El Año del Diluvio (47 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, Zeb, Shackie, Katuro y Rinoceronte Negro ya han salido, pero Rebecca le cuenta a Toby que Zeb le ha dibujado en el viejo arenero de los niños un mapa donde están la cabaña y la orilla, para que se oriente. Toby lo estudia un buen rato con una extraña expresión en el rostro, una especie de sonrisa triste. Aunque quizá sólo lo ha estado memorizando. Luego lo borra.

Después de desayunar, Rebecca nos da un poco de carne seca, y Pico de Marfil saca dos hamacas ligeras para nosotras porque no es seguro dormir en el suelo, y llenamos nuestras botellas de agua del pozo que han cavado. Toby deja allí un puñado de cosas —sus botellas de adormidera, sus hongos, su contenedor de lombrices, todo el material médico—, pero se lleva la olla, el cuchillo, las cerillas y un poco de cuerda, porque no sabemos cuánto tardaremos. Rebecca la abraza y dice:

—Ten cuidado, cariño.

Y salimos. Caminamos y caminamos; a mediodía paramos a comer. Toby está escuchando todo el tiempo: demasiados cantos de aves de las malas, como cuervos —o si no ningún canto—, significa cuidado, dice. Pero todo lo que oímos son trinos de fondo.

—Fondo de pantalla de pájaros —dice Toby.

No paramos de caminar, y comemos otra vez, y caminamos un poco más. También hay muchas hojas; te quitan aire. Además, me pone nerviosa porque la última vez que caminamos por un bosque nos encontramos a Oates colgado.

Cuando anochece, elegimos unos árboles altos, instalamos las hamacas y nos subimos. Pero me cuesta dormir. Entonces oigo cantar. Es hermoso, pero no es un canto normal: es claro, como el cristal, pero con capas. Suena a campanas.

El canto se desvanece, y creo que quizás eran imaginaciones mías. Y entonces, pienso, serán las personas azules: ha de ser así como cantan. Imagino a Amanda entre ellos: la están alimentando, cuidando, maullándole para curarla y reconfortarla.

Es pura ficción. Imaginaciones. Sé que no debería hacerlo: debería enfrentarme a la realidad. Pero la realidad es demasiado oscura. Hay demasiados cuervos.

Los Adanes y las Evas solían decir: «Somos lo que comemos», pero yo prefiero decir: «Somos lo que deseamos», porque si no puedes desear, para qué molestarte.

San Terry y Todos los Caminantes
San Terry y Todos los Caminantes
Año 25

Del estado del caminante

Narrado por Adán Uno

Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos moradores de este peligroso camino que es ahora nuestra senda por la vida:

¡Cuánto tiempo ha pasado desde ese último Día de San Terry en nuestro querido Jardín del Edén del Tejado! No nos dimos cuenta entonces de lo mucho mejores que eran aquellos tiempos, comparados con los días oscuros que ahora vivimos. Disfrutábamos de la perspectiva desde nuestro pacífico jardín y, por más que fuera una perspectiva de barrios bajos y crimen, la contemplábamos desde un espacio de restauración y renovación, floreciendo con nuestras plantas inocentes y nuestras abejas industriosas. Levantamos nuestras voces para cantar, seguros de que prevalecería, porque nuestros objetivos eran valiosos y nuestros métodos carentes de malicia. Eso creíamos, en nuestra inocencia. Muchas cosas deplorables han ocurrido desde ese momento, pero el espíritu que nos emocionaba entonces sigue presente.

El Día de San Terry está dedicado a Todos los Caminantes, el primero de todos ellos san Terry Fox, quien tanto corrió con una pierna mortal y otra metálica; quien estableció un brillante ejemplo de coraje ante unas circunstancias tan abrumadoramente adversas; quien nos mostró lo que el cuerpo humano puede hacer en los medios de locomoción sin combustibles fósiles; quien corrió contra la mortalidad, y al final superó su propia muerte y vive en nuestro recuerdo.

En este día recordamos, también, a santa Sojourner Truth, guía de esclavos huidos hace dos siglos, que caminaban muchos kilómetros sin más orientación que las estrellas; y los santos Shackleton y Crozier, de fama antártica y ártica; y san Laurence
Titus
Oates de la expedición Scott, que caminó hasta donde ningún hombre había caminado antes, y que se sacrificó durante una tormenta por el bien de sus compañeros. Que sus inmortales últimas palabras sean una inspiración para nosotros en nuestro viaje: «Voy a salir un momento y a hacer tiempo.» Los santos de este día son todos caminantes. Sabían muy bien que era mejor viajar que llegar, siempre y cuando viajemos con fe inquebrantable y por motivos no egoístas. Mantengamos esa idea en nuestros corazones, amigos míos y compañeros viajeros.

Es adecuado que recordemos a aquellos que perdimos hasta el momento en este camino. Darren y Quill han sucumbido a una enfermedad, los primeros síntomas de la cual son motivo de grave aprensión. A petición suya los dejamos atrás. Les dimos las gracias por mostrar esa preocupación digna de elogio.

Philo ha entrado en estado de barbecho, y está en paz encima de un garaje, una ubicación que tal vez le recuerda nuestro propio querido Jardín.

No deberíamos haber permitido que Melissa se rezagara. Por mediación de una manada de perros salvajes, ha hecho su presente definitivo a sus compañeros animales, y se ha convertido en parte del gran baile de las proteínas de Dios.

Pongamos luz en torno a nuestros corazones.

Cantemos.

El último kilómetro

Es
más largo el último kilómetro,

es allí que flaqueamos;

para correr perdemos fuerzas,

dudamos de la esperanza.

¿Volveremos de esta oscura senda,

con ampollas y agotados,

cuando ya no nos queda la fe

y todo parece triste?

¿Dejaremos el camino estrecho,

carretera secundaria,

por lo rápido y el placer falso,

autopista destructora?

¿Nos quitarán la vida enemigos,

enterrarán el mensaje?

¿Y apagarán con guerras y luchas

la antorcha que acarreamos?

Sucios viajeros, tened ánimo:

por más que nos desaniméis,

por más que caigáis en el camino,

llegaréis hasta el altar.

Corramos, aunque el ojo se nuble

y el coro se debilite;

nos aplaude la naturaleza

para otra vez darnos fuerzas.

Porque en el esfuerzo está la meta,

así somos apreciados;

nos define el alma peregrina,

por ella somos medidos.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

74
Ren. San Terry y Todos los Caminantes

Año 25

Cuando me despierto, Toby ya está sentada en su hamaca, haciendo unos estiramientos de brazos. Me sonríe: está sonriendo más últimamente. Quizá lo hace ahora para animarme.

—¿Qué día es hoy? —dice.

Pienso un momento.

—San Terry, Santa Sojourner —digo—. Todos los Caminantes.

Toby asiente.

—Deberíamos hacer una pequeña meditación —dice—. El camino por el que andarán hoy nuestros pies será peligroso; necesitaremos paz interior.

Cuando cualquiera de los Adanes y las Evas te dice que hagas una meditación, no dices que no. Toby baja de la hamaca, y yo me quedo vigilando por si hay sorpresas mientras ella se coloca en la posición de loto: es muy flexible para la edad que tiene. Cuando llega mi turno, aunque me pongo en posición doblándome como si fuera de goma, no consigo hacer la meditación correctamente. No puedo cumplir con las tres primeras partes: la disculpa, la gratitud, el perdón; lo más difícil es la parte del perdón, porque no sé a quién he de perdonar. Adán Uno diría que tengo demasiado miedo y rabia.

Así que pienso en Amanda, y en todo lo que ha hecho por mí, y en que yo nunca he hecho nada por ella. En cambio me permití sentirme celosa de ella por Jimmy, pese a que lo de Jimmy no fue culpa suya de ninguna manera. Y eso no fue justo. He de encontrarla, y rescatarla de lo que le esté ocurriendo. Aunque quizá ya está colgada de un árbol y ya le han cortado partes de su cuerpo, como le pasó a Oates.

No quiero imaginarlo, así que me imagino caminando hacia ella porque es lo que tengo que hacer.

No es sólo el cuerpo el que viaja, decía Adán Uno. También viaja el alma. Y el final de un viaje es el principio de otro.

—Ahora estoy preparada —le digo a Toby.

Me como una parte de la carne seca de mohair, bebo un poco de agua y escondo las hamacas bajo un arbusto para no tener que cargarlas. Eso sí, hemos de llevar las mochilas, dice Toby, con la comida y las cosas. Luego miramos a nuestro alrededor para asegurarnos de que no hemos dejado rastros obvios. Toby revisa el rifle.

—Sólo necesitaré dos balas —dice.

—Si no fallas —digo.

Una para cada
painballer:
imagino las balas surcando el aire, justo hacia ¿qué? ¿Un ojo? ¿Un corazón? Me hace estremecer.

—No puedo permitirme fallar —dice ella—. Tienen un pulverizador.

Entonces nos reincorporamos a la senda y continuamos en dirección al mar, hacia donde oía las voces que salían de la noche.

Al cabo de un rato oímos aquellas voces, pero no están cantando, sólo hablando. Hay olor a humo —una hoguera— y niños riendo. Es la gente hecha a medida de Glenn. Tienen que ser ellos.

—Camina despacio —me dice Toby en voz baja—. Las mismas reglas que con los animales. Quédate muy tranquila. Si hemos de irnos, retrocedemos, no nos damos la vuelta y corremos.

No sé lo que espero ver, pero no es lo que veo. Hay un calvero, y en el calvero hay un fuego, y en torno al fuego hay gente, quizá treinta personas. Son todos de colores diferentes —negros, marrones, amarillos y blancos—, pero ninguno es viejo. Y ninguno va vestido.

Un campamento nudista, pienso. Pero sólo es un chiste que me cuento a mí misma. Tienen demasiado buen aspecto, son demasiado perfectos. Parecen anuncios de los balnearios de AnooYoo. Con implantes mamarios y totalmente cerúleos, sin rastro de vello corporal. Desepitelizados. Aerografiados.

En ocasiones no puedes creer en algo hasta que lo ves, y esas personas eran así. No podía creer que Glenn lo hubiera hecho; no creía lo que me había contado Croze, aunque él los había visto. Pero ahora aquí están, justo delante de mí. Es como ver unicornios. Quiero oírles maullar.

Cuando nos localizan —primero uno de los niños, después una mujer, luego el resto—, dejan lo que estaban haciendo para mirarnos, todos juntos. No tienen aspecto asustado ni amenazante: parecen interesados pero plácidos. Es como que te miren los mohair, y están mascando igual que los mohair. Lo que estén comiendo es verde: un par de los niños están tan asombrados por nosotros que se quedan con la boca abierta.

—Hola —dice Toby. A mí me dice—: Quédate aquí.

Camina hacia delante. Uno de los hombres se levanta —estaba acuclillado detrás del fuego— y se coloca delante de los demás.

—Saludos —dice—. ¿Eres amiga de Hombre de las Nieves?

Puedo oír a Toby ponderando sus opciones: ¿quién es Hombre de las Nieves? ¿Si responde sí, pensarán que es una enemiga? ¿Y si responde que no?

—¿ Hombre de las Nieves es bueno? —pregunta Toby.

—Sí —dice el hombre. Es más alto que los demás, y parece ser su portavoz—. Hombre de las Nieves es muy bueno. Es nuestro amigo. —Los demás asienten con la cabeza, sin dejar de mascar.

—Entonces nosotras también somos amigas suyas —dice Toby—. Y también somos amigas vuestras.

—Sois como él —dice el hombre—. Tenéis piel extra, como la suya. Pero no tenéis plumas. ¿Vivís en un árbol?

—¿Plumas? —dice Toby—. ¿En su piel extra?

—No, en la cara —dice el hombre—. Vino otro como Hombre de las Nieves. Con plumas. Y otro con él que tenía plumas más cortas. Y una mujer que olía azul pero que no actuaba azul. Quizá la mujer que va contigo es así.

Toby asiente como si lo entendiera todo. Quizá lo entiende. Nunca sé muy bien qué es lo que entiende.

—Huele azul —dice otro hombre—. La mujer que te acompaña.

Ahora todos los hombres están olisqueando en mi dirección, como si yo fuera una flor o un queso. Varios de ellos hacen gala de unas enormes erecciones azules. Croze me lo había advertido, pero nunca había visto nada semejante, ni siquiera en el Scales, donde algunos de los clientes iban con pintura de cuerpo y extensores. Varios de los hombres producían un extraño zumbido, como los que haces cuando pasas el dedo por el borde de una copa de cristal.

—Pero la otra mujer que vino se asustó cuando le cantamos y le ofrecimos flores, y cuando la señalamos con nuestros penes —dice el jefe.

—Sí. Los dos hombres también se asustaron. Se fueron corriendo.

—¿Era muy alta? —pregunta Toby—. La mujer. ¿Más alta que ésta? —Me señala a mí.

—Sí. Más alta. No estaba bien. Y estaba triste. Habríamos maullado sobre ella y se habría sentido mejor. Luego podríamos haber copulado con ella.

Ha de ser Amanda, pienso. O sea que sigue viva, aún no la han matado. Démonos prisa, quiero gritar. Pero Toby todavía no se va a ninguna parte.

—Queríamos que eligiera con qué cuatro de nosotros copularía —dice el principal—. Quizá la mujer que te acompaña elegirá. ¡Huele muy azul!

Al oír esto, todos los hombres sonríen —tienen dientes blancos y muy brillantes— y sus penes me apuntan y van de lado a lado como colas de perro contento.

¿Cuatro? ¿Todos a la vez? No quiero que Toby dispare a ninguno de estos hombres —parecen muy amables y están de buen ver—, pero no quiero que se me acerquen esos penes azul brillante.

—En realidad mi amiga no es azul —dice Toby—. Es sólo la piel extra. Se la dio una persona azul. Por eso huele azul. ¿Adónde se fueron los dos hombres y la mujer?

—Fueron por la costa —dice el jefe—. Y luego, esta mañana, Hombre de las Nieves fue a buscarlos.

—Podemos mirar debajo de la segunda piel y ver lo azul que es.

—Hombre de las Nieves tiene un pie herido. Maullamos sobre él, pero necesita más maullidos.

—Si Hombre de las Nieves estuviera aquí, descubriría lo del azul. Nos diría cómo tenemos que actuar.

—El azul no ha de desperdiciarse. Es un regalo de Crake.

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