El ángel de la oscuridad (44 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Bueno— me sorprendí diciendo automáticamente— porque ella es su madre. Es natural.

— No esperaba esa respuesta de ti, Stevie— dijo el doctor con una risita.

Caí en la cuenta de la estupidez que acababa de decir y traté de arreglar las cosas.

— Bueno, quiero decir que no hablamos de mi madre…

— No. En estas discusiones nunca hablamos de la madre de nadie. Más bien aludimos a lo que Sara definiría como un arquetipo, un mito.— El doctor sacó su pitillera—. ¿Alguna vez te he hablado de Francés Blake?

— ¿La mujer con la que estuvo a punto de casarse cuando estaba en Harvard?— pregunté.

— La misma. Te habría sorprendido. Rica, amante de los viajes, bastante inteligente, pero demasiado ambiciosa para profundizar en sus ideas. Pregúntale a Moore. A él no le caía bien.— El doctor rió mientras encendía el cigarrillo—. Y a mí tampoco después de un tiempo.— Exhaló el humo y su cara adquirió una expresión de perplejidad—. En muchos sentidos se parecía a mi madre…

— Entonces ¿qué le atraía de ella?— pregunté.

— Bueno, entre otras cualidades más obvias, tenía un lado vulnerable que le permitía entender que muchas de las cosas que hacía eran imprudentes y autodestructivas. En mi ingenuidad juvenil, creí que podría cultivar esa faceta hasta que se volviera dominante.

— ¿Así que quería cambiarla?

— ¿Detecto reprobación en tu voz, Stevie?— preguntó el doctor con otra risita—. Bien, es lógico que la haya. Me comporté como un tonto… ¿Te das cuenta? Pensé en casarme con una mujer sólo porque intuí que podía cambiar. Y no era así, desde luego. Era más obstinada que… En fin, digamos que era una mujer de ideas firmes.

Miré las aguas del Hudson que se arremolinaban a la proa del buque. Sopló una brisa de aire frío y el doctor se ajustó más la chaqueta.

— Aja— murmuré. Apoyé un dedo en la barandilla y pensé en mi propia vida tanto como en lo que me estaba contando el doctor.

— Era todo inconsciente, desde luego, pero uno puede hacer tonterías consciente o inconscientemente, ¿no?— Dio otra calada al cigarrillo y se puso de espaldas al viento—. Luego, cuando maduré, comprendí que me movía algo más siniestro que el simple deseo de cambiar a Francés. Estaba convencido de que si ella no cambiaba y acababa teniendo la clase de vida a la que sin duda la conducirían sus estúpidas ambiciones, la culpa sería mía.

— ¿Suya?— dije alzando la vista—. ¿Cómo se le ocurrió pensar algo así?

El doctor se encogió de hombros.

— No lo pensaba; lo sentía. Era un joven sin experiencia, Stevie, y en cierto modo mi relación con mi madre había fracasado. No podía evitar sentirme responsable de ese fracaso precisamente por todas las razones que hemos discutido. Es «antinatural» achacar a la propia madre la responsabilidad de actos horribles, de modo que reprimí esos sentimientos y busqué una mujer cuya conducta me creía capaz de modificar. La suerte es que otra parte de mi mente, igualmente primitiva, me advirtió que no debía sacrificar mi vida entera dedicándola a esa empresa. Así que dije adiós a Francés.— Se sacudió en medio del viento—. Sin embargo, es una técnica interesante esa de dejar atrás a alguien para encontrarlo en otra parte. Y en otra persona.

— Sí— respondí, secretamente asombrado de que, como de costumbre, el doctor hubiera expresado con absoluta claridad lo que me ocurría sin hacer la más mínima alusión a mi vida.

Entonces yo también tuve una idea fructífera.

— Es algo parecido a lo que estamos haciendo en este trabajo.

— ¿De veras?

Asentí con la cabeza.

— Dejamos a la enfermera Hunter en Nueva York para ir a buscar a Libby Hatch en el norte del estado. La única diferencia es que ellas no se parecen, sino que son la misma persona. Así que es posible que esta vez la técnica funcione, ya que apunta directamente al blanco.

El doctor sopesó la cuestión mientras apuraba el cigarrillo.

— ¿Sabes? Creo que tienes talento para este trabajo, Stevie.— Miró alrededor y aplastó la colilla en un cubo lleno de arena—. Bueno, el viento comienza a arreciar. Hemos pedido el desayuno. Bistec y huevos para ti. Ven cuando quieras.

Me miró fugazmente y me dedicó una de sus rápidas aunque reconfortantes sonrisas. Luego, restregándose las manos, echó a andar hacia las escaleras— tambaleándose un poco, pues navegábamos por un tramo turbulento del bajo Hudson— y desapareció.

Me volví una vez más hacia los Palisades y tanteé el paquete de cigarrillos en mi bolsillo, pero decidí no fumar. El horizonte era precioso, pero también lo sería desde el salón, y de repente me di cuenta de que mi humor estaba cambiando y ya no quería estar solo.

— Bueno, Libby Hatch— dije mirando la larga y ancha extensión del Hudson que teníamos delante y tamborileando con los dedos sobre la batayola mientras me apartaba de ella—. Ya no tienes dónde esconderte.

Corrí por la misma escalera por donde había bajado el doctor sin volver atrás la mirada.

Si lo hubiera hecho, habría visto la pequeña lancha de vapor que seguía al
Mary Powell
tan rápidamente como le permitía su pequeño motor. Y si hubiera divisado esa embarcación y hubiera aguzado la vista, tal vez habría vislumbrado la pequeña figura que estaba en la proa: una figura cuyos rasgos oscuros, su cabello encrespado y sus ropas anchas habría reconocido de inmediato. Sin embargo, por mucho que hubiera aguzado la vista, no habría visto el arsenal de extrañas armas orientales que llevaba ese misterioso hombrecillo, pues las mantendría ocultas hasta que llegara el momento de atacar.

28

Cuando me había ido a vivir con el doctor y había decidido estudiar, entre otras cosas, la historia de mi país, él había pensado que el mejor sitio donde empezar estaba cerca de casa. De modo que había hecho mis primeras incursiones en lo que para mí era una gran oscuridad— la historia del mundo antes de mi llegada a él— con la ayuda de libros sobre la historia de la ciudad y el estado de Nueva York. También había acompañado al doctor en algunos viajes cuando lo llamaban de penitenciarías y manicomios de Hudson Valley o cuando iba a Albany a asesorar a un comité u otro sobre cómo debía tratar el estado a los ciudadanos con trastornos mentales. Así que ya conocía el hermoso aunque ligeramente espectral paisaje que nos rodeaba ese día en el agradable viaje por el Hudson. Sin embargo, a medida que avanzábamos río arriba me embargó un sentimiento extraño que no había experimentado en ninguno de los viajes anteriores. Descubrí que mi atención no se centraba en montañas brumosas ni en los verdes campos que flanqueaban el río (los típicos objetos de contemplación de los turistas), sino en los pueblos que se recortaban sobre el horizonte y en las fábricas que se habían construido (y se seguían construyendo) junto a la orilla. En otras palabras, la presencia de un número cada vez mayor de seres humanos en una tierra que apenas un siglo antes había estado desierta era como una pesada carga en mi mente.

Durante todo el desayuno me pregunté qué me haría ver las cosas de manera tan distinta, y me preocupó la posibilidad de que ese cambio fuera permanente. Sólo después de desayunar, cuando acompañé a la señorita Howard a la cubierta de paseo para fumarme un cigarrillo, comencé a comprender mejor mis sentimientos: el reciente descubrimiento de que Libby Hatch había nacido y se había criado en un paisaje parecido estaba cambiando mi percepción de la región que atravesábamos y de las personas que allí vivían. Empezaba a entender que aquélla no era una zona tranquila donde la gente vivía en contacto con la naturaleza, lejos de la fealdad y la violencia de ciudades como Nueva York, sino una sucesión de pequeñas Nueva Yorks donde ciertos individuos adoptaban la misma conducta decepcionante, y a veces enferma, de tantos habitantes de la gran ciudad. Mientras asimilaba esta tétrica idea, me sorprendí a mí mismo pidiendo un deseo: el de que la gran soledad que todavía reinaba en lo alto de montañas como los Catskills— que se alzaban a mi izquierda en la distancia— cayera sobre la tierra y se tragara los pequeños y desagradables nidos de seres humanos que habían brotado junto al río. Un deseo que, tal como temí entonces, todavía no me ha abandonado.

Y ciertamente no se alteró ese día cuando llegamos al curso medio del Hudson, donde las mansiones de las antiguas familias holandesas e inglesas comenzaron a salpicar las colinas a nuestra derecha. El señor Moore se reunió con nosotros y tanto él como la señorita Howard contemplaron en silencio esas colinas. Yo sabía que ambos tenían motivos para estar tristes, ya que allí había transcurrido gran parte de su infancia agridulce. En el caso del señor Moore, era obvio que el paisaje le traía recuerdos de la muerte de su hermano, que tanto le había afectado y que había hecho que se distanciara del resto de su familia (el señor Moore insistía en que, con sus estrictas reglas holandesas, habían empujado a su hermano a la bebida y la morfina). La señorita Howard, por su parte, seguramente estaría pensando en los muchos veranos y otoños que había pasado cazando, disparando y llevando una vida de chico junto a su amado padre, que no tenía un hijo varón (ni tampoco otra hija) con quien compartir sus aficiones deportivas. El hombre había muerto en un misterioso accidente de caza en los bosques unos años antes, y las malas lenguas decían que había sido un suicidio. No obstante, la señorita Howard, que había quedado tan afectada que había tenido que retirarse a un sanatorio durante una temporada, siempre había negado esos rumores. Con estos antecedentes, no era de extrañar que los dos se sumieran en la melancolía al contemplar las altas colinas y las mansiones. Y aunque más tarde bajamos a disfrutar de una deliciosa comida, e incluso practicamos algunos juegos infantiles aunque divertidos en la cubierta, podría decirse que el humor general del grupo siguió siendo reservado.

El
Mary Powell
hizo una breve parada en la bulliciosa ciudad de Albany, cuyas fábricas, vías de ferrocarril y modestas casas de obreros jalonaban el margen del río. No era la clase de paisaje capaz de animarme, ni a mí ni a nadie. Gran parte de los pasajeros desembarcaron en la capital del estado, de modo que sólo quedaron a bordo aquellos que regresarían a Nueva York en el mismo barco y los que, como nosotros, remontarían el último tramo del río hasta Troy. Entre Albany y Troy sólo había unos pocos kilómetros de territorio despoblado, y la imagen de las humeantes fábricas y los nutridos grupos de obreros sucios y miserables que salían de ellas me reafirmó en mi idea de que el campo estaba cada vez más corrompido por los mezquinos, brutales deseos del género humano.

Troy era una ciudad próspera pero siniestra, y sus numerosas fábricas de ladrillos y cargueros contaminaban el río sólo para hacer llegar al resto del mundo las últimas máquinas de lavado, jardinería y locomoción. Cuando bajamos del
Mary Powell
vi una hermosa puesta de sol sobre el horizonte, al oeste de la ciudad, y sentí el imperioso deseo de alejarme de la ciudad, de correr hacia el campo, hacia esa ardiente bola de fuego; de modo que sufrí una gran decepción cuando llegamos a las oficinas de la compañía de ferrocarril Delaware and Hudson Canal y nos enteramos de que el viento huracanado, que también había azotado esa parte del estado, había causado un grave descarrilamiento entre Troy y Ballston Spa. Tendríamos que aguardar a la mañana siguiente para completar el viaje y pasar la noche en un hotel cercano. No era una tragedia, desde luego, pero sí una circunstancia desalentadora para un jovencito que se moría por alejarse de la civilización y llegar al campo.

El viaje en tren de la mañana siguiente me animó un poco, pues en cuanto dejamos atrás Troy y sus suburbios comenzamos a ver algunos prados que insinuaban lo mágica que debía de haber sido esa región antes de que la civilización la atropellara como un tranvía descarrilado. Había enormes extensiones de bosques centenarios y pasamos junto a un par de grandes lagos plateados; pero rápidamente nos encontrábamos con un grupo de granjas o un pueblo bullicioso que nos recordaban que el viejo bosque estaba perdiendo el control del paisaje. Poco después el encargado del vagón anunció la llegada a Ballston Spa, y a las afueras de la ciudad descubrí que mi mal humor del día anterior había regresado, o incluso empeorado. Pronto descubriría que ésa no era una actitud inapropiada para entrar en la capital del condado de Saratoga.

Cyrus había llevado consigo una guía de los pueblos del alto Hudson, y me leyó algunos párrafos mientras nos acercábamos lentamente al final del trayecto. Aprendí que en un tiempo Ballston Spa había sido famosa por sus tranquilos balnearios, pero que durante el último siglo había experimentado un drástico cambio: muchas de las fuentes de aguas termales se habían secado y los balnearios habían sido reemplazados por industrias de todo tipo. Al principio, en esas grandes construcciones de ladrillo se había producido lana, algodón, lino y una curiosa hacha de guerra parecida a la cimitarra turca (para el ejército de la Unión). Pero en 1897 también la actividad industrial estaba en declive. La mayoría de las fábricas había sido construida junto a un río que atravesaba el pueblo, el Kayaderosseras (una antigua palabra iroquesa que significaba algo así como «arroyo de aguas torcidas»), pero en los años siguientes la tala masiva del bosque alrededor de la cuenca había reducido el Kayaderosseras a un arroyuelo incapaz de generar energía. Así que el humo negro de las calderas salía por las chimeneas de los talleres, que aunque aún fabricaban herramientas agrícolas, se dedicaban principalmente a la producción de papel.

La guía de Cyrus procuraba presentar esta información desde un punto de vista optimista, pero no había manera de eludir la conclusión de que, en menos de un siglo y a causa de su falta de previsión, los habitantes de Ballston Spa habían pasado de regentar los mejores balnearios del norte a presumir de fabricar «las mejores bolsas de papel del mundo». Los viejos hoteles, incapaces de rivalizar con sus gigantescos y lujosos competidores de la cercana Saratoga Springs, se habían convertido en albergues para los obreros de las fábricas o habían quedado reducidos a escombros; así que en 1897 nada en Ballston recordaba a un balneario.

La estación del ferrocarril estaba al pie de una colina que separaba la zona industrial del pueblo de las casas de los ricachones locales. En lo alto de esa colina discurría una calle que alguna lumbrera había llamado High Street y donde estaban situadas las iglesias y los edificios de la administración. La estación en sí no era gran cosa— un edificio largo y bajo típico de esos lugares—, y las pocas personas que esperaban a nuestro tren en el andén parecían hechas a juego con el entorno. Todas salvo una.

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