Los dos hombres discutieron el destino del cuadro mientras bebían más cerveza. Pinkie todavía no había vendido su inquietante obra y dijo que ni siquiera consideraría la posibilidad de hacerlo en un tiempo, pues distaba mucho de estar terminada. (A propósito, no la «terminaría» hasta 1913.) Era lo mismo que decía de todos sus cuadros, y el doctor manifestó la misma frustración que los coleccionistas que trataban de inculcar algún sentido práctico al pintor. Finalmente el doctor dejó el tema y todos comenzaron a hablar del arte en general, dejándome libre para pasearme por el estudio y comer un poco más del delicioso guiso. Mientras comía, contemplé más atentamente la
Pequeña doncella acadiana
y por primera vez me di cuenta de que, pese al estilo impreciso de nuestro anfitrión, era la viva imagen de Kat.
Permanecimos en el apartamento de Pinkie otra hora y todos pasamos una velada agradable entre las pilas de reliquias, trastos y desperdicios. Extraña forma de vida… Aquel tipo vivía sólo para sus cuadros y estaba plenamente satisfecho. Se contentaba con un poco de comida humilde y sabrosa, una habitación donde trabajar y la posibilidad de dar largos paseos. Sencillo, dirán ustedes, a lo que yo respondo: sí, tan sencillo que sólo lo consigue un hombre entre un millón.
A la mañana siguiente la señorita Howard telefoneó para decir que se había puesto en contacto con Elizabeth Cady Stanton, la célebre y anciana idealista que llevaba medio siglo luchando por los derechos de la mujer. Al parecer, la señorita Howard conocía y admiraba a Cady Stanton (que insistía en usar su apellido de soltera, además del de su marido) desde la infancia, y puesto que dicha señora tenía parientes nobles en Hudson Valley, no muy lejos de la finca de los Howard, nuestra amiga había conseguido que unos amigos comunes las presentaran. La señorita Howard había advertido al doctor que podían presentarse complicaciones si usaban a la señora Cady Stanton de intermediaria para conocer a Cecilia Beaux, ya que la vieja astuta estaba al tanto de sus asuntos personales y profesionales. Para empezar sabía muy bien que ninguno de sus parientes había muerto recientemente, de modo que sería imposible utilizar esa excusa. En consecuencia, nuestra amiga tendría que apañárselas para que su intención de contratar a una retratista pareciera totalmente inocente. El caso es que Elizabeth Cady Stanton también sabía que la señorita Howard era detective privado y de inmediato se sintió fascinada por lo que, no le cabía duda, sería una especie de intriga; tanto que insistió en estar presente en la sesión de dibujo que la señorita Howard concertó para la tarde del jueves en el 808 de Broadway. Incapaz de hallar una forma elegante de decirle que se ocupara de sus asuntos, la señorita Howard se vio obligada a aceptar. De modo que tendríamos una invitada adicional.
Entretanto, la señora Linares envió una nota a la señorita Howard diciendo que su marido comenzaba a sospechar de sus ausencias y que con toda probabilidad ésta sería la última vez que podría escapar, de modo que tendríamos que obtener todo lo que necesitáramos de ella el jueves por la tarde. Los sargentos detectives, por su parte, no habían sacado nada en limpio de su investigación a los cubanos y estaban convencidos de que ningún miembro del Partido Revolucionario Cubano tenía la inteligencia ni la capacidad de organización necesarias para llevar a cabo una acción como el secuestro de Ana Linares. Tras esta pequeña confirmación de que la autora del rapto era una mujer que actuaba sola, el doctor se encerró en su estudio el miércoles por la tarde y no salió de allí hasta el día siguiente; había dado órdenes estrictas de que no lo molestaran y de que le sirvieran las comidas en una bandeja. La señorita Howard y el señor Moore llegaron a las dos de la tarde del jueves con el fin de planear la estrategia para la sesión de esa tarde. Al ver que el doctor seguía encerrado, me preguntaron qué pasaba y yo respondí que no lo sabía, puesto que no lo veía desde hacía veinticuatro horas. Sin embargo, era hora de prepararse, por lo que los tres decidimos subir al estudio para averiguar qué ocurría.
El señor Moore llamó a la puerta y obtuvo un grosero «¡fuera de aquí!» por respuesta. Me miró y yo me limité a encogerme de hombros.
— ¿Kreizler?— dijo el señor Moore—. ¿Qué demonios pasa? Llevas dos días encerrado ahí. Y es hora de prepararnos para el retrato.
Se oyó un largo gruñido de exasperación en el interior del estudio y luego el ruido del pestillo. El doctor, vestido con bata corta y zapatillas, abrió la puerta con la cara oculta tras un libro.
— Sí, y podrían pasar dos años antes de que encontrara algo de provecho.
Nos miró con expresión ausente y nos invitó a pasar con una ligera inclinación de cabeza.
Tres de las paredes del estudio estaban cubiertas de estanterías de madera y el amplio escritorio del doctor estaba situado junto a la ventana de la cuarta pared. Por todas partes había pilas de libros, revistas y monografías, todos abiertos. Algunos parecían haber sido colocados allí adrede, pero era evidente que otros habían sido arrojados al azar.
— Procuraba reunir datos sobre las peculiaridades psicológicas inherentes a la relación madre-hijo— explicó el doctor—. Y como tantas otras veces, mis colegas me han decepcionado.
El señor Moore sonrió, apartó algunas revistas del sofá y se sentó.
— Ésa es una excelente noticia— dijo—. Así que esta vez no tendremos que estudiar, ¿eh?
Era una alusión al caso Beecham, durante el cual el doctor había obligado a todos los miembros del equipo a estudiar no sólo los principales textos de psicología del momento, sino también todos los artículos escritos por especialistas que guardaran alguna relación con nuestras pesquisas. Cyrus y yo también habíamos hecho esas lecturas, para no quedarnos a la zaga, y no me importa reconocer que había sido una lata. No hay mucha gente en el mundo capaz de divagar tanto como un psicólogo o un alienista.
El doctor miró al señor Moore con cara de pocos amigos.
— Siempre y cuando hayas retenido una mínima parte de lo que aprendiste el año pasado— dijo con desdén—, no; no creo que haya mucho más que investigar. Es absurdo. Hombres sensatos, perfectamente racionales, cuando abordan un instinto específico, el maternal, empiezan a parlotear como si fueran imbéciles. Escucha al célebre
herr
G. H. Schneider, uno de los favoritos de James, John. (El señor Moore también había estado en Harvard y había estudiado, aunque muy brevemente, con el profesor James.) «Cuando una esposa se convierte en madre, toda su personalidad, sus pensamientos y sentimientos se alteran. Hasta entonces sólo había pensado en su bienestar personal, en la satisfacción de su vanidad; el mundo entero parecía creado para ella y sólo se percataba de lo que ocurría a su alrededor cuando esto guardaba alguna relación con su persona… Ahora, sin embargo— en este punto la voz del doctor se llenó de un perverso sarcasmo—, el centro del mundo ya no es ella, sino su hijo. No piensa en su propio apetito; antes debe asegurarse de que su hijo esté bien alimentado. Ahora tiene una paciencia ilimitada con una criatura fea y llorona, mientras que antes se ponía nerviosa con cualquier sonido discordante o ligeramente desagradable.» Dime, Sara, ¿alguna vez habías oído una tontería parecida?
La señorita Howard puso cara de resignación.
— Me temo que ésa es la opinión generalizada.
El doctor siguió despotricando.
— Sí, pero escucha lo que añade después: «Esto ocurre al menos en las madres no corrompidas, que siguen su instinto natural y que, por desgracia, son cada vez más raras.» Pero ¿acaso continúa discutiendo la configuración mental del creciente número de madres «corruptas», de las que no siguen su instinto natural? ¡No!— El doctor dejó el libro a un lado.
En la cabeza de la señorita Howard los engranajes se habían puesto en marcha durante la perorata del doctor. Arrugó la frente como si acabara de ocurrírsele una idea.
— Doctor…— comenzó.
Pero él no había terminado. Eligió otro libro y dijo alzando la voz:
— Escuchad al mismísimo James: «El amor por los hijos es un instinto más fuerte en la mujer que en el hombre. La apasionada devoción de una madre por un hijo enfermo o moribundo es quizás el más bello espectáculo moral que puede ofrecernos la vida humana.» ¡Y concluye ahí! Me pregunto cómo reaccionarían estos hombres si les enseñara las docenas de casos que he reunido en el transcurso de los años sobre mujeres que azotaban a sus hijos, los dejaban morir de hambre, los arrojaban a hornos encendidos o directamente los mataban. ¡Es increíble!
— Sí, doctor— dijo la señorita Howard, intentando meter baza otra vez—. Pero ¿estas ideas nefastas tienen alguna utilidad?
— Únicamente por inferencia, Sara— se mofó el doctor arrojando el libro sobre una pila y volviendo al primero—. Sólo un breve comentario de Schneider arroja un poco de luz sobre el tema: «Ella (se refiere a la madre) ha transferido todo su egoísmo al niño.»
— Sí, eso es— dijo la señorita Howard—. Supongamos que usted fuera una de esas madres «contranaturales», una madre que ha perdido a sus hijos y no pudiera tener más. ¿No sentiría el deseo de conseguir otro de alguna manera, aunque sólo fuera para demostrar que es capaz de cumplir con lo que la sociedad considera la función femenina básica?
El doctor se quedó perplejo, dejó caer las manos a los lados y arrojó el libro de Schneider encima del de James.
— Y siempre que se presentara el contexto individual apropiado— respondió con un gesto afirmativo— ese deseo podría crecer hasta destruir la capacidad inhibitoria normal… Bueno; ¿dónde has estado en los últimos dos días, oráculo de la psique femenina?— Se acercó a Sara y le puso las manos sobre los hombros—. ¡Sólo Dios sabe cuántas horas de lectura infructuosa he necesitado para llegar a esa misma conclusión!— El doctor se dirigió a la puerta y gritó—: ¡Cyrus! ¡Prepárame el baño y ropa limpia!— volvió a dirigirse a la señorita Howard—: Sara, la última vez que trabajamos juntos, estudiamos las leyes reconocidas de la psicología. Sospecho que esta vez el sesgo que ha tomado nuestra sociedad nos obligará a crear algunas nuevas. Debes tomar notas y estar siempre a nuestra disposición, pues tu enfoque es el más útil. Los demás no podemos…
El doctor se interrumpió al oír un suave ronquido procedente del sofá. Todos nos volvimos para ver al señor Moore dormitando.
— En fin.— el doctor suspiró—. Digamos que otros puntos de vista serán mucho menos relevantes. Sin embargo, dejémosle descansar por el momento, porque, con un poco de suerte, mañana lo enviaremos a rastrear las calles.
Una vez que el doctor se hubo bañado y acicalado, descubrimos que la única forma de arrastrar con nosotros al señor Moore fue ofrecerle un almuerzo tardío en el restaurante Delmonico’s de Madison Square. El doctor Kreizler ya no acudía con tanta frecuencia a ese establecimiento porque Charlie Delmonico, para no perder el tren de la moda y el dinero, recientemente había abierto otro local en la calle Cuarenta y cuatro, y aunque había jurado que no tenía intención de cerrar el de Madison Square, el doctor creía que tarde o temprano lo haría. De modo que lo había privado en gran medida de su presencia (aunque era incapaz de dejar de ir del todo) como forma de protesta.
Cyrus y yo fuimos con los demás hasta Madison Square. Aunque nunca comíamos con el doctor en el restaurante— en aquellos tiempos habría sido sencillamente imposible— nos gustaba llevarlo allí porque habíamos hecho amistad con Ranhofer, el
chef
francés que era el mandamás en la cocina y que casi siempre nos pasaba un par de deliciosos platos para que comiéramos en el parque. Acompañamos al doctor y a sus invitados hasta la puerta principal, donde Charlie Delmonico recibía a los clientes. El doctor Kreizler tendió una mano y Delmonico la estrechó, aunque el primero dijo mitad en broma y mitad en serio:
— Todavía no te hablo, Charles.
Una vez que hubieron entrado, doblé la esquina hacia la puerta de los proveedores. Tras abrirme paso entre los bulliciosos repartidores que cargaban fruta y verdura y entre las cajas de madera cubiertas de hielo y llenas de pescado, ternera y cordero, entré en la cocina de ladrillo, de cuyo techo abovedado colgaban multitud de ollas y peroles. De inmediato oí la voz del señor Ranhofer retumbando en las paredes azulejadas.
— ¡No, no y no! ¡Cerdo! Yo no le daría eso ni a un animal. ¿Por qué te cuesta tanto entenderlo?
Pronto descubrí que el objeto de su ira era un joven cocinero encargado de los postres, que estaba tomándose los insultos muy a pecho y parecía a punto de desmoronarse. Ranhofer, con su abultado cuerpo enfundado en el uniforme blanco y sus mostachos (casi del mismo color) erizados hizo un esfuerzo para tranquilizarse y luego se acercó al joven.
— Ven, te enseñaré… ¡pero sólo una vez!
Mientras esperaba a que terminaran con el ejercicio, eché un vistazo a la amplia cocina, donde entre veinte y treinta cocineros, ayudantes y ayudantes de los ayudantes trabajaban como posesos y gritaban a voz en cuello… a veces a ninguna persona visible. Llamas de diversos colores brotaban de los fogones y un centenar de olores diferentes— algunos exquisitos, otros sencillamente raros— se fundían en un aroma indefinible. El lugar recordaba a algunos de los asilos para lunáticos que yo había visitado con el doctor, claro que en los elegantes comedores de la primera planta la gente pagaba auténticas barbaridades por lo que salía de ese manicomio.
Finalmente vi mi oportunidad y tiré del delantal de Ranhofer.
— ¡Eh! ¡Señor Ranhofer!
El cocinero se volvió, y tras esbozar una breve sonrisa, frunció el entrecejo.
— ¡Por favor, Stevie, márchate! Hoy no. Esto es una locura. ¡Una locura!
— Eso parece. ¿Qué pasa?
— ¡Me matará! ¡Charles me matará! ¡Tres servicios por encargo y luego una comida para ochenta! Por el amor de Dios, ¿cómo esperan que un simple ser humano haga algo así?
Ninguno de nosotros sabía qué esperar mientras el ascensor volvía a subir con un traqueteo. Yo imaginaba que una vieja amargada, fornida y gruñona con olor a naftalina irrumpiría en la habitación como si fuera una de las Furias. En consecuencia, me sorprendí— y los demás también, a juzgar por sus caras— cuando una respetable dama vestida a la moda cruzó la puerta con elegancia. Llevaba el cabello rizado cuidadosamente recogido y un bonito camafeo decoraba la delicada puntilla que ribeteaba su cuello y su pechera. Por un instante la tomé por la pintora, basándome en que las mujeres reformistas que había conocido no eran muy dadas a las joyas ni a otros perifollos. Pero entonces vi que su pelo era blanco como la nieve y su piel flácida y arrugada, y supe que era demasiado vieja para ser la artista de la que había hablado Pinkie. Sus ojos, sin embargo, tenían una expresión alerta y juvenil que me indicó que aunque tenía edad para ser la abuela de cualquiera de nosotros, uno no usaría ese tratamiento con ella. Llevaba un bastón con empuñadura de bronce, pero caminaba erguida y orgullosa como la célebre veterana que era: la señora Elizabeth Cady Stanton, la única mujer que había tenido el arrojo de interpretar la Biblia desde el punto de vista femenino.