El año que trafiqué con mujeres (37 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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Los subterráneos de la Plaza de los Cubos tienen salidas a varias calles diferentes. Algunos están conectados por pasadizos y salidas de emergencia, y es bastante complicado controlar todas las rutas de huida posibles. Por eso es un lugar perfecto para reunirse lejos de miradas indiscretas. Sobre todo si lo que se pretende es iniciar un negocio ilegal, de tráfico de drogas y de mujeres.

Sabía que tenía que ser el último en llegar ya que, de lo contrario, correría el riesgo de malgastar muchos minutos de cinta y batería con la cámara activada sin grabar nada útil, mientras esperaba a mis contertulios. Esto ocurre porque, lógicamente, no puedo conectar la cámara delante de ellos. Así que tengo que hacerlo en algún lugar discreto; un cajero automático, una cabina telefónica, un WC... Si soy el primero en llegar a la cita debo activar la cámara y esperar. A partir de ese momento estará gastando batería y vídeo, y si mi objetivo se retrasa demasiado, para cuando llegue puede que ya no tenga suficiente energía o cinta para grabarle. Por esa razón dejé que pasasen diez minutos de la hora acordada y a continuación telefoneé a mi contacto para preguntarle dónde estaban. A última hora habían cambiado el lugar del encuentro a otro restaurante de la misma plaza, nueva muestra de su profesionalidad, y ya me esperaban en otro restaurante: «Ya estamos dentro, en una mesa del fondo» —me dijo—. Le respondí que yo estaba llegando. Me parapeté en un cajero automático cercano y simulé sacar dinero con mi tarjeta, mientras me acomodé la cámara oculta bajo la chaqueta, y la fijé con cinta americana. Pero estaba demasiado nervioso. Jamás había intentado grabar con una cámara oculta a un narcotraficante internacional, y eso es lo que me había dado a entender Manuel de su amigo. Además, poco antes, estuve a punto de recibir un tiro en la rodilla, de forma aparentemente casual. El proyectil de aquel disparo, que ahora utilizo como amuleto, me recordó que estaba tentando demasiado mi suerte, y los traficantes eran tipos mucho más peligrosos que los cabezas rapadas. El pulso me temblaba demasiado y en ese momento no era consciente de haber cometido un error fatal al fijar el micrófono, las baterías y la cámara a mi cuerpo. Tan excitado como asustado activé la cámara de vídeo e inmediatamente entré en el local.

Presentaciones de rigor: «Mario, éste es Toni. Toni, éste es Mario», y un flácido apretón de manos. Mario no apretaba al chocar los cinco, pero mientras su diestra se dejaba estrechar por la mía, con su izquierda me palmeaba la espalda a la altura de la cintura sin dejar de sonreír. A ojos de un profano podría parecer un semiabrazo cordial, pero ya me habían advertido que muchos mafiosos y traficantes saludan de esta forma tan aparentemente amable para cachear a su interlocutor por si fuera armado. Gracias a Dios y por pura suerte, no llevaba la cámara en el flanco izquierdo de la cintura, que es donde cualquier policía diestro llevaría su arma, y no la detectó. No pude evitar recordar el atronador sonido del disparo que días atrás pasó rozándome la rodilla.

Sin dejar de sonreír hipócritamente, los tres nos sentamos e iniciamos una conversación intrascendente para romper el hielo. Mario pidió una manzanilla. Yo, café. Su rostro me sonaba, pero tardaría en recordar que me había tropezado con él, cuando conocí a Manuel, en un burdel catalán.

—Buena comida y buenas mujeres en tu pueblo.

—¡No chingues!, ¿conoces México?

—Claro que sí. He estado en D.F., Veracruz, Cancún, Puebla, Catemaco, Chiapas... Hay mucho dinero y muchos negocios en México, y a nosotros nos gusta el dinero, ¿no?

Intentaba aparentar que era algo parecido a un traficante experto, pero no tenía ni idea. Improvisaba. Medía cada palabra, cada sílaba, cada fonema. Intenté que mi forma de hablar pareciera la de alguien que domina un tema, pero quiere ser discreto. Cuando en realidad era un ignorante sobre esta materia, que intentaba aparentar que la dominaba. Si el narco supiese que su interlocutor había confundido un chino de heroína con una china de hachís, meses atrás, me habría pegado un tiro allí mismo. Y con razón. _¿Y qué negocios tenían allá, güey?

—Ya sabes cómo es esto. De todo un poco. Todo lo que dé dinero. Nada de pendejadas. Cosas serias, ¿y tú?

—No, yo llevo poco allá. Antes vivía en EE. UU., y allá sí que hay bisnes. Mucho dinero. Ahora estamos abriendo mercado en México, porque la gente está loca por nuestro producto. Es lo último. Antes llevábamos éxtasis, e hicimos mucho dinero con el éxtasis, ¿acá, saben qué es éxtasis?

—Claro. Nosotros lo trabajamos mucho en la zona de Valencia. No sólo éxtasis. Todas las pastillas funcionan bien con la gente joven. Es un bisnes que te deja menos porcentaje, pero que se vende mucho, y al final te deja mucho dinero. Cada fin de semana se mueven muchas pastillas y muchos euros...

Me sorprendí a mí mismo con mi capacidad de inventiva. Jamás había pisado una discoteca valenciana y no sabía nada del mundo de las pastillas y las drogas de diseño, pero de pronto recordé que María y Alfonso, dos de mis compañeros del Equipo de Investigación en Tele 5, habían dedicado casi un año a investigar el mundo de los pastilleros, y forcé mi memoria para recordar algunos de los comentarios sobre este mundo que les había escuchado en la redacción y hacerlos míos. De la misma forma, intenté utilizar la jerga del traficante, que en ningún momento, salvo «éxtasis», pronunciaba el nombre de las drogas. Siempre hablaba del «producto». Palabras como heroína o cocaína parecen estar censuradas.

—Los chavales empiezan con el éxtasis y las pastillas mucho antes que con ningún otro producto. Empiezan por ahí y luego van probando otras cosas. Yo los he visto con catorce y quince años poniéndose hasta el culo de pastillas. Y lo bueno es que los chavales de ahora mueven mucho dinero, y ese dinero se lo dejan en nuestros productos.

—¡Hey, pues ustedes tienen que conocer nuestro producto! Es lo último. Acá saben lo que es el «cristal», ¿no? Era lo que estaba de moda en EE. UU. No mames, eso sí es bisnes.

—Ya, sí, claro. Pero no se mueve mucho aquí —respondí sin tener idea de qué demonios es el «cristal».

—Ok. Pues el «cristal» era lo último, pero nuestro producto ha chingado el mercado y está arrasando en México. Todo el mundo lo pide. Y tarde o temprano llegará acá. Nosotros no estamos en las ligas mayores, sólo queremos sacar nuestra parte sin chingar a nadie. Hay muchos patrones allá que no quieren pendejadas.

No tenía ninguna noticia sobre las sustancias ¡legales de las que me hablaba el traficante, pero intentaba aparentar lo contrario. Me resultaba imposible predecir cómo reaccionaria si sospechase que el supuesto traficante español con que creía estar reunido era un periodista que le estaba grabando con una cámara oculta. Y, para colmo, yo no le palmeé la espalda al estrechar su mano, y no tenía la seguridad de que no estuviera armado. Conozco México, y también la fama de violentos y pendencieros que tienen sus narcotraficantes, dispuestos a desenfundar y vaciarte el cargador en la cabeza primero, para hacer las preguntas después.

—Hazme caso, cabrón, éste es un bisnes muy bueno para todos. Hay mucho dinero para ganar acá.

—Bien, hablemos de negocios. Yo controlo España y tú, México. Hablemos.

En ese instante el mexicano, que no había dejado de mirar a nuestro alrededor mientras charlábamos, se levantó y nos hizo un gesto con la mano para que lo siguiéramos. La pareja de la mesa de al lado, que parecía estar discutiendo de qué color iban a pintar el techo del salón, ajenos a nuestra conversación, habían terminado de mosquear al traficante. Mejor vamos a una mesa más discreta, dijo el mexicano mientras llamaba al camarero para pedirle que nos acomodara en un rincón más apartado del local. Los tres nos dirigimos a otra mesa, y yo me vi obligado a hacer un movimiento un poco forzado para colocarme entre Mario y Manuel. Necesitaba ver dónde se iba a sentar el mexicano antes de situarme yo, porque si Manuel se sentase justo enfrente de él o de mí, me habría estropeado el tiro de cámara y habría necesitado forzar demasiado mi posición para lograr que Mario entrase en el plano. Así que en cuanto

Mario eligió silla, yo me senté inmediatamente en la de enfrente, al otro lado de la mesa. Eso hizo que estuviera justo delante del objetivo de mi cámara. En cuanto el camarero se alejó, decidí ir al grano sin más demora. Supongo que los verdaderos traficantes no pierden el tiempo con zarandajas y llegados a este punto atacan la cuestión directamente. Y eso hice.

—Vale, vamos a hablar claro. A nosotros nos interesa el dinero y nada más. Háblame de los porcentajes. Cuánto sacaríamos en este negocio.

—Ok, cabrón. Éste es un negocio perfecto. Nosotros empacamos en latas. ¿Sabes lo que es una lata?

—¡Claro! —mentí. No tengo ni la menor idea de lo que es una lata.

—Pues puedes sacarte tranquilamente 60 dólares de beneficio por lata con este producto.

Intenté sonreír con ironía mientras asentía con la cabeza, como si ese porcentaje me satisficiese. Vamos, como si realmente supiese de qué demonios me estaba hablando el mexicano.

—Con una inversión mínima, pueden estar sacando 18.000 dólares limpios por empaque, güey. Y nosotros tenemos todos los contactos para entrarlo en México y distribuirlo. Y sin metemos en ligas mayores. Sólo para empezar.

—Suena bien —volví a mentir. No sabía si era una cantidad razonable o no en el negocio del narcotráfico.

Durante un buen rato Mario intentó convencerme de las ventajas económicas del «producto» que pretendían comercializar y poco a poco fui descifrando, más bien deduciendo, de qué me hablaba. Mario buscaba inversores españoles dispuestos a patrocinar la compra en Europa, y el envío a México, de una sustancia legal llamada «Ephedrina», que una vez en el país azteca sería procesada y convertida en una lucrativa droga, hábilmente comercializada por los socios del traficante. Mis bravatas ante Manuel, haciéndome pasar por un poderoso empresario dispuesto a gastarse tres o cuatro millones de pesetas en «tirarme» a famosas, habían terminado por convencerlo de mis supuestos contactos con las mafias españolas. Y éste era el resultado.

—Pero, ojito, cabrón, no vale cualquier tipo de Ephedrina. Necesitamos una muy concreta. No nos sirve la de uso animal, tiene que ser la de uso humano y además con estas características específicas. No chingues. Esto es de lo que te estoy hablando.

En ese instante Mario me entregó un documento. Se trataba de un «Certificado de Análisis» en el que se detallan todas las características químicas de la «Ephedrine Hydroclíloride Ip». El análisis estaba fechado el 2o de abril de 2003, y especificaba todos los compuestos y componentes del «producto». El hecho de que el traficante me entregase este documento, una prueba al fin y al cabo de sus intenciones delictivas, me hizo ganar confianza. Parecía que mi interpretación había resultado convincente, y el traficante entró al trapo, mordiendo un anzuelo que yo había tendido a Manuel.

—Me dijo este pendejo que ustedes tuvieron problemas con otros productos en Cuba. A lo mejor podemos ayudarnos mutuamente...

Este quiebro en la conversación me cogió desprevenido. Tardé un segundo en recordar que, mientras intentaba convencer a Manuel de que yo era un millonario relacionado con las mafias, sin mentirle más que lo estrictamente necesario, había echado mano de todo mi arsenal imaginativo. Y uno de los recursos a los que había acudido fue el reportaje «Narcotráfico en La Habana» que mis compañeros del Equipo de Investigación habían realizado, justo antes del mío sobre los skinheads. El objetivo de aquel programa, rodado con cámara oculta en Cuba, era demostrar que la isla de la Revolución, y por mucho que lo niegue Fidel Castro, se había convertido en un país de tránsito de grandes alijos de droga desde América a Europa. Durante uno de nuestros encuentros, copa arriba, copa abajo, había utilizado toda la información de aquel reportaje, contándole las cosas para que pareciera que los «amigos» inexistentes de los que hablaba fuesen algunos de los inversores en el narcotráfico cubano. Manuel le había transmitido al mexicano aquella historia y algo debía de saber el traficante, porque entró a saco en la cuestión.

—¿Me oyó, güey?, ¿que si tuvieron problemas en Cuba ... ?

—Sí. Tenemos una mercancía parada allí desde el año pasado. Ya sabes que al zorro de Castro últimamente le da por fusilar a gente, y está muy cabreado con Aznar. Nosotros teníamos buenos contactos en el gobierno cubano, pero se nos jodieron y el material se quedó dentro sin poder salir.

—¿De qué cantidad hablamos? Igual a mis amigos les puede interesar ayudarles por un porcentaje.

—De mucha.

Estaba aterrado. No tenía ni idea de qué cantidad podía ser razonable para un envío de droga. Para mí sonaba igual de disparatado hablar de una tonelada que de mil. Es un tema sobre el que no sabía nada, y me sentía terriblemente inseguro. Sólo me concentré en mantener la calma y sostener la mirada al mexicano como si no tuviese nada que ocultar. Sin embargo volvía el sonido del disparo, resonaba una y otra vez en mi cerebro.

—Pero ¿de cuánta? ¿20 toneladas? ¿30?

—De mucha. No te preocupes que a tus amigos les va a interesar.

—Pero ¿de cuánto, güey?, ¿de 100? Sólo se me ocurrió sonreír haciéndome el interesante. Como si no quisiese darle datos precisos. Y realmente no quería, porque no tenía ni la menor idea de qué datos inventarme.

—Tú sólo diles que les interesa el negocio. Es mucha cantidad y ellos saldrían satisfechos. Pero ¿cómo coño van a sacarla? ¿Conocen a alguien en el gobierno?

—De Cuba no sé. Alguien habrá. Pero tenemos gente cercana a Fox y para sacarla de Cuba a México podríamos, después ustedes la traen para acá, o la distribuyen en México, como prefieran.

No daba crédito. Tal vez fuera un farol pero el narco mexicano me estaba confesando que su organización tenía contactos en las altas esferas políticas de su país. Después de esta revelación decidí entrar a muerte con el verdadero tema que me había llevado a esta reunión: el tráfico de seres humanos. Al fin y al cabo en ese instante estaba realizando una investigación sobre las mafias de la prostitución, y no sobre el narcotráfico, que eso merecería o merecerá toda una infiltración aparte... Había llegado el momento de poner a prueba todo lo que había aprendido durante los meses anteriores, y de ver si realmente podía pasar por un veterano traficante de mujeres. Mis noches de burdel en burdel, mis coqueteos con traficantes, chulos y proxenetas, mi proceso de aprendizaje sobre el crimen organizado, debían ser sometidos a examen, y en ese momento ni siquiera sospechaba lo estricto de mi examinador.

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