El ángel de la oscuridad (89 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Al cruzar la frontera de Nueva Jersey, mientras despuntaba el alba y el cielo adquiría un extraño resplandor azul, me enfrasqué en esta labor y llegué a una única conclusión esperanzadora: con todo lo que Libby había vivido en el norte del estado, con todo lo que se había descubierto y averiguado sobre su trayectoria de asesinatos y destrucción, el deseo e incluso la necesidad de Libby de mantener a Ana con vida— de criarla para demostrarse a sí misma que era capaz, por fin, de cuidar adecuadamente de un bebé— iría en aumento. Intentaría huir de la ciudad, no cabía la menor duda al respecto, pero supuse que trataría de hacerlo con la niña, y siempre que no intentara hacerle daño a Ana, no habría motivos para que Kat interviniera, arriesgándose a que la mataran. Era un razonamiento lógico, me dije a mí mismo, y me aferré a él con todas mis fuerzas mientras el tren pasaba por los Palisades en su ruta hacia Weehawken.

El Niño y yo saltamos del tren en cuanto apareció a la vista la estación de Weehawken y corrimos a toda prisa hasta la estación del transbordador, aún sin intercambiar ni una palabra. El filipino estaba cada vez más ensimismado: tras renunciar a sus esperanzas de una nueva vida con Picton, estaba decidido a cumplir su venganza, un acto que parecía muy importante en la parte del mundo de donde procedía. Durante toda la travesía del Hudson en el transbordador se dedicó a afilar sus flechas y su cuchillo y a preparar su arco corto, además de mezclar ingredientes de varias bolsitas en un frasquito de madera que contenía una sustancia pegajosa, parecida a la cola. Supuse que era el veneno que empleaba para untar la punta de sus proyectiles, e intuí que estaba variando la receta para hacerlo más letal que en ninguna de las ocasiones en que le había visto usarlo. Tan lúgubre y resuelta se había vuelto su expresión a medida que avanzaba en aquel proceso, que resolví aclarar algunos puntos con él.

— Niño— dije—, nadie sabe mejor que yo cómo te sientes. Pero nuestro principal objetivo es asegurarnos de que Ana y Kat salgan con vida, ¿de acuerdo?

El aborigen asintió lentamente mientras remojaba las puntas de sus flechas en el frasquito de madera.

— Y tú sabes lo que dirían todos, el doctor, la señorita Howard y los demás, sobre lo que viene ahora, ¿verdad? Dirían que si tenemos la oportunidad, debemos atrapar viva a Libby Hatch y llevarla a juicio.

— Ya ha tenido su juicio— masculló el Niño a modo de respuesta—. Por culpa del juicio casi la dejan libre. Sé que los demás lo creen, señorito Stevie. — Ocultando cuidadosamente su última flecha en el interior de su chaqueta, me miró a los ojos—. Pero ¿y usted?

Negué con la cabeza.

— Te digo lo que ellos dirán. Por mí puedes hacer lo que te dé la gana en cuanto nos hayamos asegurado de que Kat y la niña están sanas y salvas.

El Niño asintió mirando hacia la estación del transbordador de Franklin Street que empezaba a surgir ante nosotros en toda su inmensidad.

— Sí. Tú y yo entendemos estas cosas.

No había ninguna otra manera de abordarlo. Si hubiera intentado impedir que el Niño hiciera lo que creía que debía hacer, sólo habría acabado mal con él; además, no estaba tan seguro de que su solución no fuera la mejor. Libby Hatch era como una serpiente capaz de escabullirse (matando a quien se le pusiera por delante) de cualquier apuro en el que se encontrase; y a mí no se me ocurría nadie mejor dotado para enfrentarse a una serpiente tan extraña y letal que el hombrecito del otro lado de los mares que estaba sentado junto a mí.

La ciudad de Nueva York nunca está tan fea como al amanecer y nunca huele peor que en el mes de agosto: estos dos hechos quedaron más que demostrados aquella mañana mientras atracábamos entre topetazos y salpicaduras en la terminal del transbordador de Franklin Street. Claro que se vislumbraban las vistas que siempre sobrecogen a los palurdos de fuera de la ciudad— el edificio de la Western Union, las torres de Printing House Square, el campanario de Trinity Church—, pero nada de eso compensaba el hedor a basura podrida y agua sucia que inundaba la zona portuaria, ni la imagen de los edificios miserables y sucios que se alzaban detrás de la estación del transbordador. Naturalmente, el ánimo que nos embargaba a mi acompañante y a mí cuando llegamos no contribuyó en lo más mínimo a mejorar nuestra impresión de la ciudad; tras una noche tan horripilante e insomne como la que habíamos pasado, no había muchas posibilidades de que ninguna ciudad nos pareciese bonita. Lo único que podíamos agradecer era que la misión que nos ocupaba no dejaba apenas tiempo para que nos asaltara la desagradable sensación de regresar a la mugre y los peligros de la gran metrópoli: en cuanto desembarcamos, recorrimos corriendo el kilómetro y medio que nos separaba de nuestro destino, sin pensar siquiera en tomar un cabriolé.

Nuestra prioridad absoluta era intentar hacernos una idea de lo que ocurría en el interior del local de los Dusters. A aquella temprana hora de la mañana, el local estaría bastante tranquilo (aunque no podíamos estar seguros, puesto que los Dusters eran todos adictos a la cocaína, y esa clase de gente, si duerme, suele hacerlo a horas insólitas) por lo que pensé que sería prudente ocultarnos en alguna parte donde pudiéramos vigilar a la gente que entraba y salía del edificio. Esto resultaría más sencillo desde un tejado de la otra acera de Hudson Street, pues en la calle no había muchos sitios donde ocultarnos a plena luz del día sin que nos viera algún miembro de la banda. Tras pasar junto a los almacenes, comercios y casas de huéspedes de Hudson Street, dejando atrás la pequeña capilla de St. Luke (la misma ruta, advertí, que Cyrus, el sargento detective, y yo habíamos seguido la primera noche del caso), por fin llegamos al corazón del territorio de los Dusters, donde tomamos la precaución de tomar un atajo hacia el oeste de la propia Hudson Street para acercarnos al cuartel general de la banda. Dando un rodeo por Horatio Street, el Niño y yo elegimos un edificio prometedor de la acera oeste de Hudson que nos permitiría una buena vista de lo que ocurría dentro y alrededor del mugriento pero popular antro de la banda; luego nos colamos en el patio trasero del edificio a través de un antiguo pasaje destinado a la carga y descarga de mercancías. Forcé la cerradura de la puerta trasera y en pocos minutos estábamos en el tejado, donde rápidamente buscamos refugio detrás del pequeño muro de la fachada de la azotea.

Aún no eran las ocho y los únicos signos de vida en el local de los Dusters eran algunos juerguistas de los barrios altos que abandonaban el local. Era obvio que aquellos tipos atildados estaban hasta las cejas de cocaína, pero que aún no se habían hartado de revolcarse en el estiércol de la obscena y violenta vida de la banda. El cabecilla de los Dusters que los echaba dejó bien claro que los «anfitriones» ya los habían entretenido lo suficiente y querían descansar un rato. Esto era una buena noticia para nosotros, ya que nos concedía algún tiempo para imaginar cómo íbamos a hacerle llegar un mensaje a Kat y para averiguar si Libby Hatch estaba en efecto en el local. Obviamente, yo no podía entrar y empezar a hacer preguntas; y si lo intentaba el Niño, siempre cabía la posibilidad de que Libby lo viera. La manera más rápida de resolver el problema parecía ser que yo me dirigiera al local de Frankie y buscase a Betty, la colega de Kat: ella podría entrar sin problemas en la guarida de los Dusters para enterarse de la situación. Mientras tanto el Niño se quedaría en la azotea por si Libby Hatch aparecía y trataba de escapar definitivamente. En ese caso la seguiría, pero sólo la atacaría cuando estuviera seguro de que Ana Linares se encontraba sana y salva.

De modo que bajé de nuevo a la calle, donde paré el primer cabriolé que apareció ante mi vista. El conductor acababa de iniciar la jornada, tras recoger su caballo de un establo situado a un par de manzanas de distancia, y yo sabía que no conseguiría que me llevara a Frankie’s, en Worth Street, por mucho dinero que le ofreciera. No era un barrio frecuentado por los cabriolés, a menos que sus conductores estuvieran dispuestos a correr el riesgo de que les robasen o asesinasen, por lo que le di al fulano la dirección más próxima a la que accedería a llevarme: los antiguos tribunales del viejo Boss Tweed, al norte del Ayuntamiento. Los tribunales sólo estaban a pocas manzanas de Frankie’s (aunque a juzgar por la forma en que cambiaba el escenario a medida que uno las recorría, bien podrían haber sido cincuenta) pero el viaje coincidió justo con la hora punta de la mañana. Informé al cochero de todos los atajos que conocía para evitar las vías principales, pero aun así tardé más de lo previsto en llegar al centro.

La mañana nunca era un buen momento para entrar en un antro como el de Frankie, y aquel día no fue una excepción. Puesto que era verano, en la calle había críos «durmiendo»— o más precisamente inconscientes por el mazazo de la cerveza adulterada que servía Frankie en su bar— y los que seguían despiertos estaban ocupados vomitando en la alcantarilla y gimiendo como si estuvieran al borde de la muerte. Sorteé cuerpos y toda clase de desechos humanos para llegar hasta la puerta del local, donde me alivió oír que todo estaba tranquilo en el interior; de hecho, no había ni un alma despierta en el local, excepto el camarero, un chico italiano de unos quince años y aspecto curtido, con una feísima cicatriz en un lado de la cara, visible incluso en la oscuridad de aquel sucio agujero negro. Le pregunté si estaba Frankie, pero me respondió que «el jefe» estaba durmiendo en una de las habitaciones de atrás… con Betty, por suerte para mí. Le dije al camarero que necesitaba hablar con Betty; el chico negó con la cabeza y dijo que Frankie había dado órdenes de que nadie los molestara a ninguno de los dos. No podía permitir que se interpusiera en mi camino, así que dejé vagar los ojos por la estancia, estudiando a los niños para adivinar si alguno llevaba una cachiporra de alguna clase. En el fondo había uno que no debía de tener más de diez años, de uno de cuyos bolsillos sobresalía un delator mango de cuero, y como se había desplomado con la cabeza encima de la mesa, en un charco de sus propios vómitos, supuse que no tendría dificultades para quitarle el arma. Así que me dirigí a la puerta del corto pasillo que conducía a los «dormitorios» del fondo, mientras el camarero se precipitaba hacia mí y empezaba a maldecir. Pero llegué a la porra del niño dormido antes de que el camarero me alcanzara, y en menos de tres segundos mi perseguidor yacía en el suelo con un bonito chichón en la cabeza, a juego con la cicatriz de su cara.

Un rápido vistazo a las habitaciones de atrás me reveló que Frankie y Betty estaban durmiendo la mona en uno de los últimos cuchitriles. Saqué a la chica y la arrastré hasta el bar, donde conseguí encontrar un poco de agua para mojarle la cara. Al contacto con el agua Betty sacó una navaja de más de cuatro dedos de largo, pues no tenía idea de lo que ocurría, y sólo mi rapidez mental y mis reflejos aún más veloces evitaron que me clavara la hoja en la barriga. En cuanto vio que era yo, guardó la navaja, aunque su humor no mejoró mucho. Cuando le expliqué la situación de Kat, se esforzó por concentrarse, y luego aceptó acompañarme y participar en nuestro plan… por supuesto, después de que le ofreciera unos cuantos billetes. Para una chica como ésa la amistad era la amistad, pero el dinero también era el dinero, y si tenía la oportunidad de combinar ambas cosas… bueno, ¿quién iba a criticarla por hacerlo?

Con toda la prisa de que Betty era capaz, regresamos a los tribunales de Tweed, paramos otro cabriolé y nos dirigimos a Hudson Street:

— Al hospital de Hudson Street— le dije al cochero para que se sintiera más seguro respecto a la carrera.

El hospital estaba cerca del local de los Dusters, y cuando llegamos al pequeño centro médico, Betty había conseguido despertarse esnifando un poco de la cocaína que llevaba en su zarrapastroso bolso de mano. Aunque no intenté reprenderla o detenerla— en aquel momento, sólo me preocupaba Kat—, no era agradable ver a una chica tan joven maltratando su cuerpo con aquel perverso polvo blanco, especialmente por la mañana. Sin embargo, le ayudaba a afrontar la idea de entrar en el local de los Dusters con un poco más de valor, así que cuando la dejé y corrí de nuevo al tejado donde seguía apostado el Niño, tenía buenas razones para creer que el plan funcionaría.

Esta impresión se confirmó cuando el filipino me contó que había visto a Libby Hatch. La mujer había salido un instante poco después de que yo me marchara, para detener al carro del lechero. No parecía en absoluto complacida por estar en pie y atendiendo a lo que evidentemente eran las necesidades de la pequeña Ana a aquella hora intempestiva, pero el hecho de que hubiera regresado al interior parecía indicar que, al menos por el momento, no se proponía tomar ninguna medida drástica. Tampoco es que tuviera motivos reales para ello: sabía que el doctor y los demás tardarían algún tiempo en darle alcance, y que incluso cuando lo hicieran tendrían que relatar lo sucedido a la policía y convencer a alguien de la comisaría de Mulberry Street para que registrara el local de los Dusters. No era el tipo de tarea que acometería ningún agente o patrulla en su sano juicio sin un arduo trabajo previo de persuasión. Pese a todo, el mero hecho de saber dónde estaban la mujer y la niña ya era motivo de satisfacción para mí.

Sin embargo, mi alivio duró hasta que vi a Betty salir de los Dusters, apenas quince minutos después, con cara de estar aturdida, decepcionada y muy preocupada. Le silbé desde nuestra atalaya y le indiqué que se reuniera conmigo en la esquina, en la boca del pasaje de carga y descarga. Allí me contó una historia que como mínimo podía calificarse de peculiar: Libby Hatch había llegado al local de los Dusters poco después de las tres de la pasada madrugada, e inmediatamente se había encerrado en la habitación de Goo Goo Knox con Ana Linares. Kat, fiel a la palabra que le había dado al señor Moore, había subido de inmediato al primer piso y le había preguntado a Goo Goo si podía ayudarle en algo con la niña. Entonces Libby, que recordaba demasiado bien que Kat era amiga mía, había montado en cólera, diciendo que Kat era una espía cuyo verdadero propósito era raptar a Ana y hacerla encarcelar a ella. Ahora bien, en circunstancias normales Goo Goo habría solucionado el problema ordenando que llevaran a Kat hasta el río, la mataran y la arrojaran al agua; pero en aquel momento Ding Dong— supuse que en un intento de guardar las apariencias en la banda, más que porque le importara Kat— había intervenido diciendo que nadie iba a disponer de una de sus chicas sin su permiso. Knox y Ding Dong se habían enzarzado en una brutal pelea, lo que por lo visto había entretenido a los juerguistas que acabábamos de ver. Al principio, Kat se había sumado a la lucha, intentando defender a Ding Dong, pero al cabo de media hora la propia Libby, con aquella volubilidad que todos habíamos llegado a conocer tan bien (y que no solía indicar nada bueno), había puesto fin al combate diciendo que se conformaría con que Kat abandonase el local. Así lo había hecho Kat, aunque sólo había ido hasta la esquina. Supuse que eso significaba que Kat pretendía seguir vigilando desde el exterior del local, para poder contar al primero de nuestro grupo que llegara a la ciudad (había podido figurarse que Libby no iría muy lejos sin que la persiguiéramos) dónde se había metido nuestra adversaria, si había salido del edificio y si aún tenía a la niña consigo o no.

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