El Año del Diluvio (43 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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El horizonte oriental está brillando; la niebla se levanta de los árboles. El rocío brilla en las matas de lumirrosas, haciendo espejo de la tenue luz espectral de sus flores. La dulzura del prado húmedo respira en torno a ellas. Los pájaros están empezando a revolotear y piar; en las ramas desnudas, los buitres extienden sus alas para secarlas. Una pavoceta bate sus alas hacia ellas desde el sur, planea sobre el prado y desciende en picado para posarse en el borde de la piscina, ahora cubierta con una capa verde.

A Toby se le ocurre que puede que no vuelva a admirar esa vista. Es asombroso cómo el corazón se aferra a cualquier cosa familiar, gimoteando: «Es mío, es mío.» ¿Ha disfrutado de su estancia obligada en el balneario de AnooYoo? No. Pero ahora es su territorio: ha dejado las células muertas de su piel por todas partes. Un ratón lo comprendería: es su nido.
Despedida
es la canción que entona el Tiempo, decía Adán Uno.

En algún sitio, los perros están ladrando. Ella los ha oído a intervalos en los últimos meses, pero hoy suenan más cerca. No le hacía gracia. Sin nadie para alimentarlos, cualquier perro que queda seguro que se ha vuelto salvaje.

Había subido al tejado antes de salir para examinar los campos. No había cerdos, ni mohair, ni leoneros. Al menos a la vista. Qué poco he podido ver, piensa. El prado, la senda, la piscina, el jardín. El linde del bosque. Le gustaría evitar adentrarse entre los árboles. La naturaleza puede ser estúpida como ella sola, decía Zeb, pero es más lista que tú.

Piensa en el bosque, con sus cerdos escondidos y los leoneros. Y también
painballers,
por lo que sabe. No me obliguéis. Puede que sea rosa, pero tengo un rifle. Y balas también. Tienen más alcance que un pulverizador. Así que largaos, capullos.

El territorio del balneario y su perímetro boscoso están separados de Heritage Park por una valla rematada por alambre de espino electrificado, aunque la electricidad ya no funciona. Cuatro puertas, este, oeste, norte, sur, con senderos serpenteantes que las conectan. El plan de Toby es pasar la noche junto a la puerta oriental. No está demasiado lejos para que Ren camine: todavía no está lo bastante fuerte para caminatas heroicas. A la mañana siguiente, pueden empezar a avanzar de manera gradual hacia el mar.

Ren todavía cree que encontrarán a Amanda. La encontrarán, y Toby disparará a los
painballers
dorados con el rifle, y luego Shackleton, Crozier y Oates reaparecerán de donde se hubieran escondido. Ren todavía no está libre de los efectos de su enfermedad. Quiere que Toby la cure y que le solucione todo, como si ella fuera todavía una niña; como si Toby fuera aún Eva Seis, con poderes adultos mágicos.

Pasan junto al monovolumen rosa accidentado, doblan la curva de una carretera, otros dos vehículos: un coche solar, otro tamaño todoterreno que tragaba basuróleo. Se percibe un olor oxidado y dulce mezclado con el olor a chamuscado.

—No mires dentro —dice Toby a Ren cuando pasan.

—No te preocupes —dice Ren—. Vi muchas cosas así en las plebillas, cuando veníamos desde el Scales.

Más lejos hay un perro: un spaniel, muerto no hace mucho. Algo lo ha desgarrado: las moscas zumban sobre las entrañas, pero todavía no hay buitres. El animal que lo haya matado seguramente volverá a su presa: los depredadores no desperdician. Toby atisba los matorrales del lado del camino: las enredaderas están creciendo casi audiblemente, bloqueando la vista. Qué montón de kudzu.

—Deberíamos caminar más deprisa —dice.

Pero Ren no puede caminar más deprisa. Está cansada, la mochila le pesa demasiado.

—Creo que me está saliendo una ampolla —dice.

Se detienen bajo un árbol para tomar un trago de Zizzy Froot. Toby no puede sacudirse la sensación de que algo está agazapado en las ramas, esperando a saltar sobre ellas. ¿Los leoneros pueden trepar? Se obliga a calmarse, a respirar más profundamente, a tomarse su tiempo.

—A ver esa ampolla —le dice a Ren.

Todavía no es una ampolla. Rasga un trozo de su mono y lo usa para envolver el pie de Ren. El sol está a las diez. Se ponen los monos y Toby embadurna sus caras con más SolarNix; luego las rocía con SuperD.

Ren empieza a renquear antes de que lleguen a la siguiente curva de la carretera.

—Atajaremos por el prado —dice Toby—. Es más corto por aquí.

Santa Rachel y Todas las Aves
Santa Rachel y Todas las Aves
Año 25

De los dones de santa Rachel; y de la libertad del espíritu

Narrado por Adán Uno

Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos compañeros mortales:

¡Qué causa de regocijo es este mundo reorganizado en el cual nos encontramos! Es verdad, hay cierta... no digamos «decepción». Los escombros dejados por el Diluvio Seco, como los que deja cualquier diluvio al retirarse, no son atractivos. Pasará tiempo hasta que aparezca nuestro ansiado Edén, amigos.

Ahora bien, qué privilegiados somos de ser testigos de estos primeros momentos preciosos de renacimiento. Cuánto más nítido está el aire ahora que la contaminación del hombre ha cesado. Este aire recién limpiado es para nuestros pulmones como el aire de las nubes es para los pulmones de las aves. ¡Qué ligeras, qué etéreas han de sentirse al volar sobre los árboles! Durante siglos, las aves se han relacionado con la libertad del espíritu, en contraposición a la pesada carga de la materia. ¿Acaso la paloma no simboliza la gracia, que todo lo perdona, que todo lo acepta?

Es en el espíritu de ese espíritu de gracia que damos la bienvenida en nuestro viaje a tres compañeros mortales: Melinda, Darren y Quill. Han escapado por milagro del Diluvio Seco al haberse hallado providencialmente aislados: Melinda en una clínica de yoga y adelgazamiento en lo alto de una colina, Darren en un pabellón de aislamiento hospitalario y Quill en una celda. Nos regocijamos de que aparentemente ninguno de los tres haya estado expuesto a la contaminación viral. Aunque no comparten nuestra fe —o todavía no comparten nuestra fe en el caso de Quill y Melinda— son nuestros compañeros animales; y nos alegramos de ayudarlos en este momento común de juicio.

Estamos también agradecidos por esta morada temporal, que, aunque es una antigua franquicia de Happicuppa, nos ha amparado del sol abrasador y la tormenta inclemente. Gracias a las habilidades de Stuart —en especial, su conocimiento del cincel— hemos conseguido entrar en el almacén, procurándonos así acceso a muchos productos Happicuppa: el sucedáneo de leche deshidratada, el jarabe con aroma de vainilla, el mokaccino mix y los envases individuales de azúcar, tanto sin refinar como blanco. Todos conocéis mi opinión sobre los productos de azúcar refinado, pero hay tiempos en que las reglas deben adaptarse. Gracias a Nuala, nuestra indomeñable Eva Nueve, por la habilidad con la que ha improvisado un nutritivo refrigerio.

Recordamos en este día que estaba en contravención directa del espíritu de santa Rachel. Sus productos crecidos al sol, pulverizados con pesticidas, destructores de hábitat forestal eran la mayor amenaza de las criaturas emplumadas de Dios en nuestros tiempos, igual que el DDT fue su mayor amenaza en los tiempos de santa Rachel Carson. Fue en el espíritu de santa Rachel que algunos de nuestros antiguos miembros más radicales se unieron a campañas militantes contra Happicuppa. Otros grupos estaban protestando por el tratamiento de los trabajadores indígenas, pero aquellos ex jardineros protestaban por sus políticas contrarias a la vida de las aves. Aunque no podíamos aprobar los métodos violentos, respaldamos la intención.

Santa Rachel consagró su vida a los que tienen plumas, y por lo tanto al bienestar de todo el planeta, porque cuando las aves enfermaban y se extinguían, ¿no indicaba esto el agravamiento de la enfermedad de la vida en sí? Imaginad la pena de Dios al contemplar el sufrimiento de Sus más exquisitas y melodiosas creaciones emplumadas.

Santa Rachel fue atacada por las poderosas corporaciones químicas de la época, y desdeñada y puesta en la picota por decir la verdad, pero su campaña prevaleció al fin. Por desgracia, la campaña contra Happicuppa no tuvo el mismo éxito, pero ese problema lo ha solucionado ahora un poder mayor: Happicuppa no ha sobrevivido al Diluvio Seco. Como lo expresaban las Palabras Humanas de Dios en Isaías 34: «De generación en generación quedará arruinada, y nunca jamás habrá quien pase por ella... Allí anidará la víbora, pondrá, incubará y hará salir del huevo. También allí se juntarán los buitres.» Y así ha ocurrido. Ahora mismo, amigos, la selva debe estar regenerándose.

Cantemos.

Cuando Dios despliegue sus alas lucientes

Cuando Dios despliegue sus alas lucientes

y vuele desde el azul del Cielo,

aparecerá como paloma

de tonos puros y centelleantes.

Después del cuervo adoptará la forma

para mostrarnos que hay belleza

en todos los pájaros que ha hecho,

los antiguos y también los nuevos.

Irá con cisnes, volará con halcones,

con la cacatúa y la lechuza,

el coro del alba cantará,

cazará con las aves acuáticas.

Se presentará luego igual que un buitre,

el pájaro sagrado de antaño,

que come la muerte y corrupción,

y con ello restaura la vida.

Bajo Sus alas hallaremos refugio,

nos librará de trampas y redes;

caer el gorrión verán sus ojos,

del águila marcarán la tumba.

Porque quienes derraman sangre de pájaro

por simple placer y diversión

la santa paz de Dios asesinan,

la que bendijo el séptimo día.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

68
Ren. San Chico Mendes, mártir

Año 25

Caminamos por el prado relumbrante. Hay un zumbido como de un millar de minúsculas vibraciones; enormes mariposas rosas flotan alrededor. El aroma de trébol es muy fuerte. Toby anda a tientas con el palo de su fregona. Yo trato de fijarme en dónde piso, pero hay muchos baches y tropiezo, y cuando miro veo que es una bota. Se escabullen los escarabajos.

Más adelante hay algunos animales. No estaban allí hace un minuto. Me pregunto si habían estado tumbados en la hierba y luego se habían levantado. Me quedo atrás, pero Toby dice:

—No pasa nada, sólo son mohair.

Nunca he visto uno vivo antes, sólo en la red. Se quedan allí mirándonos, moviendo las mandíbulas de un lado a otro.

—¿Me dejarán que los acaricie? —digo.

Son azules y rosa y plateados y violeta; parecen caramelo o nubes en un día soleado. Muy alegres y pacíficos.

—Lo dudo —dice Toby—. Hemos de caminar más deprisa.

—No nos tienen miedo —digo.

—Deberían tenerlo —dice Toby—. Venga, vámonos.

Los mohair nos vigilan. Cuando estamos más cerca de ellos, se reúnen y se alejan lentamente.

Al principio, Toby dice que vamos a la puerta oriental. Luego, después de que caminamos un rato por el camino pavimentado, dice que está más lejos de lo que pensaba. Empiezo a marearme, porque hace mucho calor, sobre todo dentro del mono, así que Toby dice que nos dirigiremos hacia los árboles que hay al final del prado porque se estará más fresco allí. No me gustan los árboles, está demasiado oscuro, pero sé que no puedo quedarme en el prado.

Hay más sombra bajo los árboles, pero no hace más frío. Hay humedad, y no hay brisa, y el aire es denso, como si contuviera más aire que otro aire. Pero al menos estamos protegidas del sol, así que nos quitamos los monos y caminamos por el sendero. Noto ese rico olor profundo de la madera podrida, el olor a hongo que recuerdo de los Jardineros, cuando íbamos al parque por San Euell. Las enredaderas han ganado terreno a la grava, pero hay muchas ramas rotas y pisadas, y Toby dice que alguien más ha pasado por allí; aunque no hoy, porque las hojas se han mustiado.

Hay cuervos más adelante, armando bulla.

Llegamos a un arroyo con un puentecito. El agua se riza sobre las piedras, y veo pececitos de agua dulce. En la orilla opuesta hay signos de tierra removida. Toby se queda quieta, gira el cuello para escuchar. Luego cruza el puente y observa el agujero cavado.

—Jardineros —dice— o alguien listo.

Los Jardineros te enseñaban que nunca hay que beber directamente de un arroyo, y menos de uno que esté cerca de una ciudad: había que hacer un agujero al lado, así el agua se filtraba al menos un poco. Toby tiene una botella vacía, de la que hemos estado bebiendo. La llena en el abrevadero, de manera que sólo la capa superior del agua entra en la botella: no quiere lombrices ahogadas.

Delante, en un pequeño claro, hay setas. Toby dice que son lengua de vaca
(Hydnum repandum)
y que eran una variedad otoñal, cuando todavía había otoño. Las cogemos, y Toby las guarda en una de las bolsas de tela, y cuelga la bolsa fuera de la mochila para que las setas no se aplasten. Luego continuamos.

Lo olemos antes de verlo.

—No grites —dice Toby.

Por esto han estado graznando los cuervos.

—Oh, no —susurro.

Es Oates. Está colgado de un árbol, retorciéndose lentamente. Le han pasado la soga por debajo de los brazos y la han atado a la espalda. No lleva ropa alguna, salvo calcetines y zapatos. Esto lo empeora, porque así parece menos una estatua. Tiene la cabeza echada hacia atrás, demasiado lejos porque le han cortado la garganta; los cuervos vuelan en torno a ella, buscando desesperadamente un punto de apoyo. El pelo rubio de Oates está apelmazado. Veo una herida abierta en la espalda, como las de los cadáveres que abandonaban en los solares después de un robo de riñón. Pero estos riñones no los han robado para ningún trasplante.

—Alguien tiene un cuchillo muy afilado —observa Toby.

Ahora estoy llorando.

—Han matado al pequeño Oatie —digo—. Estoy mareada.

Me derrumbo en el suelo. Ahora mismo no me importa si me muero aquí: no quiero estar en un mundo donde hacen algo así a Oates. Es injusto. Estoy tragando aire a enormes bocanadas, llorando tanto que apenas veo.

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