbas, muy altos. Casi lo ocultan. Casi.

La cabeza de Libby se quedó paralizada y sus manos se aferraron a los reposabrazos del sillón. Yo sólo alcanzaba a ver uno de sus ojos dorados, pero se había abierto desmesuradamente, como nunca antes, lo suficiente para convencerme de que por una vez la habían sorprendido de verdad y de que no sabía cómo salir de ésa.

— Picton— dijo Darrow rascándose la cabeza con expresión inquieta—, ¿ha dado vacaciones a su sentido común, o toda esta cháchara tiene algún significado?

Pero el rostro de Maxon reflejó una reacción muy diferente; quizá no entendiera a qué se refería exactamente su adversario, pero era obvio que sabía que el ayudante del fiscal del distrito no acostumbraba desvariar.

— Picton— dijo Maxon sin alterarse—, ¿tiene información nueva que pretende presentar?

Picton no respondió a ninguna de las preguntas y se limitó a mirar fijamente a Libby mientras sus ojos grises adquirían una extraña tonalidad plateada, como siempre que se entusiasmaba por algo. Al cabo de unos segundos empezó a asentir con la cabeza.

— Sí, señora Hunter. Los hemos encontrado; a su madre y a su hermano Elijah. También hemos hallado una cosa más importante y hemos oído toda la historia.

Esta última declaración era un pequeño farol, y yo lo sabía, pero cualquier abogado que se precie conoce el valor de un buen farol.

Libby siguió sin decir nada, lo que motivó que sus asesores legales la miraran con cierta preocupación.

— ¿De qué está hablando?— preguntó Darrow y su voz grave sonó como si también él empezara a sospechar que Picton había encontrado algo serio de verdad.

Libby se limitó a mirar fija y silenciosamente a Picton, pero pronto pareció advertir que él no era la verdadera causa de su apuro y sus ojos se desviaron hasta clavarse en el doctor.

— ¿Quién… qué diablos es usted?— casi murmuró, con una voz tan deliberadamente glacial que los señores Maxon y Darrow se sobresaltaron.

El doctor se limitó a encogerse de hombros y a sostener la mirada a la mujer.

— Sólo un hombre que sabe de lo que es capaz usted, señora Hunter. Nada más.

Cada vez más intranquilo, Darrow se puso en pie y se metió las manos en los bolsillos.

— Muy bien, ¿alguien va a contarnos lo que ocurre o no?

— Es muy simple, Darrow— respondió Picton, apartando por fin la vista de Libby—. Aunque horripilante en su simplicidad. Hace diez años, me temo que no puedo decirles la fecha exacta, pero sospechamos que fue en primavera, su cliente dio a luz un hijo. Un hijo ilegítimo. Lo asesinó y enterró el cadáver detrás del granero de su familia, en un ataúd que también contenía el cadáver de su perro. Al cual, estoy seguro, también mató ella, con el fin de proporcionarse una excusa para el entierro. Hemos visto la tumba y obtenido declaraciones que lo corroboran de varios miembros de su familia. Estamos dispuestos a hacer un trato.

Los ojos de Darrow se abrieron aún más.

— Bueno, de todos los trucos desesperados de última hora…

Se interrumpió cuando Libby alzó una mano para detenerlo.

— ¿Y si no aceptamos su trato?— preguntó.

— En ese caso— respondió Picton, volviendo a fumar—, exhumaremos el cadáver del bebé, de modo que su madre, que por cierto aún ignora nuestro descubrimiento, se entere del crimen, y la detendremos a usted en cuanto acabe el presente juicio. También podemos detener a su hermano como cómplice; después de todo, construyó el ataúd y cavó la fosa…

— El no sabía nada— dijo Libby sin pensar.

Con un movimiento automático, el señor Darrow puso una mano con firmeza en el hombro de su cliente.

— No diga absolutamente nada, señora Hunter.— Satisfecho de que lo obedeciera, Darrow se volvió de nuevo hacia Picton—. ¿Ha terminado?

— Sí, casi— respondió Picton.

Con un gesto ceñudo, Darrow volvió a sentarse y estudió atentamente el rostro de Libby durante largo rato.

Fue obvio que vio algo que no le gustó, algo que le confirmó que Picton no decía tonterías.

— En el hipotético caso de que aceptáramos hablar del asunto— dijo lentamente Darrow, sin apartar la vista de Libby—, ¿qué clase de «trato» nos propondría?

— Reduciremos los cargos a homicidio en segundo grado si ella cambia su declaración por una de culpabilidad.

— Y— añadió cuidadosamente el doctor— si se pone en contacto con sus socios de Nueva York mañana a primera hora y les ordena que liberen a la niña Ana Linares y la pongan a nuestra disposición en cuanto regresemos.

Picton asintió.

— A cambio, será sentenciada a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

Libby pareció a punto de responder, pero Darrow volvió a poner una de sus manazas en el hombro de la mujer.

— No diga nada— repitió esta vez con mayor firmeza y luego miró a Picton—. ¿Cree que Maxon y yo podemos discutir esto en privado con nuestra cliente, y disponer de algún tiempo para pensarlo?

— Pueden discutirlo en este despacho durante los próximos quince minutos— respondió Picton—. El trato sólo es válido hasta entonces. El doctor y yo los dejaremos solos.

Picton se levantó e hizo una señal al doctor, que lo siguió lentamente hacia la puerta. Yo no quería que me pillaran espiando, así que bajé rápidamente de los hombros de Cyrus y aterricé con un golpe seco. Cuando la puerta se abrió, apenas había conseguido recuperar el equilibrio, y mientras el doctor salía me dedicó una extraña mirada, como diciéndome que sabía que me traía algo entre manos. Pero en cuanto Picton cerró la puerta, toda nuestra atención se centró en otros asuntos.

— ¿Y bien?— preguntó el señor Moore. Aunque yo se lo había contado todo a él y a los demás; supuse que quería guardar las formas.

— Bueno— dijo Picton—, creo que tenemos bastantes probabilidades. Ella parece habernos tomado muy en serio. No creo que quiera que su madre se entere de lo que ha hecho su única hija con su vida, ni que la obliguen a testificar ante el tribunal por un infanticidio que se cometió ante sus propias narices. La posibilidad de que su hermano sea procesado también parece tocarle una fibra sensible.

— Aunque esa mujer es inescrutable— añadió el doctor, reflexionando sobre ello—. Había algo en su tono de voz que… no me gusta. Estaba sorprendida, no cabe duda, pero… no se comportaba como alguien que ve cómo la trampa se cierra sobre sí. Todavía no.

— Entonces quizá lo que usted dice sea verdad, doctor— replicó Lucius—. Tal vez una parte de su mente inconsciente se sienta atraída por la idea de ir a prisión.

El doctor negó rápidamente con la cabeza, como si batallara con una idea.

— No, era otra cosa. No puedo definirlo.— Consultó su reloj—. Y no creo que lo consiga en los próximos catorce minutos.

Los catorce minutos transcurrieron en un silencio casi absoluto. Las tres personas que permanecían en la oficina de Picton mantenían una conversación en voz muy baja, por lo que resultaba imposible que supiéramos de qué hablaban; y en cuanto a nuestro grupo, creo que todos estábamos demasiado nerviosos para seguir especulando. El doctor y Picton consultaban sus relojes aproximadamente una vez por minuto, resoplando cuando comprobaban el poco tiempo que había transcurrido. Por fin llegó la hora de regresar al despacho. Picton hizo una inclinación de cabeza al doctor y dio unos golpecitos en la puerta. Sin esperar respuesta, la abrió y la mantuvo abierta para que entrara el doctor, y por fin volvió a cerrarla en nuestras narices.

— ¡Stevie!— susurró el señor Moore; pero yo ya estaba encaramándome a la espalda de Cyrus, y cuando miré por el tragaluz, Picton decía:

— ¿Y bien, Darrow? ¿Han tomado una decisión?

Mirando al suelo y rebuscando en sus bolsillos con empeño pero sin motivo aparente, Darrow respondió:

— Me temo que a partir de ahora tendrá que dirigir sus preguntas únicamente a Maxon, Picton.

Picton pareció sorprendido.

— ¿Sí?

— Sí— respondió Darrow, eludiendo la mirada de Picton y del doctor—. La señora Hunter ha creído conveniente prescindir de mis servicios. En consecuencia, tengo intención de regresar a Chicago en el próximo tren.

Tras intercambiar un par de miradas de estupefacción, Picton y el doctor hicieron grandes esfuerzos para no mostrar signos evidentes de alivio o triunfalismo.

— No puede ser— dijo Picton.

— Ahórreme la cortesía profesional, Picton— dijo Darrow—. Pero si quiere pavonearse, no se contenga: se ha sacado de la manga un truco excepcional.

Durante esta conversación Libby Hatch se limitó a mirar obstinadamente al frente, con una expresión en su rostro que indicaba a las claras que había terminado con Darrow. En el semblante siempre ansioso de Maxon, por el contrario, se reflejaba por primera vez una especie de alivio.

— Tengo que tomar el tranvía y recoger mis cosas— prosiguió Darrow mientras enfilaba hacia la puerta. Sus voluminosos hombros me parecieron más encorvados que de costumbre, aunque quizá fuera fruto de mi imaginación—. Creo que hay un tren nocturno a Buffalo. Allí haré transbordo.

— Bien— dijo Picton, encendiendo una vez más su pipa—, siento mucho que no esté presente…

— Seguro, Picton— replicó Darrow con una breve sonrisa, y de súbito, sin darme tiempo para nada más que dar una palmada en la cabeza de Cyrus, el abogado cogió el tirador de la puerta y la abrió.

Cyrus saltó hacia la izquierda, para que al menos los demás ocupantes del despacho no nos vieran, pero cuando Darrow salió y cerró la puerta a sus espaldas, levantó la vista y me vio sentado sobre los hombros de Cyrus. Esperaba un sermón iracundo sobre la ética de nuestra conducta, por eso me quedé muy sorprendido cuando cabeceó, haciendo que un mechón de su cabello cayera sobre su frente, y soltó una risita que sonó muy amistosa.

— Nunca había visto nada como esto— dijo, saludó a nuestro grupo con dos dedos y salió por la puerta del antedespacho.

En cuanto se hubo ido, Cyrus dio un nuevo paso, esta vez a la derecha, para colocarme de nuevo ante el tragaluz. Volví a espiar con cautela y vi que en el despacho el doctor y los señores Picton y Maxon tenían los ojos clavados en la señora Hunter, que seguía callada.

— La señora Hunter ha decidido aceptar sus condiciones— dijo Maxon, que parecía más tranquilo cada segundo que pasaba—. Darrow le aconsejó lo contrario, pero yo…

— No necesita dar explicaciones, Maxon— interrumpió Picton con cordialidad—. Darrow es un abogado de la gran ciudad que quiere hacerse un nombre a escala nacional. No da mucha publicidad aceptar un trato para cambiar la declaración inicial, ¿verdad? Sobre todo cuando todo parecía indicar que la victoria sería aplastante. Pero estoy seguro de que la señora Hunter sabe que usted piensa en la conveniencia de su cliente, y no en su reputación profesional.

— Gracias, Picton— dijo Maxon con un gesto de asentimiento—. Es muy amable. Sí, tal como están las cosas, creo sinceramente que aceptar sus condiciones es la mejor opción. ¿Necesita algo más de nosotros en este momento, o podemos dejar el resto para mañana, ante el tribunal?

— No, no necesito nada más— respondió Picton—. A menos que la señora Hunter quiera hacer algún tipo de declaración.

Todavía sentada y completamente inmóvil, Libby empezó a negar con la cabeza, pero de pronto se le ocurrió algo y alzó un dedo.

— Sólo quiero pedir una cosa— dijo en voz baja—. Mi hermano Eli. No quiero que se metan con él. No sabe nada.

— Pero ¿seguro que no sospechaba algo?— preguntó Picton.

— ¿Ahora procesan a la gente por sospechar?— replicó Libby—. No. Quiero que me dé garantías sobre ese punto.

Picton hizo un gesto afirmativo.

— No se preocupe, señora Hunter. Al aceptar este trato, usted evitará cualquier investigación ulterior sobre sus asuntos en la casa de su familia. Aunque quizá no sea la forma más afortunada de decirlo…— Mirando hacia la puerta, Picton gritó—: ¡Stevie!

— Déjame bajar— le susurré a Cyrus, que asió mis manos y me bajó, esta vez con más delicadeza. Abrí la puerta del despacho y al asomar la cabeza, vi que Maxon ayudaba a Libby a ponerse en pie.

— Stevie, ¿quieres decirle a Henry que venga y escolte a la señora Hunter de nuevo hasta su celda?— me preguntó Picton.

Asentí en silencio y volví a salir corriendo, aunque sólo llegué al pasillo. Allí estaba Henry, paseándose con nerviosismo, fumando un cigarrillo con una mano y mordiéndose las uñas de la otra entre bocanada y bocanada de humo.

— ¡Oiga!— le grité—. Picton dice que la señora Hunter debe volver a su celda.

Tras arrojar al suelo el cigarrillo y pisotearlo con una de sus pesadas botas, Henry pasó por mi lado como un rayo en dirección al despacho. Ni siquiera tuve tiempo de llegar allí yo mismo antes de que volviera a aparecer con su prisionera, a quien parecía haberle caído el mundo encima. Yo no tenía motivos para creer que no se sintiera realmente así, y mientras la observaba dirigirse a las escaleras, empecé a animarme, aunque poco a poco. La rápida partida de Maxon contribuyó a mejorar mi humor, y cuando finalmente entré en el despacho de Picton, tuve la impresión de que todos estaban más o menos igual: felices, sí, pero un tanto asombrados por la rapidez con que se había resuelto el caso.

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