El año que trafiqué con mujeres (21 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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No. Las meretrices de lujo no se sienten afectadas por la regularización de la prostitución en Cataluña. En el otro extremo, las rameras del Barrio Chino de Barcelona, o las que cada noche se dan cita en los alrededores del Nou Camp, tampoco. En estos enclaves de la prostitución callejera mas siniestra y miserable, como ocurre en la Casa de Campo madrileña o El Grao valenciano, al cliente se le llama «calcuta», y nadie más que la furcia y su clitilo controla cuántos «calcutas» tiene que sufrir cada ramera diariamente. Además, la afluencia de la inmigración ¡legal ha hecho que mientras las mafias nutren de pelandruscas extranjeras a los clubes de alteme, hasta el extremo de que actualmente el 95 por ciento de las chicas que se prostituyen en puticlubs son inmigrantes, las cortesanas españolas se concentran en pisos clandestinos o en la prostitución callejera. Y si las extranjeras se sienten incómodas con la idea de reconocer públicamente —O de cara al fisco— que ejercen el «oficio» más antiguo del mundo, mucho peor lo llevan las españolas, que bajo ningún concepto desean que sus familias o vecinos descubran su doble vida.

Ellas, las chicas de la calle, las «samaritanas del amor», se llevan la peor parte en este negocio. Son las grandes perdedoras en el mundo de la prostitución. Drogodependientes, violadas, humilladas... para ellas, la idea de la regulación de su trabajo simplemente suena como un cuento de hadas. Y las redes de crimen organizado, que controlan con ferocidad la mayoría de esas calles, se ocupan de que ese cuento de hadas continúe siendo sólo una hermosa ficción. A medida que profundizaba en mi investigación, iría conociendo más y mejor la trastienda de la prostitución callejera. Murcia sería testigo de ello.

El oscuro color del terror

Mientras yo realizaba mis investigaciones en Madrid, Cataluña, Zaragoza, Galicia o Andalucía, no dejaba de recordar a Susy, la chica nigeriana prostituida en las calles murcianas. De vez en cuando, y siempre a partir de las once de la noche, telefoneaba al número de su amiga, para poder hablar con ella. Tenía que mantener fresco nuestro contacto para que no se olvidase de mí antes de volver a verla. Pero Susy recordaba perfectamente mi demostración de «poderes mágicos», y siempre me dio la impresión de que su alegría al escuchar mi voz era sincera. Y eso aún me hacía sentir más culpable. Sobre todo cuando empezó a ser ella la que me telefoneaba a mí cuando se sentía triste, Le dejé mi número y le pedí que me llamase siempre que necesitase hablar con alguien. Lo malo es que Susy, por causa de su trabajo nocturno, sólo podía telefonearme entre las once de la noche y las seis de la mañana. Y lo habitual es que me llamase hacia última hora de su tumo «laboral». Lo que solía incomodar a mis compañeros de piso.

Volví a Murcia apenas diez días después de nuestro primer encuentro, y seguía donde la dejé. Ofreciéndose semidesnuda a los hombres que merodean por los alrededores del Eroski, en busca de carne joven para saciar su apetito sexual. De nuevo, repetí la operación ideada para poder llevarla a mi hotel y grabar con más tranquilidad una nueva entrevista con ella. En nuestro segundo encuentro, y por segunda vez, volví a recurrir al ilusionismo para convencerla de mis poderes mágicos, que le prometía eran muy superiores a los de cualquier brujo africano que hubiese intentado apresar su alma con un rito vudú. Pero en esta ocasión, incluí un nuevo elemento en mi mascarada. Había leído en varios libros sobre el tema que en las religiones sincréticas afroamericanas se confiere un gran valor a los fetiches, amuletos y talismanes. Rafael Valdés me confirmó este punto. Así que le regalé un collar al que le tenía gran aprecio y que representaba una de las enigmáticas imágenes de las figuras de Nazca, en Perú. Aquel dibujo en mi collar fascinaba a Susy, con lo que aproveché para asegurarle que aquel colgante tenía un gran poder mágico, capaz de proteger a su portador de cualquier maleficio. Y para demostrárselo, realicé varios trucos de ilusionismo —también inmortalizados para mi vergüenza por la cámara oculta— utilizando el collar como si fuese una especie de péndulo radiestésico. Intuía que el proxeneta propietario de Susy, el boxeador nigeriano llamado Sunny, repetiría en España, periódicamente, los rituales de vudú a que fue sometida en Nigeria. Según me habían explicado los expertos, los mafiosos nigerianos reproducen en los países de destino aquellos sangrientos rituales, con objeto de renovar en las chicas el terror a aquellos supuestos maleficios que apresan su alma y su voluntad. Lo que no sabía en aquel instante es que Sunny no sólo era un experto en brujería que estaba aliado con un santero alicantino, sino que en su propio domicilio conservaba los terroríficos altares vudú y los fetiches empapados en sangre con que sugestionaba a sus chicas.

Yo intuía que era bueno convencer a Susy de que mi collar la protegía de aquellos supuestos maleficios, y que eso podía ayudarla, pero nadie podría haberse fijado hasta qué punto aquella sugestión siendo la clave que liberaría a la nigeriana del terror a su proxeneta.

En nuestro nuevo encuentro, conseguí avanzar muchísimo en mi relación con Susy, que por primera vez me confesó su verdadero nombre y su país de origen. Esto suponía un gran paso adelante, ya que significaba que empezaba a verme como un amigo y no como un excéntrico cliente impotente. Averigüé en esta ocasión que vivía con otras dos chicas y con Sunny, que acudía al trabajo tomando el autobús en Rincón de Seca, una localidad situada a pocos kilómetros de Murcia, hacia las diez de la noche. Y también, que el presunto proxeneta viajaría pocos días después a Nigeria, supongo que para traer nuevas incautas a las que prostituir en Europa.

En aquella ocasión detecté, por primera vez, algo que después terminaría por hacérseme muy familiar en mis conversaciones íntimas con rameras llegadas a España desde todos los rincones del planeta: una baja autoestima, una permanente depresión y una contagiosa tristeza.

—Oye, no me quiero meter, pero ¿tú nunca pensaste en hacer otra cosa? ¿En trabajar de modelo o de otra cosa?

—¿Yo? Yo gorda para modelo...

—No. ¿Tú crees? —Susy es cualquier cosa menos obesa.

—No lo sé... —Pero has intentado... Cuando viniste a España, ¿qué hiciste?

—Uhmm... Nada... —No te enfades, ¿eh? —No...

—¿Pero siempre estuviste trabajando así, en la calle?

—No, nunca. Sólo aquí, salir y follar muchos chicos. Yo follar muchos chicos pero no, nunca yo pensar esto. Yo no me gusta.

Se refería a que en Nigeria nunca había tenido relaciones sexuales con chicos y sólo en España había ejercido la prostitución.

—¿No te gusta este trabajo?

—No.

—Y si no te gusta el trabajo, ¿por qué lo haces?

—Tú no sabes, muchas cosas.

—¿Que no me puedes contar?

—Hummm...

Eso era todo lo que conseguía sacar de la nigeriana cuando tocaba ~ tema sobre el que ella sentía que no podía hablar. Simplemente bajaba la cabeza y esquivaba mi mirada. Estoy seguro de que estaba deseando explicarme cómo vivía aterrorizada, siempre temiendo que Sunny se enfadase y le propinase una paliza similar a las que propinaba en el ring; cómo le daba de beber cerveza a su hijo cuando lloraba o incordiaba demasiado, para atontarlo y que dejase de molestar; cómo sentía pánico cada vez que renovaban el hechizo vudú que había robado su alma y le extraían pelo, uñas o sangre para alimentar el body que Sunny conservaba en su propia casa, regado con la sangre de los sacrificios. Pero no decía nada. El miedo es el mejor aliado de los mafiosos.

Un ejemplo elocuente se produjo cuando la invité a venirse conmigo a la playa, al cine o a bailar. Susy me había dicho que le encantaba el cine y la música, pero cuando le proponía que fuésemos juntos, su reacción era confusa. Y su confusión quedaba inmortalizada en mi cámara oculta.

—Te apetece o no?

—Sí, yo quiero, y... Sí, yo quiero, pero...

—¿Pero? ¿No puedes?

—No.

—¿Por qué no?

—Eh... humnim....

—¿Qué pasa?

—No puedo hablar de esto... Y yo explicar, hoy no puedo explicar...

—¿Por qué no? Es que no lo entiendo, Susy.

—Hummm.

—Bueno, tranquila... ¿No te deja tu prima?

—Susy decía que otra de las prostitutas callejera que vivía con ella en Rincón de Seca era su prima.

—Hummm. No es eso.

—¿No es tu prima?

—No.

—¿Quién es?

—Sí, yo quiero hablar contigo, no... humnn... vale... nada...

Estaba claro que todavía no contaba con la plena confianza de Susy. Su temor a las represalias mágicas o físicas de Sunny era mucho mayor que la simpatía que yo pudiese inspirarle. Rafael Valdés ya me lo había advertido: «Las cosas de negros se tratan con negros, y no se hablan con los blancos». A pesar de todo, yo esperaba que, con el tiempo, Susy confiase en mí. Tardé cuatro meses en conseguirlo.

Sin embargo, mis compañeros de Tele 5 y yo no estábamos dispuestos a perder el tiempo, así que, durante mis viajes a Murcia, desarrollamos un plan alternativo para investigar a Sunny. Harry, el negrito que me había marcado a Susana en el Eroski, averiguó la dirección exacta de Sunny en Rincón de Seca, e incluso nos acompañó allí para localizar la casa, en la calle de Nuestra Señora del Rosario, N. 43. A partir de ese día, vigilaríamos aquella vivienda soportando tediosas guardias en el coche, para grabar quién entraba y quién salía de aquel edificio.

Aprendí a respetar a los detectives privados y también a los paparazzi, al experimentar en mis propias posaderas la desesperante lucha contra la somnolencia y el atroz aburrimiento de estar metido, durante horas, en un coche aparcado bajo el impío sol murciano, esperando a que alguien saliese de aquel portal.

En varias ocasiones, grabamos cómo Susy salía con su «prima», y pudimos seguirla durante todo su trayecto diario hacia su puesto de trabajo en el Eroski. Grabamos cómo tomaba el autobús y cómo se apeaba en la plaza de San Agustín. La filmamos telefoneando desde una cabina a sus amigos, incluyéndome a mí, ya que no le estaba permitido poseer un teléfono propio. La seguimos hasta el bar donde ella y su «prima» se compraban un bocadillo para vencer el hambre durante las largas horas de su turno en la calle. También pudimos grabar a varios hombres de raza negra que entraban y salían de la casa, pero ¿cuál de ellos era Sunny? ¿Quiénes eran los otros africanos que visitaban la vivienda?

En alguna ocasión pudimos seguir a Susy, acompañada de un negro enorme que conducía un Opel Vectra de color gris oscuro, matrícula 0717-BKK, hasta un centro comercial cercano, donde los grabamos haciendo la compra para toda la semana. Ni Susy ni su acompañante, que intuíamos podría ser el mismo Sunny, tenían la menor idea de hasta qué punto fueron objeto de un meticuloso seguimiento durante días. Y debo confesar que seguir un vehículo por las calles de una ciudad que no conoces, sin perderlo entre el tráfico ni levantar sospechas, es algo bastante más difícil de lo que parece. En este sentido, las películas policíacas exageran la simplicidad de los seguimientos. En la vida real es algo bastante más complicado.

Durante aquella temporada, conseguí citarme con Susy de día, al margen de su trabajo como prostituta en el Eroski, y aprendí a conocerla. Su color favorito era el verde, el verde de su esperanza en un futuro mejor. Le encantaba el helado de fresa, el arroz a la cubana y las canciones de Alejandro Sariz, quien, por cierto, empezó su carrera musical actuando en burdeles. Y es que, más allá de sus pechos, sus nalgas y su sexo, Susy era una mujer en toda regla, con sus gustos, sus fobias y sus miedos. Como cualquier otra mujer. Como cualquier otra prostituta, aunque en ellas, detalles como las preferencias musicales, los gustos culinarios o las predilecciones cromáticas sea algo que los varones ni siquiera se plantean. ¿A quién le importa lo que le agrada o no a una fulana?

Un par de veces la invité a cenar e incluso, al cine. Resulta difícil describir lo que reflejaban los ojos de aquella africana al contemplar, por ejemplo, a Cameron Díaz en La cosa más dulce, que acababa de estrenarse en los cines murcianos. Creo que era un asomo de envidia por la actriz americana, porque en varias ocasiones me explicó, como había hecho la skingirl Mara tiempo atrás, que las mujeres blancas eran más felices y vivían mejor que las negras. Pero también detecté algo que no había descubierto en su mirada nunca antes: la ilusión. Pienso que por unas horas, Susy se sentía como si fuese una ciudadana europea normal. Podía entrar en un restaurante e ir a ver una película de cine, sin tener que dar explicaciones a nadie y sin haber pasado por una cama para conseguirlo. Incluso se le olvidaba durante un rato el temor a cruzarse por la calle con algún diente que pudiese señalarla con el dedo al tiempo que presumiera delante de sus amigos «a ésa me la tiré yo». Algo que en definitiva aterroriza a todas las prostitutas y que yo he experimentado personalmente, por ejemplo, mientras cenaba en el VIPS de Zaragoza con una prostituta española que reconoció a uno de sus dientes, un alto ejecutivo de la OPEL, en la mesa vecina a la nuestra. El baboso de la OPEL sonreía mientras cuchicheaba con sus amigos señalando hacia nosotros. En ese momento, me habría gustado tener la cámara a mano para grabar su cara de cerdo e incluirla en las fotos de este libro. Seguro que a su esposa le encantaría...

Mientras proyectaban la película, Susy no dejó de reírse ni un momento, con sus grandes ojos negros clavados en la pantalla. Pero aquella alegría contagiosa se me atragantaba cuando, pocas horas después, debía devolverla a su lugar de «trabajo», junto a otras muchas busconas callejeras.

Una tarde, puse en marcha un plan ideado para mostrar un cebo a su proxeneta. Acudí a mi cita con Susy, portando varias tarjetas de crédito, recopiladas anteriormente entre mis compañeros de Madrid. El objeto de aquella maniobra era simplemente que la nigeriana viese aquel lote de tarjetas. No hizo falta decir nada más. El anzuelo estaba echado.

Capítulo 7

Actriz, modelo, presentadora... y ramera de lujo

Se reconocen y protegen los derechos: a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.

Constitución Española, art. 20, 1

Manuel es un adinerado empresario catalán cuya fortuna fue consolidada gracias a un braguetazo. Su esposa, con influyentes parientes en Marbella, desconoce totalmente su doble vida, pero Manuel de vez en cuando echa una canita al aire en clubes como el Riviera o el Saratoga, cercanos a su domicilio en Casteldefels. Sé que vive allí porque la noche que le conocí en uno de esos clubes, yo mismo me ofrecí a llevarlo a su hogar conyugal. Aún yo no lo sabía, pero el tipo moreno de ojos pequeños y brillantes que estaba con él, en la barra del Riviera, era un importante narcotraficante internacional, con el que yo terminaría negociando...

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