»Tu amigo, Rupert Picton.»
La señorita Howard dobló la carta y la guardó en el sobre.
— Eso es todo— dijo.
El doctor permaneció inmóvil durante unos segundos y luego miró al señor Moore, que parecía haberse recuperado.
— Este amigo tuyo parece un tipo estrafalario, Moore.
— No te dejes engañar por sus humoradas— respondió el señor Moore mientras iba a buscar la pitillera que estaba sobre la mesa del doctor—. Es uno de los abogados más hábiles que he conocido en mi vida. Podría haber optado a cualquier puesto del Gobierno, pero es tan tonto que decidió jugar limpio. Organizó un escándalo en el Congreso denunciando la corrupción en las oficinas del fiscal del distrito y lo único que consiguió fue que lo trasladaran a otra ciudad. Luego hicieron correr el rumor de que había sufrido una crisis nerviosa.— El señor Moore encendió un cigarrillo—. Nunca conocí los entresijos.
— ¿Y dice que esa mujer disparó a sus propios hijos?— preguntó Cyrus con incredulidad.
— Sí— respondió la señorita Howard—. Parece convencido de ello.
— Más víctimas para añadir a la lista— observó Lucius.
— Podrían ser los de la foto que vi en su secreter— dije—. La de los tres niños.
— Tiene lógica— respondió Lucius—. Es imposible inducir una cianosis en tres niños que tienen edad suficiente para defenderse… y también para hablar si sobreviven.
— Pero eso no casa con nuestra teoría, ¿no?— preguntó Cyrus, desconcertado—. Suponíamos que sólo mataba a bebés porque tenía dificultades con ellos en esa etapa de su vida.
— Sin duda es una incoherencia, Cyrus— respondió el doctor tamborileando con un lápiz sobre el escritorio—. Pero sigue habiendo una similitud general. Hubo un ataque contra los niños, y la intención del agresor era evidentemente la de matarlos a todos.— El doctor bajó la voz para pronunciar unas palabras que eran casi un lema para él—: La clave está en los detalles…— Se puso en pie y se volvió a mirar por la ventana del estudio al pequeño jardín trasero de la casa—. Y esos detalles están en el norte, no aquí. Si queremos avanzar en nuestra investigación, tendremos que ir allí.
Marcus suspiró, asombrado.
— Si todo esto no fuera tan horripilante, diría que es ridículo.
— Ni mucho menos— contestó el doctor—. Esta noticia sólo confirma lo arraigado de sus tendencias. Su comportamiento en el pasado es acorde con el actual.
— ¿Le parece prudente?— preguntó Lucius—. Si nos vamos, esa mujer pensará que nos hemos dado por vencidos y sabe Dios qué hará entonces.
— No nos iremos antes de que ustedes vayan a hacerle una advertencia, sargento detective— repuso el doctor—. Y ahora podrán añadir que estamos informados de lo ocurrido con sus hijos. Esperemos que ese dato la induzca a conducirse con mayor cautela. Porque si nos quedamos aquí, seguiremos atados de pies y manos. Nuestra única salida es investigar el pasado y debemos hacerlo.
— ¿Y la otra cuestión, doctor?— preguntó Marcus con tiento—. ¿No le preocupa dejar sus asuntos sin resolver?
— Como ustedes mismos han dicho, Marcus— afirmó el doctor encogiéndose de hombros—, no puedo hacer gran cosa antes de la vista. Si hubiera algún secreto, estoy seguro de que lo habrían desenterrado. Lo que yo haga o dónde esté no cambiará las cosas.— Tuve la impresión de que su cara reflejaba algo parecido a la amargura—. Y debo confesar que nunca me había sentido tan harto de esta ciudad— prosiguió—, ni de sus habitantes…— Se sacudió la tristeza y se volvió a mirarnos—. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos.
— No me cabe duda— convino el señor Moore con alegría—, sobre todo teniendo en cuenta nuestro destino. Saratoga es un paraíso en esta época del año. Y si a eso le añadimos los pasatiempos…
Todos los demás sonrieron y gruñeron al oír eso, y la señorita Howard fue a buscar un libro para lanzárselo al señor Moore.
— Sí, todos sabemos por qué quieres hacer este viaje, John, pero tendrás poco tiempo para tus actividades favoritas.
— ¡Me refería a las horas libres!— protestó el señor Moore levantando las manos para protegerse—. No podemos trabajar día y noche, ¿sabes? Y has de reconocer que Saratoga es…
— Saratoga es una vulgar y asquerosa pocilga— concluyó la señorita Howard—, donde hombres gordos y ricos hacen apuestas, engañan a sus esposas y enriquecen a chulos y prostitutas.— La brusquedad de su tono dejaba claro que hablaba en serio.
— Vaya, hablas como tu amiga Nellie Bly— replicó el señor Moore haciendo un ademán desdeñoso con la mano que sujetaba el cigarrillo—. Además, yo no estoy casado ni estoy gordo.
— Date un poco más de tiempo— contraatacó la señorita Howard—. Y en cuanto a Nellie, todo lo que escribió en el
World
sobre ese condenado lugar es verdad y se requiere valor para decirlo.
— Sí— replicó el señor Moore—, casi tanto como el que demostró al casarse con un millonario de setenta y cinco años.
La señorita Howard entornó los ojos y amagó otro golpe.
— Seaman no tiene setenta y cinco años.
— No, tiene setenta.— Marcus había hablado sin pensar, una sola mirada de la señorita Howard bastó para que se arrepintiera de sus palabras—. Lo siento, Sara, pero es…
— Cielo santo, es un milagro que la especie humana aún no se haya extinguido— dijo hirviendo de ira— teniendo en cuenta que su supervivencia depende de simios como vosotros.
— ¡Muchachos, muchachos!— exclamó el doctor dando una palmada—. Tenemos asuntos más importantes que atender. Hoy es lunes. ¿Cuándo podemos irnos?
— Mañana— respondió el señor Moore, que obviamente estaba ansioso por llegar a Saratoga Springs, la gran atracción turística de Estados Unidos donde, como había dicho la señorita Howard, hacía tiempo que las apuestas, las prostitutas y las aventuras amorosas habían robado protagonismo a los balnearios para convertirse en los principales pasatiempos.
— Marcus y yo necesitaremos más tiempo— dijo Lucius—. No creo que tengamos dificultades para hacerle creer al capitán O’Brien que vamos a vigilarlo, doctor, pero tardaremos un par de días en organizarlo todo. Además, tenemos que hacer esa visita a Bethune Street.
— Muy bien— respondió el doctor—. ¿El jueves por la mañana?— Todo el mundo asintió y el doctor cogió el ejemplar del
Times
—. Podemos coger el barco hasta Troy y desde allí el tren hasta Ballston Spa. La excursión a Saratoga corre por tu cuenta, John.
— No habrá ningún problema— respondió el señor Moore con una sonrisa de oreja a oreja—. Han puesto un tranvía que va de Ballston al centro de Saratoga. En quince o veinte minutos me dejará delante del casino de Canfield.
— Me alegro por ti— masculló la señorita Howard con ironía. El señor Moore se limitó a sonreírle.
— ¿Stevie?— dijo el doctor y yo corrí a su lado—. Mañana por la mañana irás al muelle de la calle Veintidós para averiguar qué barco sale el jueves. Si es posible, reserva billetes en el
Mary Powell.
Me gustan sus salones privados, y suele ir menos atestado que otros barcos.
— Muy bien— respondí—. ¿Cuántos salones privados?
— Sólo necesitaremos uno— dijo el doctor—, pero reserva dos por si no para de llover. En cuanto al equipaje, sugiero que por si acaso llevemos todo lo necesario para un mes. Moore, tú y Sara os encargaréis del hotel. Muy bien, amigos, no perdamos más tiempo.
Todos salimos de la habitación y nos separamos para empezar con los preparativos del viaje. La perspectiva de salir de Nueva York en pleno verano pronto nos produjo el efecto habitual— alivio y una especie de embriagadora alegría—, a pesar de las inquietantes noticias enviadas por Rupert Picton. Si teníamos que continuar con el desgraciado caso de Libby Hatch, sería mucho más agradable hacerlo en las verdes praderas del norte del estado de Nueva York que en medio del sofocante calor de Manhattan.
Al menos eso era lo que creíamos entonces.
Los dos días siguientes fueron de intenso trajín en la casa de la calle Diecisiete. Además de empacar, teníamos que fletar los caballos y dejar la casa en condiciones para una ausencia previsiblemente larga. También debíamos encontrar a alguien que se pasara por allí de vez en cuando, alguien menos destructivo y a ser posible con un mejor dominio del inglés que la señora Leshko. Finalmente el doctor, con Cyrus de intermediario, propuso esta tarea a uno de los celadores del instituto a quien le vendría bien un ingreso extra, y el hombre aceptó. La fortuna nos acompañó, pues cuando le dijimos a la señora Leshko que nos marchábamos y que durante nuestra ausencia prescindiríamos de sus servicios, ella respondió— o eso nos pareció entender— que de todos modos no pensaba seguir trabajando para nosotros. Por lo visto ella y su marido habían decidido probar suerte en el oeste y abrir un restaurante en un pueblo minero de Nevada. El doctor, contento de que le ahorrara el mal trago de despedirla, le entregó dos semanas de paga y una generosa bonificación adicional. Claro que ninguno de nosotros era optimista respecto de sus posibilidades de éxito como cocinera: ni siquiera los mineros podían tener tanta hambre.
Quiso la casualidad que el
Mary Powell
hiciera el trayecto por el Hudson el jueves, de modo que reservé dos salones privados. Me pareció una sabia precaución, pues el martes por la noche la lluvia aún no había amainado. Esa tarde el señor Moore y la señorita Howard— que seguían discutiendo encarnizadamente sobre la moralidad de las actividades en Saratoga— se reunieron con nosotros en la casa de la calle Diecisiete para esperar la llegada de los sargentos detectives, que poco antes habían ido a alertar a Libby Hatch de nuestros descubrimientos. Pasamos varias horas de nerviosismo en el salón, aunque Cyrus procuró tranquilizarnos tocando suaves melodías al piano. Pero a pesar de sus esfuerzos, el viento y la lluvia del exterior parecían presagiar una calamidad.
Sin embargo, este temor en particular resultó infundado. A eso de las cinco se presentaron los sargentos detectives, contentos y ligeramente achispados. La visita no podía haber ido mejor: una vez más, la anfitriona del 39 de Bethune Street se había mostrado astuta y seductora y los había invitado a pasar, pero ellos habían permanecido firmes y le habían soltado su discurso en la puerta, bajo la lluvia y el chorro de agua que caía del techo de la casa. De acuerdo con nuestro plan, le habían enumerado todos los puntos importantes, tanto falsos como verdaderos, comenzando por la declaración de que el Departamento de Policía estaba al corriente de sus actividades. Luego habían añadido que sabíamos que tenía un «escondite» en el sótano y que el doctor continuaba trabajando como asesor en el caso. Finalmente le habían dicho que sospechábamos lo que había ocurrido tres años antes en Ballston Spa y que viajaríamos allí para confirmar nuestra hipótesis. Si en el ínterin le ocurría algo a su marido, o si una niña que respondiera a la descripción de Ana Linares aparecía muerta en algún sitio, podía estar segura de que se sentaría en la silla eléctrica en Sing Sing. Aunque hasta el momento en Estados Unidos habían ejecutado a pocas mujeres, le aseguraron que alguien con un historial criminal como el suyo tenía todas las cartas para entrar en ese grupo selecto.
Lucius nos describió la reacción de la mujer, que al parecer había pasado de interpretar el papel de seductora a derramar lágrimas de cocodrilo e insistir en su inocencia, diciendo que los sargentos detectives no comprendían las «circunstancias atenuantes» de lo que había hecho (estas últimas palabras no eran de ella, sino de Lucius). Finalmente, sus ojos dorados habían reflejado pura malevolencia. Los dos hermanos coincidieron en que ése había sido el único momento en que se habían sentido inseguros. Al fin y al cabo estaban en pleno territorio de los Hudson Dusters y se exponían a un ataque de la banda; amén de que Libby Hatch podía decidir ahorrarle trabajo a los esbirros de su novio y pegarles cuatro tiros personalmente. Para guardarse las espaldas, los Isaacson le habían advertido que la policía estaba al tanto de su visita y que si no regresaban pronto a la jefatura, sus compañeros no tendrían dificultades en figurarse la razón. Marcus nos contó que cuando él y Lucius regresaban al cabriolé que los esperaba había sentido el odio procedente del umbral del 39 de Bethune Street como si fuera un ardiente rayo de sol sobre su piel; luego, cuando se marchaban, habían oído un portazo y un grito de furia en el interior de la casa. Pese a ello habían salido del barrio sin incidentes y de camino a la casa del doctor sólo se habían detenido un momento para beber un whisky y una cerveza— algo poco habitual en Lucius— en el Oíd Town Bar de la Dieciocho y Park Avenue.
Así pues, como dijo el señor Moore, ya habíamos declarado la guerra y en las propias narices de nuestro enemigo. El doctor se apresuró a recordarle que, aunque se alegraba de que todo hubiera ido bien y de que los sargentos detectives estuvieran sanos y salvos, pensar en Libby Hatch como nuestro «enemigo» no contribuiría a nuestra causa. Si viajábamos al norte no era sólo para saber qué había hecho Libby Hatch, sino también para descubrir por qué; y pese a que con todo lo que sabíamos sobre ella no nos resultaría fácil ver las cosas como ella las había visto durante sus años de formación y maternidad, era importante que lo intentáramos. Hablar de «enemigos» y de «guerra» no nos allanaría el camino; si queríamos averiguar qué había empujado a esa mujer a cometer actos de violencia en el pasado y en el presente con el fin de predecir sus movimientos en el futuro, debíamos dejar de verla como a la mano derecha del demonio. Era un ser humano, una persona capaz de perpetrar crímenes abominables inducida por hechos desconocidos que nunca comprenderíamos si nos resistíamos a verlos primero con los ojos de la niña y luego con los de la joven que había sido en un tiempo.
Fue un discurso sensato, como tantos otros que había oído pronunciar al doctor, y si el miércoles el tiempo hubiera mejorado quizá me habría resultado más fácil mostrarme igual de razonable. Pero el día amaneció con el cielo encapotado y todas las ventanas de la casa sacudiéndose en sus marcos. A mediodía soplaban vientos huracanados del sudoeste que no sólo azotaron la ciudad, sino también toda la zona este del estado. Más tarde supimos que en Matteawan la lluvia era tan intensa que los diques se rompieron y ocho personas murieron en la inundación que siguió. Puede que sea cierto que lo que pasa en el cielo es un fenómeno meteorológico y nada más, pero la sensación de que habíamos inspirado la ira de algún ser sobrenatural me rondó por la cabeza durante todo el día mientras ultimábamos los preparativos para el viaje de la mañana siguiente.