La señorita Beaux tardó casi dos horas en terminar el boceto, y yo me pasé el resto del tiempo sentado con las mujeres, hablando cuando me hablaban, pero sobre todo observando. Era todo un espectáculo: las palabras salían de la boca de la señora Linares, entraban en los oídos de la señorita Beaux y se transformaban en movimientos de sus manos que a veces eran muy fieles a los recuerdos e intenciones de la española y otras veces no tanto. Mientras trabajaba, la señorita Beaux usó una goma de borrar entera y gastó la punta de una pila de lápices, pero a eso de las ocho de la noche, una cara auténtica, real, había cobrado forma en el papel. Y cuando todos nos reunimos a mirarla, nos sumimos en un silencio pavoroso que confirmaba lo que había dicho en un principio la señora Linares: era un rostro difícil de olvidar.
Tal como había previsto el doctor, la española había sido capaz de recordar más detalles de los rasgos de la mujer ante alguien que era capaz de reproducirlos, y la cara que nos miraba desde el papel tenía todas las facciones que había descrito nuestra clienta. Sin duda, lo primero que llamaba la atención eran los ojos, o quizá debería decir la expresión de los ojos: la señora Linares la había calificado de voraz, y allí había voracidad. Pero eso no era todo; los ojos felinos tenían otra expresión, familiar para mí, aunque yo habría preferido no reconocerla. La había visto en mi madre cuando quería algo de mí o de cualquiera de sus hombres y en Kat cuando ejercía su oficio: era una expresión seductora, la promesa tácita de que si hacías algo por esa persona, aunque supieras que estaba mal, ella te daría a cambio la atención y el afecto que tanto deseabas. El resto de la cara indicaba que quizás hubiera sido hermosa en otros tiempos— debía de tener unos cuarenta años—, pero era un rostro demacrado y, a juzgar por la rigidez de la mandíbula, curtido por largos años de experiencia. La nariz era pequeña, pero sus ventanas se abrían en una expresión iracunda; los labios delgados estaban apretados, formando pequeñas arrugas en las comisuras de la boca, y los pómulos prominentes que insinuaban la forma del cráneo me recordaron el cuadro de Pinkie de la Muerte a caballo.
El retrato confirmaba todas las especulaciones del doctor y sus amigos: una mujer dura, desesperada, que había tenido un pasado difícil y estaba dispuesta a vengarse. Pinkie había acertado en su predicción: sin haber visto siquiera a su modelo, la señorita Beaux había captado «la esencia de su personalidad».
Creo que todos, incluida la artista, estábamos sobrecogidos por su creación; ciertamente, la señora Linares asentía en su silla y creo que habría llorado si se hubiera sentido libre para hacerlo. Nadie rompió el silencio hasta que Elizabeth Cady Stanton dijo:
— Ahí tienen un rostro lleno de fría experiencia, caballeros. Un rostro que la sociedad masculina ha endurecido para siempre.
La señorita Howard se levantó y ofreció su brazo a la feminista.
— Sí, desde luego. Vaya, no me había dado cuenta de lo tarde que es. Supongo que querrá cenar, señora Cady Stanton, y tú también, Cecilia.— Se volvió para estrechar la mano de la joven—. Lo que te he dicho es en serio. Me encantaría asistir a tu clase, o salir a comer o a cenar contigo cuando estés en la ciudad.
La señorita Beaux se animó, y se me hizo que para ella era un alivio alejarse de su creación.
— Me encantaría, Sara. Ha sido una experiencia verdaderamente fascinante.
La señorita Howard acompañó a las mujeres hasta la puerta y todo el mundo se despidió. A mí me daba un poco de corte acercarme a la señorita Beaux, pero ella vino a mí, me tendió la mano y dijo que estaba segura de que volveríamos a vernos pronto, que quizá, yo quisiera ir a comer con ella y la señorita Howard.
Cuando entraron en el ascensor, Elizabeth Cady Stanton se dirigió al doctor:
— Confío en que volvamos a vernos, doctor. Nuestra conversación ha sido muy edificante para mí, y espero que para usted también.
— Naturalmente— respondió el doctor con cortesía—. Será un placer volverla a ver. Ah, señorita Beaux— sacó un talón del bolsillo—, espero que esta suma le parezca aceptable. La señorita Howard me dijo cuál es su tarifa habitual, pero dadas las circunstancias y su disposición para venir aquí… bueno…
La retratista abrió los ojos como platos al ver el elevado importe del cheque.
— Es usted muy generoso, doctor. Pero no sé si debo…
— Tonterías— replicó él y volvió a mirar el boceto que seguía sobre la mesa, delante de la señora Linares—. Lo que usted acaba de hacer por nosotros tiene un valor incalculable.
La corredera del ascensor se cerró con un chasquido y luego el doctor cerró la puerta interior, escuchando el zumbido del ascensor mientras reflexionaba.
Respiré hondo.
— Por fin nos hemos librado de la vieja arpía— dije dando media vuelta.
Todos rieron.
— Cómo habla— dijo el señor Moore—. Parece una locomotora.
— Sí. Es una pena.— El doctor regresó junto a la señora Linares—. Si el destino y nuestra sociedad no la hubieran obligado a estrechar sus miras para dedicarse a la política, podría haber tenido una mentalidad científica de primera.— Se arrodilló junto a la española—. Señora, no necesito preguntarle si ésta es la mujer que vio, pues su cara lo dice todo. ¿Necesita algo?
Los labios de la mujer temblaron cuando respondió:
— A mi hija, doctor. Necesito que me devuelva a mi hija.— Por fin apartó la vista del boceto y recogió su bolso y su sombrero—. Es tarde, tengo que irme. No podré volver aquí.— se puso en pie y dirigió una última mirada de súplica al doctor—. ¿Hay alguna posibilidad, doctor? ¿Lo conseguirá?
— Creo que ahora tenemos una posibilidad— respondió el doctor—. ¿Cyrus?
Cyrus se levantó, listo para acompañar a la señora Linares hasta un cabriolé por última vez. Ella murmuró unas palabras de agradecimiento, con toda la compostura de que era capaz, y entró con Cyrus en el ascensor en cuanto la señorita Howard lo trajo de vuelta. Al ver el estado de la mujer, la señorita Howard la estrechó en sus brazos, y finalmente la española se echó a llorar. Los tres bajaron hacia Broadway.
Los sargentos detectives volvieron a examinar el boceto.
— Esa mujer tendría un gran futuro haciendo retratos de delincuentes buscados— musitó Marcus—. Si no le va bien en el mundillo artístico…
— Es asombroso— convino Lucius—. Las fotografías de los archivos policiales no son tan buenas.
— Sí— asintió el doctor—. Y hablando de fotografías, caballeros, necesitaremos una docena del boceto. Cuanto antes las tengan, mejor.
— Estarán disponibles mañana por la mañana— dijo Marcus mientras enrollaba el dibujo para llevárselo—. Y nosotros también.
— ¡Yo no!— protestó el señor Moore desde el diván.
— Oh, venga, Moore— dijo el doctor con tono lisonjero—. Este es un auténtico trabajo de investigación. Tú eres nuestro soldado de a pie, nuestro héroe sin gloria…
— ¿De veras?— replicó el señor Moore—. Pues para variar me gustaría ser un héroe con gloria, Kreizler. ¿Por qué no te ocupas tú de recorrer las calles…?
Lo interrumpió el ruido de la puerta al abrirse violentamente. Cyrus se precipitó en el interior del despacho sosteniendo a la señorita Howard, que aunque andaba por su propio pie parecía a punto de desmayarse. Todos corrimos junto a ella y el doctor la miró con atención.
— ¿Qué ha pasado, Cyrus?— preguntó.
— Estoy… bien— murmuró la señorita Howard tratando de recuperar el aliento—. Sólo ha sido un susto…
— ¿Un susto?— preguntó el señor Moore—. Para dejarte en ese estado, tiene que haber sido un susto de todos los demonios, Sara.
— Acabábamos de dejar a la señora Linares en un cabriolé— explicó Cyrus mientras buscaba algo en el bolsillo de la chaqueta— y entrábamos de nuevo en el vestíbulo. Esto se clavó en el marco de la puerta, muy cerca de la cabeza de la señorita Howard, cuando cruzábamos el umbral.
Cyrus abrió su manaza para enseñarnos el cuchillo más extraño que he visto en mi vida: con el mango forrado en piel y una empuñadura de hierro forjado, tenía una hoja brillante que se curvaba en una serie de «eses», como si fuera una serpiente.
Lucius cogió el arma y la miró a la luz.
— ¿Creéis que iba dirigido a uno de vosotros?— preguntó.
— No puedo asegurarlo, sargento detective. Pero…
— ¿Pero?— preguntó Marcus.
— Teniendo en cuenta que hizo un blanco perfecto en el marco, yo diría que no. Quienquiera que lo arrojase quería que nos pasara cerca. Nada más.
— Ni nada menos— dijo el doctor agarrando el cuchillo—. La señora dijo que tenía la impresión de que la habían seguido.
— ¿No viste a nadie?— preguntó el señor Moore a Cyrus.
— No, señor. Vi a un niño que dobló la esquina corriendo, pero no puede haber sido él. Yo diría que es obra de un experto.
El doctor le devolvió el cuchillo a Lucius.
— Un experto que quería hacernos una advertencia.— señaló el cuchillo—. Una hoja peculiar, sargento detective. ¿La reconoce?
Lucius arrugó el entrecejo.
— Sí, aunque ojalá no fuera así. Se llama
kris
y es el arma de los manileños. Ellos le atribuyen poderes místicos.
— Ah— dijo el doctor—. Entonces la señora Linares tenía razón. Su marido sabe dónde ha estado. Sólo espero que no sepa por qué y que ella pueda inventar una excusa verosímil.
— Esperen— dije yo—. ¿Cómo está tan seguro de que ella tenía razón? ¿Qué clase de cuchillo es éste? ¿Y quiénes son los manileños?
— Son piratas y mercenarios— respondió Marcus—. Uno de los grupos más implacables del Pacífico occidental. Han tomado su nombre de la capital de las Filipinas.
— ¿Sí? ¿Y qué?
El doctor volvió a coger el cuchillo.
— Las islas Filipinas, Stevie, son una de las colonias más importantes del imperio español. Una valiosísima piedra preciosa en la corona de la reina regente. Bien…— caminó hacia el centro de la estancia sin dejar de examinar el cuchillo—. Creo que esta noche hemos ganado un punto… y perdido otro. — Nos miró con seriedad—. Debemos poner manos a la obra.
El extraño cuchillo de Filipinas no había herido a la señorita Howard ni a Cyrus, pero asestó un golpe mortal a la reticencia del señor Moore a buscar a la mujer del boceto. Él conocía a la señorita Howard desde niño (la familia de la detective tenía una casa en Gramercy Park, además de la finca de Hudson Valley), y aunque ella insistía en que no necesitaba la protección de un hombre— lo cual era del todo cierto—, al señor Moore no le gustaba la idea de que unos filipinos locos la siguieran, o nos siguieran a los demás, empuñando
kris.
Así que a primera hora de la mañana del viernes entró en el 808 de Broadway con una larga lista de agencias que ofrecían servicios de niñeras. Dijo a sus jefes del
New York Times
que no estaría disponible durante un tiempo y que si tenían algo que objetar que lo despidieran. No se sorprendieron de esas palabras, ya que en el periódico todos sabían que el señor Moore era un bala perdida, pero dado que las primicias que conseguía de uvas a peras compensaban a los jefes por soportar sus ínfulas, en lugar de despedirlo le dieron unas vacaciones por tiempo indefinido. (En sus años en el
Times,
sólo un par de veces se había pasado de la raya lo suficiente para que lo pusieran de patitas en la calle, pero incluso entonces el despido sólo había sido temporal.)
Los sargentos detectives, la señorita Howard y el señor Moore se dividieron los nombres de la lista y luego cada uno de ellos se marchó con unas cuantas fotografías del boceto de la señorita Beaux, preparados para varios días de frustrantes interrogatorios en instituciones casi siempre dirigidas por individuos poco dispuestos a colaborar. En la calle Diecisiete todos sabíamos que las pesquisas llevarían tiempo, un tiempo que pasaría más aprisa si lo llenábamos con actividades constructivas. Para el doctor, eso significaba encerrarse otra vez en su estudio para leer más libros de psicología que lo ayudaran a establecer un historial hipotético de la mujer que buscábamos. No obstante, los gritos, maldiciones e improperios que de tanto en tanto salían de la habitación indicaban que no estaba haciendo demasiados progresos. Entretanto, los sargentos detectives habían pedido secretamente a Cyrus que preparara un informe de cada uno de los miembros del personal del instituto, puesto que debían compaginar esa investigación con la del caso Linares. Nadie conocía a los colaboradores del doctor— maestros, matronas e incluso celadores— mejor que Cyrus, así que éste aprovechó su tiempo libre para cumplir con la petición de los detectives.
En lo que a mí respecta, la aparición del cuchillo me había hecho avergonzar de mi ignorancia sobre la localización de las islas Filipinas y su importancia en el imperio español. De modo que pedí al doctor algunos libros y monografías que me ayudaran a entender el conflicto entre España y Estados Unidos. Complacido por mi sincero interés, el doctor accedió. Subí los libros a mi habitación y me zambullí en ellos.
Tan metido estaba en el tema, que el sábado por la tarde seguía erre que erre. Dos días enteros de estudio; más de lo que había conseguido en mis dos años de servir al doctor. Mientras caía la noche y se desataba una tormenta procedente del noroeste, recordé qué día era; Kat me había dicho que pensaba largarse de la taberna de Frankie y mudarse al cuartel general de los Dusters en algún momento de la semana siguiente. Después de comprobar que el doctor seguía encerrado en su estudio, le dije a Cyrus que iba a salir un rato y emprendí una larga caminata bajo la lluvia hacia el barrio de mis antiguas correrías, hasta llegar al cruce de las calles Baxter y Worth.
La tabernucha llamada Frankie’s estaba en el número 55 de Worth, y era el antro más lúgubre donde un muchacho podía pasar sus horas de ocio. También era el lugar donde había conocido a Kat seis meses antes. Los principales atractivos del local eran las sangrientas peleas entre perros y ratas en un foso, una colección de chicas más jóvenes de lo habitual en el fondo y una bebida compuesta por una asquerosa mezcla de ron, benceno y cocaína en polvo. No había pasado mucho tiempo allí en mis tiempos de delincuente, aunque conocía a muchos clientes fijos; pero lamento reconocer que en los últimos meses mi relación con Kat me había empujado a frecuentar el lugar y a pasar más horas de las recomendables entre la violencia y la miseria.