— Como verá, señor Picton— dijo el doctor dirigiendo una mirada de advertencia al señor Moore—, nuestro estilo de investigación es bastante inusual. Pero, por favor, prosiga con su relato.
— Desde luego, doctor.— Picton le entregó una carpeta—. Este es el informe del alguacil sobre el incidente. El alguacil se llamaba Jones y ahora está retirado.
El doctor comenzó a leer el documento rápidamente mientras Picton nos informaba a los demás de su contenido con un tono que, amén de estar cargado de nerviosismo, era una demostración del estilo dramático que sin duda adoptaba en los tribunales.
— La señora Hatch declaró que la noche del 31 de mayo de 1894 conducía el carromato familiar hacia su casa después de pasar la tarde comprando comestibles y artículos de jardinería en el pueblo y de llevar a sus hijos al lago Saratoga para que contemplaran la puesta de sol. A eso de las diez y media de la noche, en el camino de Charlton y a unos setecientos metros de su casa, un hombre de color armado con un revólver salió de entre unos arbustos y le exigió que bajara del carro. Ella se negó y trató de seguir su camino, pero el hombre saltó al pescante y la obligó a parar. Al ver a los niños, el hombre dijo que si la señora Hatch no hacía todo lo que él le ordenara les dispararía a los tres. Entonces, pese a encontrarse en un estado cercano a la histeria, la mujer accedió a cumplir las órdenes del agresor.
» Él le dijo que se bajara del coche y se desnudara y ella obedeció. Pero cuando se estaba quitando la ropa interior, la señora Hatch se tambaleó, cosa que indujo a creer al hombre que intentaba huir o alcanzar un arma. El hombre le gritó: “¡Maldita puta, esto caerá sobre tu conciencia!” y disparó a los tres niños. Thomas y Matthew, de tres y cuatro años respectivamente, murieron en el acto. Clara, de cinco años y medio, sobrevivió, aunque quedó en estado de coma. Después de disparar, el hombre saltó del carromato y se perdió en el bosque. La desolada señora Hatch corrió a auxiliar a sus hijos y luego, al comprender la gravedad de la situación, regresó rápidamente a su casa. De inmediato envió a buscar al doctor Lawrence, uno de los médicos locales y forense del pueblo, pero éste no pudo hacer nada. Clara Hatch sobrevivió, pero tardó algún tiempo en recuperar el conocimiento. Cuando lo hizo, se descubrió que había perdido la facultad del habla, así como el uso de la mano y el brazo derechos.
En el despacho sólo se oyeron algunas exclamaciones quedas de tristeza (aunque ninguna de sorpresa) y el sonido del lápiz de Lucius, que tomaba notas.
— ¿La niña recibió un disparo en la cabeza?— preguntó finalmente el doctor.
La pregunta pareció complacer a Picton.
— No, doctor. La bala entró por la parte superior del torso y siguió un curso ascendente, atravesando el cuello.
— Pero eso no tiene sentido— dijo Lucius en voz baja.
— Como tantas otras cosas, detective— respondió Picton—. El capítulo siguiente es el informe del doctor Lawrence.— Entregó otra carpeta al doctor—. Cuando él llegó, la señora Hatch y su ama de llaves habían llevado a los niños a la casa. La señora Hatch estaba histérica y alternaba entre tratar de resucitar a los niños y correr por la casa, (por todas las habitaciones, incluida la de su difunto marido) gritando incoherencias. Lawrence rápidamente determinó que Thomas y Matthew habían muerto y que Clara se encontraba en estado crítico. Informó de ello a la señora Hatch, que reaccionó poniéndose aún más histérica. Le dijo al doctor Lawrence, y me gustaría que los sargentos detectives prestaran especial atención a este detalle, que su esposo siempre había escondido un revólver bajo la almohada y que ella no lo había retirado de allí después de su muerte. Añadió que temía ir a buscar el arma y quitarse la vida; tan grande era su angustia y su sentimiento de culpa por permitir que atacaran a sus hijos. Lawrence le administró láudano para tranquilizarla y ordenó al ama de llaves (la señora Louisa Wright, una viuda que ocupaba ese puesto desde la boda de Libby y Daniel Hatch) que retirara el revólver de la habitación de la señora y se deshiciera de él. Luego hizo lo que pudo por Clara antes de enviarla a un cirujano de Saratoga.
— ¿Redactó un informe sobre las características de las heridas?— preguntó Lucius sin dejar de escribir.
— Sí— respondió Picton pasándole otra carpeta—. Todos habían recibido impactos en el pecho. Las balas destinadas a los niños los habían alcanzado en el corazón, mientras que la de Clara, como he dicho, había atravesado en trayectoria ascendente la parte superior del torso y el cuello, rozando la columna vertebral al salir.
— ¿Y a qué distancia se hicieron los disparos?— preguntó Marcus—. ¿El doctor Lawrence hizo alguna conjetura al respecto?
— Sí— respondió Picton, nuevamente complacido con la pregunta—. Fueron disparos a quemarropa. Había quemaduras de pólvora en la ropa y en la piel de los pequeños.
— ¿Y dónde estaban los niños cuando les dispararon?—-preguntó la señorita Howard.
— Lawrence no se molestó en hacer esa pregunta— respondió Picton mientras abría otra carpeta—-. Y el alguacil Jones tampoco. Como verán, en ningún momento pusieron en duda la versión de la mujer. Pero Jones me telefoneó y me pidió que fuera a la casa, sin duda convencido de que yo también me tragaría la historia de la señora Hatch.
— ¿Y no fue así?— preguntó el doctor.
— No, no— respondió Picton—. Yo me había cruzado con Libby Hatch en varias ocasiones desde mi regreso a Ballston Spa. Allí, al otro lado de Bath Street está la iglesia presbiteriana— señaló hacia la ventana y todos nos volvimos a mirar rápidamente el chapitel de un edificio más viejo y menos lujoso que los de las otras iglesias de High Street—, donde ella y Hatch se casaron y de cuya congregación formaban parte. Yo solía pasear por los alrededores los domingos por la mañana, a la hora de la salida del servicio, y en una ocasión nos presentaron unos amigos comunes.— Picton hizo una pausa y miró sólo a los hombres—. No necesito explicarles cómo se comportó.
— No— respondió el señor Moore estremeciéndose—. Pero ¿qué iba a querer ella de alguien como tú, Rupert?
— Pasaré por alto el insulto implícito en esa pregunta, John— respondió Picton— y sólo diré que a mí también me sorprendieron sus coqueteos y su actitud seductora. Pero mirándolo en retrospectiva, creo que ella pretendía ponerse a buen recaudo para cuando llegara la inevitable crisis.
— ¿Crisis?— preguntó Marcus.
— La muerte de Hatch. Sospecho que ya entonces planeaba matarlo y que procuraba cubrir todos los frentes. Buscaba un amigo en la oficina del fiscal del distrito porque sabía que investigaríamos esa muerte cuando se produjera. Y debo admitir que su estrategia era buena, al menos desde un punto de vista objetivo. Sus conversaciones conmigo se dividían entre interrogatorios sobre los asuntos de la fiscalía y las mismas observaciones astutas y seductoras con las que intentó ganárselos a ustedes, caballeros.— Picton hizo una pausa y miró la iglesia a través de la ventana—. Pero en mi caso se equivocó.
— ¿De veras?— preguntó el doctor, intuyendo que estaba a punto de descubrir un dato útil sobre la personalidad de Picton—. ¿Por qué?
— Verá, doctor— respondió Picton volviéndose a mirarnos—, yo soy inmune a esas estratagemas. Completamente inmune.— Por un instante pareció distraído—. Estoy familiarizado con esa clase de conducta…— Se sacudió con fuerza—. Como cualquiera que haya trabajado en una fiscalía de Nueva York. Sí, me temo que estaba en condiciones de detectar la verdadera naturaleza de la señora Hatch a primera vista.
Noté que el doctor creía en esa última afirmación, pero también noté que no estaba dispuesto a aceptarla como única explicación de las sospechas de Picton. Pero nuestro anfitrión todavía no lo conocía lo suficiente para advertir estos detalles, de modo que prosiguió con su relato:
— Cuando finalmente murió Daniel Hatch, me asaltaron dudas sobre las circunstancias de su muerte, pero no pude hacer nada para aclararlas. El doctor Lawrence determinó que la causa era una inexplicable enfermedad cardíaca, aunque el viejo no había presentado síntomas con anterioridad. El fiscal del distrito se contentó con esa explicación. Pero cuando tirotearon a los niños… En fin, yo quise reunir toda la información posible y me presenté personalmente en casa de los Hatch. Les aseguro que fue una escena horrible, había sangre por todas partes y la pequeña Clara…, pero Libby se había tranquilizado gracias al láudano y decidí interrogarla. Según ella, los niños iban en la parte trasera del carromato junto con los artículos de jardinería. Estaban con la espalda apoyada contra el pescante y Clara tenía al pequeño Thomas en brazos. Libby aseguró que al ver aparecer al atacante les había dicho que se quedaran donde estaban y que ellos habían obedecido.
— Lo que significa— declaró Marcus— que el «asesino» debía de tener unos brazos muy largos.
— Sí— convino Picton—. O bien la mujer se equivocaba, o estaba mintiendo. Desde el pescante era imposible llegar a la parte trasera del carro y disparar a quemarropa al pecho a los tres niños que estaban en el lecho del carromato y mirando en dirección contraria. Y en el improbable caso de que el asesino hubiera conseguido hacerlo, sin duda alguno de los otros niños se habría movido después del primer disparo. Por otra parte estaba la incógnita de por qué el hombre no había matado también a Libby. Al fin y al cabo ella era la única que podía identificarlo. Su explicación fue que el hombre debía de estar loco y que era imposible averiguar por qué hacían las cosas los locos; una respuesta que no inspira mucha confianza. Pero lo más inquietante de todo fue su actitud hacia Clara. Aunque abrazaba y besaba una y otra vez a sus hijos muertos, parecía incapaz de acercarse a su hija, y sus insistentes preguntas al doctor Lawrence sobre si la niña recuperaría el conocimiento parecían obedecer a una variedad de sentimientos. Y en mi opinión, la pena no era el dominante. Había indicios de culpa, aunque eso podría atribuirse a su incapacidad para proteger a sus hijos. Pero a mí me pareció que también sentía miedo.
— ¿El alguacil organizó una cuadrilla de búsqueda?— preguntó el señor Moore.
— De inmediato. Fue fácil encontrar voluntarios y durante la noche y los días siguientes se rastreó toda la región con perros. Se hicieron pesquisas en los pueblos aledaños, y hombres que conocían bien las montañas (unos hombres que en otras circunstancias no se habrían prestado a una búsqueda semejante) buscaron en todos los escondites posibles en las zonas más altas. Este caso encendió los ánimos de los vecinos. Sin embargo, como ya he dicho antes, no se encontró ningún rastro del asesino.
— ¿Y qué hay del dinero?— preguntó la señorita Howard—. Además de usted, alguna otra persona debe de haberse parado a pensar que la señora Hatch se beneficiaría económicamente con la muerte de los niños.
— Habría sido lo más lógico, ¿verdad, Sara?— respondió Picton—. Pero me temo que no fue así. Yo planteé la cuestión sólo una vez ante el fiscal del distrito. Él me respondió que si quería suicidarme profesionalmente siguiendo esa línea de investigación, que lo hiciera, pero que ni él ni ninguna otra persona de su oficina me ayudarían. En los meses siguientes, hice lo que pude. Escribí algunas cartas y, como ya he dicho, revisé los archivos del condado… Pero pocas semanas después Libby se marchó a Nueva York a trabajar para los Vanderbilt. Al fin y al cabo, aquí no tenía ninguna perspectiva, o al menos ninguna apropiada para una mujer activa y ambiciosa como ella. Sólo una pensión modesta, una casa vieja y desvencijada y una hija que requería cuidados y atención constantes y cuya recuperación podía ser larga y penosa.
— A propósito— dijo el doctor—, ¿quién se hizo cargo de la niña?
— Una pareja que vive en el camino a Malta— respondió Picton y volvió a consultar su reloj—. Ya se habían hecho cargo de un par de huérfanos con anterioridad y se ofrecieron a cuidar de Clara. Nos esperan dentro de un rato.
El doctor pareció ligeramente sorprendido, pero también satisfecho.
— Es lógico que la señora Hatch no quisiera ocuparse personalmente de su hija— dijo—. Pero dígame: antes de que ella se marchara, ¿los médicos le aseguraron que Clara no volvería a hablar?
— Sí, en efecto— respondió Picton—. Dijeron que no volvería a hacerlo, aunque hasta yo les pregunté cómo era posible que una herida en las cervicales afectara a la facultad del habla. Pero los médicos de esta zona no son lo que se dice brillantes y en ciertos casos ni siquiera competentes.— Picton cerró su reloj de bolsillo y lo guardó—. Tenemos que irnos— dijo enfilando hacia la puerta—. Me temo que la pareja de la que les he hablado, los Weston, temen que Clara se sienta abrumada por las visitas, de modo que les dije que sólo lo llevaría a usted, doctor. La niña todavía se encuentra en un estado emocional muy delicado y se muestra extremadamente tímida ante los desconocidos, o más bien ante la gente en general. Espero que a los demás no les importe.
— No— dijo la señorita Howard—. Es comprensible.
— Volveremos a mi casa a buscar el coche— dijo Picton al doctor—. En cuanto a los demás, cerca de aquí hay unas caballerizas donde alquilan coches a precios muy razonables. Después de todo, hay muchas otras cosas que hacer y que ver.
— Desde luego— respondió Lucius—. ¿Hay alguna posibilidad de conseguir la pizarra hoy?
— La enviarán esta noche— respondió Picton.
— ¿Y qué me dice de la vieja casa de Hatch?— preguntó Marcus—. Y el carromato, y el arma de Hatch… ¿qué pasó con ellos?
— Pueden inspeccionar libremente la casa y el jardín— respondió Picton—. El señor Wooley, el encargado de las caballerizas, les explicará cómo llegar allí. El carro todavía está en el granero, aunque me temo que está hecho una ruina. Lo del arma es más complicado. Sí, mucho más complicado. La señora Wright me dijo que la envolvió y la arrojó a un pozo ciego que encontrarán detrás del jardín, a unos cien metros cuesta abajo. Si quieren pueden llevarse los documentos— le entregó una pila a Marcus— y repasar los detalles durante el viaje.
— Antes de irnos, permítame hacerle una última pregunta— dijo la señorita Howard—. ¿Sabe si los niños tuvieron una nodriza cuando eran bebés?
— ¿Una nodriza?— repitió Picton—. No, no lo sé. Pero no será difícil averiguarlo. La señora Wright todavía vive en el pueblo. ¿Por qué lo pregunta, Sara?
— Busco una explicación para la edad de los niños. Ha de haber una buena razón para que hayan superado la primera infancia.