El ángel de la oscuridad (13 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— ¿Eso es todo?— preguntó el doctor con desconfianza.

— No. No es todo.— El señor Moore se volvió hacia el piano—. Cyrus, ¿no podrías tocar algo menos fúnebre? Todos lamentamos mucho que el pobre Otelo estrangulara por error a su encantadora esposa, pero teniendo en cuenta el regalo que la Naturaleza nos está ofreciendo en el exterior podríamos olvidar esos sentimientos. ¿No conocerás alguna pieza más, bueno, más alegre? Después de todo, amigos y colegas, estamos en verano.

Cyrus atacó los primeros compases de
Blanca,
una canción popular de los años cuarenta que pareció agradar a Moore. El periodista mostró una amplia sonrisa al doctor Kreizler, quien se limitó a mirarlo preocupadamente.

— Hay momentos en que dudo de tu cordura, Moore— dijo el doctor.

— ¡Oh, vamos, Kreizler!— respondió Moore—. Te aseguro que todo saldrá bien. De hecho, te he traído una prueba viviente de que las tornas comienzan a volverse a tu favor.

Señaló a Marcus y a Lucius con un movimiento de la barbilla.

— ¿Los sargentos detectives?— preguntó el doctor en voz baja, mirándolos—. ¿Qué tienen que ver ellos con este asunto?

Marcus miró con irritación al señor Moore y le entregó su copa vacía.

— Eres muy gracioso, John— dijo—. Pero ¿por qué no te limitas a servir las copas?

— ¡Será un placer!— respondió Moore bailando en dirección al carrito de las bebidas.

El doctor comprendió que no sacaría nada en claro de su amigo periodista y se volvió hacia los hermanos Isaacson.

— ¿Caballeros? ¿Acaso Moore ha terminado de perder el juicio y los ha traído aquí por alguna causa imaginaria?

— No ha sido él— se apresuró a responder Marcus.

— Debe agradecérselo al capitán O’Brien— aclaró Lucius—. Si es que «agradecer» es la palabra indicada.

— ¿El jefe de la División de Detectives?— le preguntó el doctor Kreizler—. ¿Y qué tengo que agradecerle?

— La oportunidad de vernos a menudo durante los próximos sesenta días— respondió Marcus—. Ya sabe que el tribunal ha ordenado una investigación policial de los asuntos de su clínica.

En ese momento intuí lo que seguiría, y estoy seguro de que el doctor también, pero él se limitó a decir:

— ¿Y?

— Bueno— dijo Lucius tomando el relevo—, me temo que nosotros nos ocuparemos de ella.

— ¿Qué?— la voz del doctor reflejaba una mezcla de sorpresa y alivio—. ¿Ustedes dos? Pero ¿O’Brien no sabe que…?

— ¿Que somos amigos suyos?— concluyó Marcus—. Desde luego. Para él eso forma parte de la diversión. Verá… Hummm, ¿cómo explicárselo?

Puesto que los sargentos detectives sazonaron el relato de lo ocurrido ese día en comisaría con las típicas discusiones sobre quién había sido responsable de qué, será mejor que yo cuente los hechos con mis palabras.

Todo empezó cuando apareció el cadáver mutilado que Cyrus y yo habíamos visto junto al muelle de Cunard la noche anterior. (Bueno, en realidad empezó cuando los Isaacson ingresaron en el Departamento de Policía, pues sus métodos avanzados y sus extrañas actitudes, sumadas a su condición de judíos, les habían granjeado la instantánea antipatía de casi todos sus colegas. Pero en lo que respecta a este incidente en particular, el detonante fue el hallazgo del muelle.) Todo el mundo, desde los agentes rasos hasta el capitán Hogan, y luego el capitán O’Brien de la División de Detectives, había comprendido de inmediato que el hallazgo se convertiría en un caso sonado. El verano en Nueva York nunca está completo sin un asesinato misterioso y sensacional, y éste tenía todas las características distintivas, comenzando por la probabilidad de que pronto aparecieran más miembros del cuerpo flotando en otros puntos del río (cosa que ocurrió). La prensa ya se había lanzando sobre la noticia y especulaba sobre quién llevaría o resolvería el caso. Pero era preciso jugar bien la partida: los polis tenían que presentar públicamente el crimen como un hueso duro de roer para cubrirse de laureles cuando lo resolvieran.

Los Isaacson habían sido enviados al muelle en plena noche, mientras el capitán O’Brien dormía y nadie sabía qué les aguardaba allí; de lo contrario, no habrían tenido ocasión de intervenir. O’Brien se ahorcaría antes de ceder el mejor botín del verano a un par de detectives que se pasaban la mayor parte del tiempo diciéndole que sus métodos eran tan anticuados que daban risa. Luego los Isaacson habían terminado de fastidiar cualquier oportunidad de trabajar en el caso escribiendo un informe preliminar en términos similares a los que había empleado Lucius junto al río: todo indicaba que se trataba de un crimen pasional cometido por una persona cercana a la víctima, alguien que conocía sus señas particulares y las había cortado cuidadosamente; en otras palabras, alguien interesado en ocultar la identidad de la víctima para evitar que las sospechas recayeran sobre su persona. Pero a los capitostes de la División de Detectives no les gustaba esa teoría. Preferían la idea de que había sido un anatomista o un estudiante de medicina chalado que quería trabajar con los órganos, así tendrían la clase de historia morbosa que siempre consigue encender la imaginación del público. Y eso era lo que habían dicho a los periódicos esa misma noche. Todas las características del cadáver contradecían la teoría, pero la División de Detectives no se dejaba amilanar por esas sutilezas. La verdadera solución de un caso no podía competir con una historia falsa susceptible de usarse en beneficio de la policía.

La cuestión es que el lunes por la mañana el capitán O’Brien leyó el informe preliminar de los Isaacson y decidió que si quería sacar el máximo provecho del «misterio del cadáver decapitado», tendría que mantener alejados a los hermanos. Daba la casualidad de que esa misma mañana debía asignar dos detectives a la investigación del Instituto Kreizler para Niños y el presunto suicidio de Paulie McPherson, y con perverso placer irlandés informó a los Isaacson de que, además de quedar fuera del caso del torso, tendrían que ocuparse del de McPherson. Sabía que los hermanos eran amigos del doctor Kreizler, pero como la mayoría de los polis, despreciaba al doctor y le habría encantado ponerle las cosas aún más difíciles. Si descubrían algo turbio y los Isaacson tenían que enfrentarse con el doctor, O’Brien se lo pasaría en grande, y si todo marchaba bien, al menos habría conseguido apartar a los hermanos del caso del «cadáver decapitado».

— Así que aquí estamos— concluyó Marcus—. Lo lamento, doctor. Procuraremos llevar a cabo la investigación de la forma más conveniente y más… bueno, digna, para usted.

— Desde luego— añadió Lucius con nerviosismo.

El doctor se apresuró a tranquilizarlos.

— No dejen que esto los incomode. No tenían alternativa. En realidad, es una jugada previsible y deberíamos sacarle el máximo provecho.— Por un momento, su voz adquirió un dejo de tristeza—. Tanto yo como los miembros del personal nos hemos devanado los sesos buscando un motivo para que McPherson decidiera suicidarse, aunque me temo que no hemos sacado nada en limpio. Estoy prácticamente seguro de que no hubo ningún incidente en el instituto que lo indujera a hacerlo, aunque, naturalmente, ustedes tendrán que llegar a esa conclusión por sí mismos. Espero que sepan que no confiaría en nadie en el mundo más que en ustedes.

— Gracias, señor— musitó Lucius.

— Sí, gracias— dijo Marcus—. Aunque me temo que tendremos que darle la lata.

— Tonterías— repuso el doctor Kreizler, y advertí en su voz que su alivio había crecido hasta convertirse prácticamente en alegría.

Miré al señor Moore y a la señorita Howard y vi que sonreían, obviamente encantados con el giro que tomaban los acontecimientos, y no era difícil adivinar por qué: la nueva misión de los Isaacson no sólo aumentaba las posibilidades de que el doctor aceptara participar en el caso Linares, sino que también significaba que tendríamos el talento de los detectives a nuestra disposición las veinticuatro horas del día. Y ése era un buen motivo para sonreír.

— En realidad están haciendo una montaña de un grano de arena— dijo el señor Moore mientras servía la segunda ronda de copas—. En el
Times
se comenta que ese asunto quedará en agua de borrajas.

— ¿De veras?— preguntó el doctor con tono dubitativo.

— Desde luego.

Cuando el señor Moore llegó junto al sillón del doctor, noté que se inclinaba con cierta brusquedad para darle la copa, y entonces un montón de papeles y cartas cayeron del bolsillo interior de su chaqueta.

— Maldita sea— dijo el señor Moore en un tono que me habría sonado completamente sincero de no haber sabido que el propósito oculto de la velada era conseguir que el doctor se aviniera a trabajar en el caso Linares—. Laszlo— prosiguió señalando los papeles y pasándole una copa a Lucius—, ¿te importaría…?

El doctor se agachó, recogió los documentos y les echó una ojeada mientras los apilaba de nuevo. Entonces vio algo que lo hizo parar en seco.

Era la fotografía de la pequeña Ana Linares.

Como bien había previsto el astuto señor Moore, el doctor se detuvo a examinar la fotografía y esbozó una sonrisa.

— Qué niña tan encantadora— dijo en voz baja—. ¿La hija de un amigo, John?

— ¿Hummm?— musitó el señor Moore, que parecía la inocencia personificada.

— Bueno, es demasiado guapa para ser pariente tuya— prosiguió el doctor, arrancando las risas de los demás. Fue su primer error, pues el doctor aún no les había enseñado la foto. Si ya habían visto esa cara bonita y risueña, era porque algo raro se cocía. El doctor los miró con atención—. En tal caso— dijo, siempre dirigiéndose al señor Moore—, ¿quién es?

— Ah— respondió el periodista cogiendo la pila de cartas y documentos—. No es nada, Laszlo, olvídalo.

Mientras la pequeña charada continuaba, vi que Lucius alcanzaba la edición vespertina del
Times
y se la pegaba con nerviosismo a la cara, aunque era evidente que no estaba leyendo.

El doctor se inclinó hacia el señor Moore.

— ¿Qué quieres decir con que no es nada? ¿Acaso te ha dado por llevar encima fotografías de niños desconocidos?

— No, pero… Bueno, no es nada por lo que debas preocuparte.

— No estoy preocupado— protestó el doctor—. ¿Por qué iba a estarlo?

— Exactamente— replicó el señor Moore—. No hay ninguna razón.

El doctor lo miró fijamente.

— ¿Es algo que te preocupa a ti?

El señor Moore bebió un sorbo de su Martini y alzó una mano.

— Por favor, Laszlo, ya tienes demasiados problemas. Dejémoslo.

— John— dijo el doctor, esta vez con auténtica preocupación, mientras se ponía en pie—, si estás metido en un lío…

Se interrumpió cuando la señorita Howard lo cogió del brazo.

— No le insista a John, doctor— dijo—. La verdad es que se trata de un asunto que me compete a mí. El me está ayudando y yo le he dejado la fotografía.

El doctor la miró y la preocupación de su cara dejó paso a la curiosidad.

— ¡Ah! ¿Un caso, Sara?

— Sí— se limitó a responder ella.

Noté que el doctor comenzaba a sospechar de la reserva de sus amigos, y su siguiente observación fue algo más irónica:

— Sargento detective— dijo al nervioso Lucius—, creo que se las apañaría mejor para leer si le diera la vuelta.

— ¡Oh!— exclamó Lucius y solucionó el problema con un crujido de papeles mientras Marcus suspiraba—. Sí, supongo que tiene razón, doctor.

Después de otra pequeña pausa, el doctor volvió a hablar:

— Sospecho que ustedes dos también están ayudando a la señorita Howard con su caso.

— En realidad, no— respondió Marcus, incómodo—. No mucho. Aunque es un asunto… interesante.

— La verdad es que nos gustaría conocer su opinión al respecto— dijo la señorita Howard—. Sin compromiso, desde luego. No quiero que lo considere una imposición.

— Por supuesto— respondió el doctor, y por la forma en que lo dijo tuve la impresión de que comenzaba a hacerse una idea de lo que ocurría y de que acabaría involucrándose en el caso.

Convencido de que ya había mordido el anzuelo, el señor Moore se animó y consultó su reloj.

— ¡Estupendo! Pero será mejor que lo discutamos durante la cena. He reservado una mesa en Mouquin’s, y tú vienes con nosotros, Kreizler.

— Bueno, yo…— En los días precedentes, el doctor habría encontrado una manera de declinar la invitación, pero esa noche estaba demasiado intrigado para intentarlo siquiera—. Será un placer.

— Muy bien— dijo el señor Moore—. Y Cyrus no tendrá inconveniente en llevarnos, ¿verdad?

— No, señor— respondió Cyrus con alegría.

El señor Moore se volvió hacia la escalera.

— ¡Stevie!

— Ya voy— respondí mientras bajaba corriendo.

— Prepara el birlocho, por favor— me ordenó-—. Y tú Cyrus, ayuda al doctor a prepararse para una noche en el centro, ¿de acuerdo?

Cyrus asintió y yo corrí a enjaezar a
Frederick
y
Gwendolyn
y a engancharlos al birlocho.

Los demás salieron de la casa en el preciso momento en que yo aparcaba el carruaje frente a la cancela. Le entregué las riendas a Cyrus, y mientras los demás subían al coche, el doctor me recordó que aprovechara el resto de la noche y me acostara temprano.

Una vez que se hubieron alejado, no pude evitar reírme de esa recomendación.

8

La expectación que había sentido durante la tarde volvió a corroerme las entrañas por la noche. Bajé a la cocina y le dije a la señora Leshko que podía retirarse temprano, ya que yo me ocuparía de recoger los vasos del salón. Me dedicó una sonrisa de oreja a oreja y poco faltó para que me arrancara los mofletes en señal de gratitud, a continuación recogió sus cosas y se largó. Subí a la sala, ordené el carrito de las bebidas y bajé los vasos para lavarlos. Luego pasé varias horas arriba estudiando la historia de la antigua Roma y fumando medio paquete de cigarrillos, todo ello interrumpido por alguna que otra excursión a la nevera nueva en busca de algo para picar, varios paseíllos nerviosos y largos intervalos de especulación sobre si el doctor nos ayudaría o no a buscar a Ana Linares.

Después de dejar a los demás en sus respectivas casas, el doctor volvió a la calle Diecisiete a eso de medianoche. Era una hora temprana para los hábitos del grupo, pero en las últimas semanas el doctor no había dedicado mucho tiempo al esparcimiento, de modo que tomé la hora de su regreso como una buena señal. Entró en la casa solo— Cyrus estaba en la cochera ocupándose de los caballos—, y en cuanto lo oí llegar bajé al salón, donde sabía que estaría preparándose una última copa. Había tomado la precaución de ponerme el pijama y una bata, y por las escaleras me revolví el pelo para darle un aspecto enmarañado. Luego hice cuanto pude para parecer soñoliento, bostezando al entrar en el salón, donde encontré al doctor sentado en un sillón con una copa de coñac en la mano, releyendo la carta del señor Roosevelt.

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