Me refiero a un hombre que estaba en el extremo este del andén, como si supiera que al señor Moore le gustaba sentarse en el último vagón y no dudara que nos habría convencido de que lo acompañáramos (lo que en efecto era así). Fumando una pipa como si su vida dependiera de ello, el hombre bajo y pelirrojo se tocaba alternativamente los bigotes y la barba impecables y se pasaba una mano por el también cuidado pelo, todo ello sin dejar de mirar a su alrededor y caminando por el andén como si éste estuviera ardiendo. Sus ojos, que según comprobaría luego eran de un gris muy claro, parecían plateados a la distancia y tenían una expresión a un tiempo resuelta y salvaje. Consultó el reloj por lo menos tres veces mientras el tren se detenía— yo no entendía por qué, a la vista de que ya habíamos llegado— y en cada ocasión volvió a guardarlo con cara de preocupación sólo para seguir fumando y paseándose. Lo perdí de vista mientras nos acercábamos a la puerta de nuestro vagón, pero por alguna razón sabía que ése era el hombre a quien habíamos ido a ver.
Cuando el tren se detuvo con un sonido quejumbroso, el señor Moore se dirigió al resto del grupo.
— Muy bien, escuchadme— dijo con tono apremiante—. Sobre todo tú, Kreizler. Hay algo que no te he dicho sobre Rupert porque temía que si te lo decía no le confiarías el caso. Es verdaderamente brillante, pero…, bueno, lo cierto es que es incapaz de cerrar la boca.
Los demás cambiamos una mirada, y a juzgar por la expresión de nuestras caras, todos estábamos convencidos de que se trataba de una broma.
— ¿Qué quieres decir, Moore?— preguntó el doctor—. Si es demasiado locuaz…
— No— respondió el señor Moore—. Quiero decir que es incapaz de cerrar la boca.
— Desde luego— bromeó Marcus con una risita—. Es abogado.
— No— repitió el señor Moore—. Es algo más… un problema físico. Ha visitado a varios médicos. Es una especie de manía o algo por el estilo. No recuerdo cómo lo llaman.
— ¿Verborrea compulsiva?— adivinó el doctor.
— Eso es— dijo el señor Moore chascando los dedos—. Obra maravillas en los tribunales, pero en una conversación informal puede resultar demasiado…— Al detenerse el tren, el señor Moore chocó contra la puerta cerrada del vagón. Luego comenzó a descender por la escalerilla—. Sólo quería advertiros. Es una excelente persona, pero dice absolutamente todo lo que le viene a la cabeza. De modo que no interpretéis nada de lo que diga como un agravio personal, ¿de acuerdo?
Después de mirarnos uno a uno, el señor Moore hizo una pequeña inclinación de cabeza y lo seguimos al andén.
Rupert Picton seguía paseándose y fumando, con sus grandes ojos plateados llenos de ansiedad. Cuando el señor Moore lo vio, sonrió con sincero afecto.
— ¡Picton!— gritó yendo a su encuentro—. ¡Diantres, amigo, pareces una gata a punto de parir!
— Vuestro tren llega tarde— explicó Picton con una sonrisa, cayendo en la cuenta de que su nerviosismo era demasiado evidente—. Siempre llegan tarde. ¡Hablamos de declarar la guerra a España, pero somos incapaces de hacer que los trenes lleguen a su hora! ¿Cómo estás, John?
— Bien, bien— respondió el señor Moore mientras los demás llegábamos a su lado—. Permite que te presente a los demás. Ésta es la señorita Sara Howard…
— Hola, señor Picton— dijo la señorita Howard tendiendo la mano—. Me temo que yo soy la que inició este desagradable asunto.
— Tonterías, señorita Howard— replicó Picton. Le estrechó la mano con energía y continuó hablando muy rápidamente además de mucho—. No debe verlo de ese modo. Usted no empezó nada; fue Libby Hatch, que después de derramar sangre inocente por primera vez, descubrió que le gustaba hacerlo. Lo que usted ha comenzado es el fin de esta historia siniestra, y debería estar orgullosa de ello. ¡Ah! ¡Doctor Kreizler!— Volvió a tender su mano pequeña e inquieta—. Lo he reconocido por las fotografías que salen en sus libros, señor. Su obra es fascinante, ¡fascinante!
— Gracias, señor Picton. Es muy amable de su parte…
Pero Picton ya se había vuelto hacia Lucius y Marcus. Sonrió y les estrechó la mano a ambos.
— Supongo que ustedes serán los sargentos detectives Isaacson.— Marcus sonrió, pero sólo atinó a decir «vaya, sí» antes de que Picton lo interrumpiera—. No me atribuyan ningún talento especial como detective, aparte del olfato. Huelo un ligero aroma a ácido sulfúrico…
— Lo lamento, señor— dijo Lucius fulminando a su hermano con la mirada—. Si no me hubieran obligado a hacer el análisis de estricnina por segunda vez antes de salir de Nueva York…
— Espero que hayan traído sus aparatos y productos químicos— dijo Picton—. Los necesitaremos. Ahora recojamos sus cosas…
Cyrus y yo, que habíamos encontrado un mozo de cuerda mientras observábamos la escena en la distancia, nos acercamos al grupo por detrás de nuestro anfitrión. Cyrus carraspeó una vez, pero fue más que suficiente para que Picton, que no nos había visto llegar, diera un salto en el aire.
— ¡Cáspita!— exclamó volviéndose hacia Cyrus—. ¿Quién es usted? No me lo diga… John lo mencionó en su carta. Es el ayudante del doctor Kreizler, ¿no? El señor… eh…
— Permita que le presente al señor Cyrus Montrose— dijo el doctor y Picton estrechó la manaza de Cyrus—. Y al señorito Stevie Taggert. Los dos son mis asistentes.
Picton tendió la mano en mi dirección y yo le di la mía para recibir un vigoroso apretón.
— Encantado de conocerlo, señorito Taggert. Bien…— Retrocedió unos pasos, puso las manos en las caderas y estudió al grupo—. Conque éste es el equipo que ha conseguido asustar a esa asesina, ¿eh? Los admiro por ello. Les aseguro que Libby Hatch nunca había tenido motivos para sentirse inquieta en este condado. Subamos el equipaje a mi coche y vámonos a mi casa. ¡Debemos poner manos a la obra lo antes posible! ¡Mozo, sígame!
— ¿A tu casa?— preguntó el señor Moore—. Pero ya he reservado habitaciones en el hotel Eagle…
— Y yo las he cancelado— dijo Picton—. Tengo una casa lo bastante grande para albergar a un regimiento, John; sólo para mí y mi ama de llaves. ¡No permitiré que os alojéis en ningún otro sitio!
— Pero ¿estás seguro de que no será una molestia para ti, Rupert? — preguntó el señor Moore con delicadeza mientras nos dirigíamos hacia un viejo birlocho que aguardaba junto a la estación—. He oído que no te encontrabas bien…
— ¿Que no me encontraba bien?— exclamó Picton—. Estoy tan fuerte como el dólar, o más teniendo en cuenta el valor actual de nuestra moneda. Sé muy bien lo que dijeron en Nueva York antes de que me marchara de allí, John, y reconozco que en esos momentos necesitaba un descanso. Ya sabes que soy una persona hipertensa; no voy a discutirte ese punto. Pero esos rumores de que sufría una crisis nerviosa fueron una estrategia más para desacreditar mis opiniones.
— Sí, estoy familiarizado con esa táctica— dijo el doctor mientras Picton comenzaba a cargar el equipaje en el coche sin dejar de fumar con ansiedad.
— Seguro que lo está, doctor Kreizler— replicó nuestro anfitrión—. ¡Seguro que lo está! Así que también sabrá cuánto cansa… Mis esfuerzos por detener lo que ocurría en las dependencias del fiscal del distrito me dejaron agotado y, como ya he dicho, con los nervios de punta. Pero entre el cansancio y la locura hay mucho trecho, ¿no cree?
— Claro— respondió el doctor lentamente, demasiado lentamente para el señor Picton.
— ¡Exactamente!— exclamó—. Vivimos en un mundo muy curioso, doctor Kreizler, un mundo en el que se etiqueta a un hombre de loco sólo por tratar de sacar a la luz la corrupción más atroz. Bueno, no tiene importancia…— Después de cargar los últimos bultos en el coche, Picton subió al pescante—. ¡Arriba todos! Señor Montrose, espero que a usted y al señorito Taggert no les importe viajar en los estribos. Pueden agarrarse de la capota, y no vamos lejos.
— ¡Por mí estupendo!— dije con alegría; empezaba a disfrutar de la curiosa forma de hablar y de comportarse de Picton.
— Desde luego, señor— respondió Cyrus, y en cuanto los demás se acomodaron en el coche, subió a uno de los estribos.
— ¡Excelentes muchachos!— dijo Picton con una sonrisa, saludándonos con la pipa—. ¡Muy bien, allá vamos!— El coche se puso en marcha, pero ni siquiera habíamos salido del terreno de la estación cuando Picton volvió a la carga—. Como decía, doctor, ese asunto de Nueva York y lo que la gente dijo sobre mí no tiene importancia; no la tiene ahora ni la tendrá en el futuro. El mundo cabalga hacia el infierno a galope tendido, y Nueva York será una de las primeras ciudades en llegar, si es que no lo ha hecho ya, pues yo sospecho que sí. Ésa es una de las razones por las cuales regresé a Ballston. Aquí es posible hacer algún bien de vez en cuando sin tener que preocuparse por los magnates o las autoridades.— Dio varias caladas más a su pipa, soltando una humareda mientras torcía hacia el oeste por una calle que discurría al pie de la empinada colina—. Pero no dejemos que estos temas nos distraigan. Tenemos asuntos más urgentes.— Sacó el reloj y consultó la hora una vez más—. ¡Muy urgentes! Antes que nada, deben acomodarse en sus habitaciones y comer algo. La señora Hastings se encargará de que lo hagan. Es mi ama de llaves.— Cabeceó mientras nos dirigíamos al extremo oeste del pueblo—. Un caso terrible. Ella y su esposo tuvieron un negocio de telas durante casi toda su vida. Pero hace un par de años, tres ladronzuelos no mucho mayores que usted, señorito Taggert, desvalijaron la tienda mientras ella estaba fuera. Mataron a su marido a golpes con una pala. Yo actué como fiscal en el caso, y después ella vino a trabajar para mí. Creo que más por gratitud que por cualquier otra cosa.
— ¿Gratitud?— preguntó la señorita Howard—. ¿Porque usted la ayudó en los momentos difíciles?
— Porque me aseguré de que esos tres jóvenes fueran condenados a la silla eléctrica— respondió Picton—. ¡Ah! Esa es mi casa; la que está al final de la calle.
Picton tenía una casa del tamaño de una mansión en el cruce de Charlton y High Street, no muy lejos de los tribunales y cerca de los antiguos baños Aldridge (convertidos en un albergue) y del Iron Railing Springs, los últimos vestigios de los felices tiempos en que el pueblo era un centro de balnearios. A juzgar por las cuatro torrecillas que coronaban la casa de Picton y por el amplio porche que la rodeaba, el edificio no era tan antiguo como los que habíamos visto en el camino. Sin embargo, su tamaño bastaba para darle un aspecto fantasmagórico, y me pregunté por qué habría decidido vivir solo con su ama de llaves en una casa tan grande. En los jardines delantero y trasero había rosales trepadores y otras enredaderas que habían crecido de manera algo salvaje, además de un par de olmos que parecían bastante más viejos que la casa, todo lo cual acentuaba la impresión de que estábamos en un lugar encantado.
— Mi padre construyó la casa para mi madre— explicó Picton mientras nos acercábamos—. Y hace treinta y cinco años se la tenía como un ejemplo de estilo gótico Victoriano. Pero en la actualidad… Bueno, yo nunca he dado mayor importancia a la moda, así que la he dejado más o menos como estaba. La señora Hastings no deja de darme la lata para que la reforme, pero… ¡Ah, allí está!
Cuando entrábamos en el jardín, por la puerta principal salió una mujer regordeta de unos sesenta años de edad y expresión amistosa. Llevaba un vestido azul y un delantal blanco. Picton tiró de las riendas y saludó a la mujer con una sonrisa.
— ¡Señora Hastings! Ya ve que he conseguido encontrarlos sin problemas. Supongo que las habitaciones de las torres estarán listas.
— Sí, señoría— respondió el ama de llaves con una sonrisa afectuosa mientras se limpiaba con el delantal las manos cubiertas de harina y avena—. Y la comida los está esperando. Bienvenidos, bienvenidos. Tener invitados será como una bocanada de aire fresco.
Picton hizo las presentaciones de rigor, y cuando los demás enfilaron hacia la casa, Cyrus y yo nos quedamos atrás para ocuparnos del equipaje.
— ¿Y bien?— pregunté a mi amigo—. ¿Qué opinas?
— Es todo un personaje— respondió Cyrus cabeceando—. Y el señor Moore no exageró un ápice cuando dijo que no paraba de hablar.
— Me cae bien— declaré mientras echaba a andar hacia la puerta cargado de maletas. Me detuve un instante a mirar los altos muros y las oscuras torrecillas—. Aunque la casa tiene toda la pinta de tener fantasmas— añadí por encima del hombro.
Cyrus sonrió y cabeceó otra vez.
— A ti te caen bien todos los bichos raros— dijo y enseguida se puso serio—. Y no quiero volver a oír hablar de fantasmas.
La planta baja de la casa de Picton tenía un salón que podría haber servido como sala de congresos. Atestada de pesados muebles tapizados en terciopelo dispuesto alrededor de una chimenea de piedra tallada, también contenía los típicos objetos recreativos, como un piano y una mesa de juego. En el centro de la casa había una escalera de roble macizo de aspecto impecable y frente al salón, al otro lado de las escaleras, un enorme comedor con una mesa y un montón de sillas y aparadores, todo en el mismo estilo de los muebles del salón. Las habitaciones de las plantas altas— situadas, como había dicho Picton en las cuatro torrecillas— eran igual de espaciosas; todas tenían su propia chimenea y la mayoría un baño individual. Cuando llegué arriba, los demás ya estaban paseándose para elegir habitación y oí que Picton decía:
— Buena elección, señorita Howard. Es la mejor habitación de la casa. Tiene una excelente vista del jardín y del río.
En la segunda planta oí a los sargentos detectives disputándose otro cuarto, pero no vi por ninguna parte al doctor ni al señor Moore, cuyas maletas cargaba. Entonces oí una conversación en el extremo de un largo pasillo, seguí el sonido y los encontré en una tercera habitación.
— Te juro que no lo sé— decía el señor Moore cuando llegué a la puerta—. Y creo que él tampoco lo sabe; por lo menos, nunca me ha dicho nada.
— La causa puede ser una entre varias manías— respondió el doctor en voz baja—, algunas de ellas degenerativas.— Miró al señor Moore con aparente inquietud—. Nos arriesgamos mucho con este hombre, John.
— Escucha, Laszlo. Eso nunca ha sido un obstáculo para su trabajo. Aunque en situaciones sociales pueda tomarse a risa, en los tribunales es una auténtica ventaja. Es capaz de agobiar a cualquier defensor cuando empieza a…— El señor Moore se interrumpió al verme en la puerta y sonrió, creo que agradecido por la oportunidad de dar por zanjada la conversación con el doctor—. Hola, Stevie. ¿Traes mis cosas, por casualidad?