El señor Moore fue el primero en hablar.
— Bueno, ¿cuál es ahora el procedimiento, Rupert? ¿Es hora de celebrarlo, o…?— Sus palabras se desvanecieron poco a poco mientras miraba a su amigo.
Picton sonrió, se encogió de hombros y trató de disimular su emoción.
— Con cautela, John, con cautela. El juez Brown aún tiene que dar su aprobación al trato, y no le gustan demasiado las sorpresas.
— Aun así— dijo la señorita Howard, que tampoco estaba segura de lo contenta que podía permitirse estar—, no puede invalidarlo, ¿verdad? Sobre todo porque la propia acusada lo ha aceptado.
— Sara— respondió Picton empezando a ordenar los documentos que estaban sobre su escritorio—, soy una persona especialmente supersticiosa. Cosa que sin duda le ha pasado inadvertida. Así que no quiero hacer ninguna predicción sobre lo que ocurrirá mañana por la mañana.
— ¿Y usted, doctor?— preguntó Lucius.
El doctor se había situado junto a la ventana de Picton y miraba hacia la iglesia presbiteriana.
— ¿Hummm?— masculló.
— ¿Alguna predicción?— le preguntó Lucius—. ¿O aún hay algo en este caso que no lo acaba de convencer?
— No en el caso, Lucius— respondió el doctor—, sino en ella. El trato en sí es muy sensato, y estoy convencido de que el juez Brown lo aprobará, a pesar de su estrechez de miras.
Picton chasqueó la lengua, y aunque sonreía, parecía ligeramente inquieto.
— No debería decir esas cosas, doctor.
— Venga ya, Rupert— dijo el señor Moore, animándose un poco—. Deja esas paparruchas para las regiones más primitivas del mundo. En este caso, tú eres el amo de tu propio destino, no podrías haberlo demostrado de un modo más claro. Tú y Kreizler… sí, y tú también, Sara. Os habéis ganado una copa, y creo que deberíamos volver a tu casa y descorchar algunas de esas excelentes botellas de champán que he visto escondidas en un rincón de tu bodega.
— Eso, eso— convino Marcus—. Vamos, todos vosotros. Llevamos tanto tiempo arrinconados contra las cuerdas que ya hemos olvidado qué se siente al asestar un buen golpe. ¿Un buen golpe? Diablos, los hemos echo reventar por las costuras.
— Sí, parece que las tornas se han vuelto— dijo Cyrus estudiando atentamente al doctor.
Yo empezaba a dejarme arrastrar por la creciente sensación de euforia, pero de pronto me asaltó una idea práctica.
— ¿Qué pasa con Kat?— dije—. ¿No deberíamos tratar de ponernos en contacto con ella?
— Todavía no, Stevie— respondió el doctor—. No hasta que el juez Brown haya ratificado el acuerdo oficialmente. La señorita Devlin sólo conseguiría ponerse en peligro si hiciera algún movimiento fuera de lo corriente antes de que regresemos a Nueva York para ayudarla.
Asentí, y después de unos segundos más de reflexión, no vi razón alguna para no irnos a casa a celebrarlo.
— ¿Qué hacemos aquí parados, entonces?— pregunté—. ¿Y cómo es que no nos sentimos completamente aliviados?
La señorita Howard se volvió hacia mí.
— ¿Recuerdas a aquellos hombres de Stillwater, Stevie?— me preguntó—. Nadie habría dicho que tenían algo que temer. Han pasado años desde que la casa de los Muhlenberg se incendió, pero el miedo nunca desapareció…
— Bah, como solía decir mi abuela, eso es un disparate como un escaparate— replicó el señor Moore—. Tenemos a la mujer encerrada, y su destino está decidido. Vamos, volvamos a casa y empecemos a darnos palmaditas de felicitación en la espalda.
— Sí— accedió por fin Picton—, creo que nos debemos al menos una noche sin angustia. ¿Por qué no vais vosotros delante y lo preparáis todo? Quiero repasar algunas cosas y preparar mi propuesta para el juez Brown… Y te agradeceré que no te termines el champán antes de que me una a vosotros, John.
Así que los demás salimos a la cálida noche y echamos a andar hacia casa a buen paso. Seguíamos recuperando el ánimo a medida que avanzábamos por High Street, y aunque no puedo decir que estuviéramos en éxtasis cuando llegamos a casa de Picton, nos sentíamos lo bastante contentos para estallar en gritos de alegría generalizada cuando descubrimos que nuestro anfitrión había llamado para que la señora Hastings subiera unas cuantas botellas de champán de la bodega y las pusiera en hielo. La cena estaba servida y las extraordinarias muestras de habilidad culinaria de la anciana ama de llaves nunca habían tenido un aspecto tan apetitoso: había capón asado, cordero al curry frío con pasas, un surtido de deliciosas patatas (incluyendo fritas y saladas para mí), y un verdadero festín de verduras tiernas llegadas ese mismo día de las granjas cercanas. Tortas de mantequilla, fresas naturales y helados caseros completaban el banquete sobre el que nos abalanzamos de inmediato, incapaces de esperar a nuestro anfitrión. Las risas y el buen humor crecían a medida que íbamos comiendo y bebiendo, y aunque yo sólo tomé refresco de raíces, al poco rato mi comportamiento era tan relajado como el de los adultos que bebían vino. Absortos en este ambiente festivo, ninguno de nosotros parecía consciente del paso del tiempo. Tan poderoso era el sentimiento general de alivio al saber que estábamos a punto de llegar a una feliz conclusión para el caso de Libby Hatch, que podríamos habernos quedado alrededor de la mesa toda la noche.
Entonces, poco antes de medianoche, oímos el son de una campana lejana.
Marcus fue el primero en advertirlo: en medio de una carcajada provocada por el relato del señor Moore sobre cómo los Hudson Dusters lo habían perseguido alrededor de Abingdon Square durante su reciente viaje a Nueva York, el sargento detective inclinó repentinamente la cabeza y miró hacia la parte delantera de la casa. No dejó de sonreír, pero su risa se extinguió con rapidez.
— ¿Qué diablos…?— masculló—. ¿Habéis oído eso?
— ¿Oír qué?— respondió el señor Moore, que iba a servirse más champán—. Son alucinaciones tuyas, Marcus.
— No, escuchad— replicó el sargento detective, retirando la servilleta de su regazo y poniéndose en pie—. Es una campana.
Por el rabillo del ojo vi la cabeza del doctor erguirse bruscamente: en un instante, también él captó el ruido, y los demás pronto hicimos lo mismo.
— ¿Qué demonios será?— preguntó Lucius.
El Niño fue rápidamente a la puerta principal.
— Viene de una de las iglesias— nos comunicó desde allí.
— ¿Misa?— exclamó Cyrus—. ¿Una misa de medianoche en agosto?
Con una repentina sensación de inquietud, miré al doctor, que había alzado una mano para que nos calláramos. Lo obedecimos y entonces oímos otro sonido detrás del chirrido intermitente de grillos y cigarras.
Era una voz masculina, que pedía ayuda desesperadamente.
— Picton— susurró el doctor.
— Esa no es la voz de Rupert— se apresuró a replicar el señor Moore.
— Ya lo sé— dijo el doctor—. Y eso es precisamente lo que me aterra.
Corrió hacia la puerta principal y los demás lo seguimos de inmediato.
Avanzando con una determinación que acabó con la creciente alegría que habíamos sentido durante la cena (y que también pareció serenar a los adultos a marchas forzadas), corrimos de nuevo por High Street en dirección a los tribunales. A mitad de camino quedó muy claro que la campana que oíamos era la del campanario de la iglesia presbiteriana, lo que no era buena señal. Mientras corríamos por la acera, se encendieron las farolas y las lámparas de varias casas de la calle, aunque sólo unas pocas almas osadas se asomaron en camisón para averiguar qué ocurría. El misterio se prolongó hasta que casi habíamos llegado a los tribunales, cuando de pronto reconocí la voz que pedía ayuda a gritos.
— ¡Es el otro guardia!— le grité al doctor—. ¡El que estaba en la puerta principal cuando nos marchamos!
— ¿Estás seguro?— me gritó a su vez el doctor.
— Hablé con él antes de que sacaran a Libby de su celda— le respondí, y volví a oír la voz—. ¡Sí, es él, seguro!
Escruté la oscuridad casi absoluta que se extendía ante nosotros— sólo había dos o tres farolas entre la casa de Picton y los tribunales— e intenté distinguir algún signo de actividad; entonces advertí que la campana había dejado de sonar. Al acercarnos al jardín de los tribunales, divisé una figura en la escalinata que conducía al edificio, alguien que agitaba los brazos frenéticamente en nuestra dirección.
— ¡Allí está!— grité en cuanto me aseguré de que era realmente el guardia con quien antes había cambiado unas palabras.
Las facciones del doctor se tensaron en una mueca de horror al ver que yo estaba en lo cierto, pero no aflojó la marcha y pronto estuvimos cara a cara con el pobre y aterrorizado individuo.
— ¡Por el amor de Dios!— exclamó el guardia señalando—. ¡Baje! ¡Intente ayudarlos, doctor! ¡Yo tengo que ir a buscar al sheriff Dunning!
— Pero ¿qué…?— empezó a preguntar el doctor, aunque el guardia ya se alejaba a toda carrera.
— ¡Ayúdelos, doctor, por favor!— gritó mientras corría.
Marcus se quedó mirándolo.
— ¿Por qué diablos no utilizó el teléfono?— se preguntó.
— El miedo le ha hecho perder el juicio— respondió enseguida el doctor, recuperando el aliento—. Y sólo se me ocurre una razón para eso. ¡Vamos!
Encabezando de nuevo la marcha, el doctor entró en los tribunales e irrumpió por la puerta del pasillo que estaba detrás del puesto de guardia. Esta conducía a una escalera de piedra que el doctor conocía bien de sus entrevistas con Libby Hatch y descendió sin dificultades. Mientras sus pies se movían con rapidez, guiándonos a las entrañas del edificio, no dejaba de murmurar para sí:
— ¡Qué idiota! ¡Qué idiota!
Irrumpió con brusquedad en la estancia central del sótano, que hacía las veces de zona de recepción de las distintas celdas de la prisión, y se paró en seco. Los demás también nos detuvimos a observar lo que ocurría en la sombría cámara de piedra.
Contra una pared estaba Henry, el guardia. Tenía los ojos abiertos como platos y su mandíbula colgaba, separada del cráneo en un curioso ángulo. Le habían rebanado el cuello de oreja a oreja y tenía vanas puñaladas más en el pecho. Sin embargo, no sangraba, por lo menos, ya no. Por lo visto había perdido hasta la última gota de sangre, empapando su ropa y formando un gran charco oscuro en el suelo, debajo y alrededor del cuerpo.
En el otro extremo de la habitación, pegado asimismo contra la pared, estaba Picton. También tenía vanas heridas desagradables en el pecho y un grave corte en un costado del cuello pero, a diferencia de Henry, aún conservaba un destello de vida en los ojos y su boca parecía aspirar el aire, aunque sólo fuera en pequeñas e intermitentes bocanadas.
El charco de sangre que lo rodeaba era casi tan grande como aquél donde yacía el guardia.
Mientras todos contemplábamos la escena con horror, el doctor corrió hacia Picton y examinó sus heridas con rapidez.
— ¡Cyrus!— gritó—. Necesito mi maletín médico, está en la casa.
Sin decir palabra, Cyrus dio media vuelta y desapareció escaleras arriba.
— ¡Detective!— prosiguió el doctor, mirando a Lucius—. Y tú también, Sara, ¡ayudadme! John, Marcus, necesitaremos vendas. ¡Rasgaos la camisa, los dos!
Mientras todos hacían lo que les mandaban, el Niño y yo nos acercamos lentamente hasta situarnos detrás de ellos. Era una visión pavorosa, tanto que resultaba imposible asimilarla de inmediato, al menos para mí. El Niño, sin embargo— que había visto mucha sangre derramada en el transcurso de su vida—, pareció entenderlo todo a la primera: cayó de rodillas con impotencia, agachó la cabeza por un instante y luego la levantó para mirar al techo con ojos desorbitados de desesperación. De pronto soltó un largo y terrible gemido, que atravesó la noche como el aullido de un lobo y me hizo comprender, por primera vez, el verdadero significado de lo que estaba contemplando.
— ¡Jefe!— gimió él y rompió a llorar—. ¡Señor Picton, no! ¡No!
El sonido del dolor del filipino hizo que Picton volviera la cabeza apenas unos milímetros, un movimiento que pareció causarle gran dolor. Cuando miró al doctor, a Lucius y a la señorita Howard vendando sus heridas, intentó reunir el aire suficiente para hablar.
— Dios mío— jadeó—, cuánto alboroto, para un hombrecito tan…
— Calla, Rupert— interrumpió el señor Moore, mientras él y Marcus se rasgaban frenéticamente la camisa para hacer vendas. La imagen de su viejo amigo malherido pareció llevar al borde de las lágrimas a nuestro compañero periodista; pero se contuvo, apretó los dientes y siguió rasgando la tela—. Te pondrás bien, pero por una vez en tu vida, ¡cierra el pico!
Picton soltó una risita al oírlo y luego hizo un gesto de dolor.
— Lo siento, John— logró articular—. Lamento hablar tanto… Sé que a veces te avergüenzo…
— No seas idiota— dijo el señor Moore, a quien cada vez le resultaba más difícil contener las lágrimas.
— Y el doctor…— siguió diciendo Picton, mirando al hombre que vendaba sus heridas e intentaba desesperadamente detener la hemorragia—. Usted siempre quiso… saber, doctor,… por qué soy así… mi contexto…
Un repentino ataque de tos hizo brotar un chorro de sangre que acabó en el pecho del doctor, pero éste siguió atendiendo a su paciente.
— Iba a decírselo…— prosiguió Picton—. De veras quería decírselo…
— Picton, tiene que hacer caso a John— le replicó el doctor—. Es importante que guarde silencio.
— Ya he oído eso antes…— consiguió articular Picton.
Inspiró una o dos veces con avidez, mientras su pecho sufría una especie de espasmo, pero remitió y entonces Picton dejó vagar la mirada hasta el cadáver de Henry, el guardia.
— Estaba… aquí tumbado… contemplándolo…— Dejó escapar otra risita—. El muy idiota… ¿cuántas historias ha oído, verdaderas y ficticias, doctor… sobre carceleros… seducidos por sus prisioneras…?
— Por favor, Rupert— dijo la señorita Howard, también al borde de las lágrimas. Levantó una mano para apoyarle dos dedos manchados de sangre en los labios y esbozó una pequeña sonrisa—. Procure guardar silencio. Sé que para usted será difícil…
Picton apartó la cara de los dedos, pero le devolvió la sonrisa.
— Sara… preferiría… que hubiera la mínima interferencia posible… en la escena de mi muerte…— Miró a Henry nuevamente y volvió a respirar con dificultad, produciendo un sonido silbante, antes de proseguir—: Yo… calculo que habrá centenares de historias como ésta… Es una prueba de la incultura del hombre, ya ve… Por eso es tan interesante…