Clara abrió mucho los ojos y negó enérgicamente con la cabeza como diciendo que aunque no sabía que tales lápices existieran, le gustaría mucho tenerlos.
— Pues sí. De todos los colores que puedas imaginar— dijo el doctor—. Mañana te traeré algunos del pueblo. Porque los necesitas para pintar las cosas tal como son en realidad, ¿no?
Clara asintió.
— Mis amigos y yo también dibujamos de vez en cuando— añadió el doctor señalándonos a Cyrus y a mí—. ¿Te gustaría conocerlos?— Al ver que volvía a asentir, el doctor nos hizo una seña para que nos acercáramos—. Éste es mi amigo Stevie.
— Hola, Clara— saludé con una sonrisa—. ¿Tu amiga también dibuja? — Señalé a la muñeca, ante lo cual Clara negó con la cabeza y apretó los lápices contra su pecho—. Ah, ya entiendo. Dibujar es tu pasatiempo. Que ella se busque uno propio.
Los hombros de Clara comenzaron a moverse de arriba abajo y un sonido ronco que podría haber pasado por una risita salió de la garganta de la niña.
Había llegado la hora de la prueba de fuego y el doctor señaló a Cyrus.
— Éste es mi amigo el señor Montrose— anunció.
Durante unos quince segundos, Clara miró fijamente a Cyrus con una expresión indescifrable. Era evidente que en su cabecita pasaba algo, pero aunque ninguno de los presentes podíamos adivinar qué era, la tranquilidad con que Clara lo miraba demostró que no sentía miedo. Y debería haberlo sentido si la complicada historia de Libby Hatch hubiera sido cierta. Si el violento ataque perpetrado por un misterioso negro hubiera ocurrido realmente en el camino de Charlton, al mirar a Cyrus, Clara habría huido hacia las montañas o al menos se habría escondido bajo las faldas de su madre adoptiva.
Pero no lo hizo.
Cyrus sonrió con cortesía y saludó con una inclinación de cabeza.
— Hola, Clara— dijo con voz particularmente grave y tranquilizadora—. ¿Sabes?, cuando era pequeño una vez dibujé una casa preciosa.— Se arrodilló para mirarla a los ojos—. Pero ¿sabes qué es lo más curioso?
Clara escrutó la cara de Cyrus y luego negó lentamente con la cabeza.
— Lo más curioso es que ahora vivo en esa casa. Es la casa del doctor.
Clara reflexionó durante unos instantes y luego le enseñó el cuaderno de dibujo a Cyrus. En él había una tosca reproducción de la alquería de los Weston. Cyrus sonrió y la niña volvió a emitir una extraña risita.
— Vaya, vaya— dijo nuestro amigo en voz baja—. Conque a ti te ha pasado lo mismo.
Los demás nunca supimos si Cyrus había visto el dibujo antes de contarle esa historia a Clara, ya que él, con esa actitud traviesa y juguetona que adoptaba a menudo, se negó a decírnoslo. Pero eso no importaba. Lo importante es que en cuanto terminó de contarle esa pequeña anécdota, la confianza de la niña se hizo tangible. Clara se volvió y tomó al doctor de la mano, un gesto que arrancó una pequeña exclamación de sorpresa a Ruth Weston y dejó boquiabierto a su marido. Luego la niña puso los dedos del doctor con cuidado sobre el pecho de su muñeca y alzó la vista para mirar a Picton con expresión inquisitiva.
— Pues sí— dijo Picton con una sonrisa—. Sí, Clara. Estoy seguro de que el doctor hará que tu muñeca se sienta mejor. Hacer que los niños se sientan mejor es su trabajo, ¿sabes? Quizá deberías acompañarlo a la casa y enseñarle qué le pasa a tu pequeña.
La niña volvió a coger la mano del doctor, pero antes de marcharse miró a la señora Weston.
— Claro— dijo la mujer leyendo otra pregunta en la cara de la niña—. Iré contigo. Puede que algún otro de tus amigos necesite la atención del doctor.
Los tres se dirigieron a la casa y entraron.
— Es increíble— dijo el señor Weston en voz baja mientras se rascaba la cabeza—. Lleva aquí tres años y nunca la había visto aceptar de este modo a un desconocido.
— Como ya le había dicho, Josiah— repuso Picton—, el doctor Kreizler no es una persona vulgar. Podría decirse que es único en su especialidad, y su especialidad son los casos como el de Clara. Bien, ¿Stevie, Cyrus? ¿Entramos nosotros también?
Cyrus asintió y enfiló hacia la puerta con Picton y Weston. Pero yo permanecí donde estaba.
— Si no le importa, señor— dije—, creo que ya he cumplido mi función aquí. A menos que quieran algo más de mí, me gustaría ir a la casa de Hatch para ver qué hacen los sargentos detectives.
Picton me miró con sorpresa.
— Está a casi cinco kilómetros de aquí.
— Sí, señor. Pero estoy acostumbrado a andar. La encontraré.
— De acuerdo— respondió Picton—. Entonces te veremos en la casa.
Miré a Cyrus, que me demostró su conformidad con un pequeño gesto de asentimiento. Ya había echado a correr por el camino, cuando recordé que no me había despedido y me volví.
— ¡Encantado de conocerlo, señor Weston!— grité.
— ¿Qué?— preguntó el hombre, que seguía confundido por la escena que acababa de presenciar—. Ah, sí, ¡yo también, hijo!— dijo agitando la mano mientras guiaba a Cyrus y a Picton hacia la casa. Una vez que hubieron entrado, corrí a toda velocidad hasta que estuve lo bastante lejos para encender un cigarrillo.
Aún no había recorrido ni la mitad del camino que conducía al pueblo cuando comencé a preguntarme si mi idea de andar cinco kilómetros a solas en esos sombríos parajes había sido verdaderamente brillante. El sol ya rozaba las copas de los árboles, pero los sonidos extraños y huidizos del bosque me habrían inquietado aunque hubiera sido mediodía. Así que cuando llegué a las afueras de Ballston Spa me invadió una curiosa mezcla de alivio y desconsuelo por encontrarme una vez más en la «civilización». Continué andando por Charlton Street, que al igual que Malta Avenue, tomaba su nombre del pueblo al que conducía. Poco después volvía a estar flanqueado de granjas y bosques y avancé en dirección sudoeste por un terreno más despoblado aún que los que había visto al este de Ballston Spa. Todavía debía recorrer dos kilómetros, y aunque estaba decidido a disfrutar de la aventura e impedir que volviera a asaltarme el miedo, debo confesar que bastó el ulular de un solo búho para que pasara de una marcha rápida a una enérgica carrera, y mi nerviosismo creció hasta tal punto que cuando por fin oí voces a lo lejos sonreí de oreja a oreja y derramé algunas lágrimas de alivio.
La sola visión de la vieja casa de los Hatch me produjo un escalofrío y una vez más me pregunté si no debía haberme quedado en la granja de los Weston. Porque si había un sitio diametralmente opuesto a ese feliz paraje, sin lugar a dudas era aquél al que me aproximaba. Las paredes exteriores del viejo edificio de dos plantas no estaban pintadas, sino cubiertas con paneles de madera que con el tiempo habían adquirido un color marrón negruzco, por lo que parecía que la casa entera, aunque seguía en pie, había sido consumida por las llamas. Grandes setos silvestres crecían tanto dentro como fuera de las ventanas rotas de la planta baja. En el patio trasero se alzaba un enorme roble de aspecto siniestro, bajo el cual había unas viejas lápidas rodeadas por una oxidada verja de hierro. El patio delantero, por su parte, se había convertido en un henar y los arces jóvenes y las enredaderas prácticamente impedían ver el desmoronado granero que estaba detrás. Aunque había señales de vida en la puerta delantera y en los jardines— botellas rotas, latas oxidadas, orinales amarillentos y palanganas—, todos estos objetos estaban esparcidos de tal modo que indicaban que la casa se había transformado en sitio de recreo para los jóvenes gamberros de los alrededores. Al fondo del patio había un espacio rectangular que antaño debía de haber sido el jardín y donde los arbustos, la maleza y el propio tiempo le habían ganado la partida a la valla. Finalmente, más allá del último vestigio de la mano humana, estaba el límite del bosque, un bosque que hacía lo posible por avanzar y recuperar su antiguo territorio.
Había oído decir a Picton que el pozo estaba detrás del jardín, de modo que me abrí paso entre la alta hierba y los arbustos hasta que llegué a la cima de la colina, donde empezaba el bosque.
Aunque aún no veía a los demás, los oía, así que me llevé las manos a la boca y grité:
— ¡Sargentos detectives! ¡Señor Moore!
— ¿Stevie?— respondió la voz del señor Moore—. ¡Estamos aquí!
— ¿Dónde es «aquí»?
— ¡Baja y tuerce a la izquierda!— respondió—. ¡Estamos detrás de un pinar!— Mientras seguía esas instrucciones volví a oír la voz del señor Moore—. ¡Maldita sea, Lucius! ¿Qué más da cómo se llamen los pinos?
A medio camino colina abajo avisté al señor Moore y a Marcus, que estaban en mangas de camisa, inclinados sobre un grupo de rocas. En el centro de esas rocas había una abertura apenas lo bastante grande para que pasara un hombre. La tapa de madera del agujero estaba a un lado. El señor Moore y Marcus habían colocado un grueso tronco sobre la abertura y tiraban lentamente de una soga. Por los sonidos que retumbaban en el oscuro interior deduje que Lucius estaba en el pozo.
— ¡Ay!— gritó—. ¡Tened más cuidado, maldita sea!
— ¡Deja de lloriquear, aunque sólo sea por una vez en tu vida!— replicó Marcus.
— ¿Lloriquear? ¡Esa sí que es buena! ¡Soy yo el que está aquí abajo entre la mugre, exponiéndome a Dios sabe cuántas enfermedades…!
Cuando llegué junto al pozo, la coronilla calva de Lucius ya se divisaba a través del agujero. Ayudé a Marcus y al señor Moore a tirar de la soga, Lucius salió y se tendió en el suelo para recuperar el aliento. Estrechaba una bolsa de papel marrón entre sus brazos.
— ¿Es eso?— pregunté—. ¿Es el arma?
— Es un arma— respondió Marcus mientras comenzaba a enrollar la soga alrededor de su brazo—. Y hemos desmontado las piezas del carro donde podría haber balas alojadas. La pared delantera de la caja y el pescante.
Asentí con la cabeza. Entonces noté que faltaba alguien y miré alrededor.
— ¿Dónde está la señorita Howard?— pregunté.
— Ha regresado al pueblo con el coche— respondió el señor Moore—. Quería visitar a la señora Wright, el ama de llaves de los Hatch, para hacerle algunas preguntas. ¿Y qué pasó en la granja de los Weston? ¿Ha ido todo bien? Ah, ¿y no tendrás un cigarrillo, Stevie?
Suspiré (siempre me hacía la misma pregunta, aunque conocía perfectamente la respuesta), saqué el paquete de cigarrillos y se lo tendí primero a él y luego a Marcus y a Lucius.
— Puede que el humo ahuyente a algunas de estas moscas— respondió Marcus espantando a los insectos que comenzaban a congregarse alrededor de nuestras cabezas sudorosas. Encendió su cigarrillo con la cerilla que había prendido yo y sopló una nube de humo que, en efecto, pareció ahuyentar a algunas de las moscas—. ¿El doctor ha visto a la niña?
Asentí con varios movimientos rápidos de cabeza.
— Todo ha salido bien, tan bien que creo que el señor Picton estaba sorprendido. En cinco minutos, el doctor consiguió que la niña lo tomara de la mano y lo llevara a la casa.
— Hummm— dijo el señor Moore con aire dubitativo—. Cogerle de la mano no es lo mismo que hablar… ¿Habéis notado algún indicio de que su enfermedad sea psicológica y no física?
— Bueno, hace algunos sonidos roncos— respondí—. Y se ríe. O algo parecido.
Ese detalle pareció entusiasmar a Marcus.
— Ésa es una prueba concluyente, al menos en mi opinión.— Se volvió hacia su hermano, que seguía tendido en el suelo—. ¿Tú qué crees, Lucius?
— Bien— respondió Lucius lentamente mientras se sentaba—, los sonidos y la risa contradicen la teoría de un traumatismo físico u otra patología que imposibilite el habla. Eso siempre y cuando la bala no haya tocado los órganos de fonación. Según el informe del doctor Lawrence, no hubo lesión cerebral, y ésa suele ser la causa física de la clase de mudez de la que se habló entonces.
— Si no hay lesión o patología físicas— dijo Marcus—, el problema es psicológico.
— Y si es psicológico— terció el señor Moore—, hay grandes posibilidades de que Kreizler lo resuelva.
Marcus asintió y aspiró el humo del cigarrillo con la mirada puesta en lo alto de la colina.
— Echemos otro vistazo a las piezas del carro— dijo comenzando a subir la cuesta.
El señor Moore, Lucius y yo lo seguimos.
— ¿Qué buscamos exactamente?— pregunté.
— Una bala— respondió Marcus. De vez en cuando, las suelas de sus zapatos de calle resbalaban sobre las hojas marchitas y podridas que se habían ido acumulando con los años hasta alfombrar la ladera de la colina—. O, con un poco de suerte, varias balas. Verás, Stevie, en el informe del doctor Lawrence sólo se menciona el orificio de entrada de las dos balas que mataron a Thomas y Matthew Hatch. Estaban muertos cuando el doctor llegó a la casa, así que no entró en detalles. Prestó más atención al itinerario de la bala de Clara porque la niña sobrevivió. Aunque esta última bala siguió un curso ascendente, es posible que esté alojada en alguna parte del carro, probablemente debajo del pescante.
— Pero ¿por qué no interrogamos directamente al doctor Lawrence sobre las balas que mataron a los niños?— pregunté mientras apretaba el paso para no quedarme atrás.
— Ya lo hemos hecho— respondió el señor Moore—, de camino hacia aquí. Lawrence fue forense desde 1884 y vio muchos cadáveres durante su vida profesional. Y como ha dicho Marcus, en este caso su atención se centró en la niña. No sabe si había orificios de salida en la espalda de los niños.
— Lo que nos deja dos opciones— continuó Marcus—, una tediosa y la otra prácticamente imposible. O bien rompemos las piezas pertinentes del carro en pequeños fragmentos para ver si hay una bala en alguna parte, o…
— ¿O?
Marcus suspiró.
— O tratamos de conseguir una orden judicial para exhumar los cadáveres de Thomas y Matthew.
— El problema— explicó el señor Moore— es que el juez querrá consultar con la madre antes de ordenar la exhumación.— Me miró y sonrió—. ¿Estás dispuesto a apostar por una posible reacción de Libby Hatch ante semejante petición, Stevie?
Negué con la cabeza.
— Prefiero no pensarlo.
Apoyados contra un árbol grande del jardín delantero había una tabla de madera de fresno y un viejo y desportillado pescante. Nos reunimos alrededor del árbol y miramos fijamente esos objetos.
— Hay algo que todavía no entiendo— dijo el señor Moore—. Si Libby disparó a los niños, ¿no habría hecho lo posible para deshacerse del carro y con él de las balas?