El año que trafiqué con mujeres (38 page)

BOOK: El año que trafiqué con mujeres
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—Oye, me dijo Manuel que también trabajabas con chicas. A mí me interesa mucho ese negocio.

—Claro, no mames. Yo en México tenía 3 clubes, y movía muchas chicas. Pero mi parienta se me ponía celosa... es que uno no es de piedra... Da dinero también ese negocio.

—Lo sé. Aquí nosotros movemos muchas chicas. Ahora hay mucha argentina. Cuando se cae un país las chicas salen para buscarse la vida y eso nos alegra el negocio, pero últimamente nos piden chicas mexicanas.

Todos mis conocimientos sobre trata de blancas adquiridos durante los meses anteriores me estaban resultando útiles entonces. Repetí al mexicano las cosas que había escuchado, de los auténticos traficantes de mujeres, sobre la falsificación de pasaportes, el espacio Schengen, los rituales vudú, las falsas liberianas, los sponsor, connection-man y los masters, de las redes de burdeles de ANELA, de las plazas, de las escorts... Supongo que resulté convincente.

—Pues claro que sí, yo puedo ayudarte. Yo sé cómo funciona eso. Yo movía muchas chicas.

—Jovencitas?

—Claro. Y muy lindas. Yo puedo conseguirte desde dieciséis años. Bailarinas, modelos... niñas muy lindas.

Dieciséis años. Al escuchar esa cifra no pude evitar recordar a mi prima pequeña. Todos tenemos una prima, una hija, una hermana, una pariente, amiga o vecina de dieciséis años, y podemos imaginar cómo nos sentiríamos si fuese vendida para ser prostituida en un burdel extranjero. Sentí de nuevo las lágrimas agolpadas que se me querían escapar por la comisura de los ojos.

De pronto la tristeza se convirtió en rabia, azuzando mi imaginación con una furia abrasadora. Me sorprendí a mí mismo fantaseando con la idea de asesinar al mexicano. Verdaderamente estaba estudiando la posibilidad de ponerme en pie, coger el vaso de agua que tenía sobre la mesa y romperlo por el canto para rebanarle el pescuezo al hijo de puta. Pensaba que si era lo bastante rápido podía hacerlo antes de que desenfundara. Fantaseaba imaginando la satisfacción que me habría producido escuchar sus estertores mientras se ahogaba en su propia sangre. Y entonces me aterré de mis propios pensamientos. A medida que profundizaba en el mundo de la prostitución notaba que mi mente se estaba infectando y a veces me costaba verdaderos esfuerzos no ser fagocitado por mi personaje. Me mordí la lengua y me limité a apretar los puños, estrujando un paquete de cigarrillos, aún sin terminar, hasta entumecerme los dedos. Y en vez de partirle la cara hice una mueca que intentaba parecer una sonrisa de complicidad. No podía desfallecer en ese momento. Tenía que seguir tirándole de la lengua para ver adónde podía llegar.

—Hummm. De dieciséis... ¿De dónde?, ¿de la capital?

—De todos lados. De Cancún, de D.F., no sé... Y espérate. Más al sur, en Chiapas y por allá, los padres te las dan con trece y catorce añitos, por un par de barriles de cerveza y una vaca. Yo conozco un pueblo allá donde se consiguen sin problemas. Las de allá son más nativas, no son tan lindas, pero son jovencitas. ¿Cuántas querríais?

Quería vomitar. El estómago se me había revuelto y con las tripas se me revuelve el alma. Todos conocemos también a alguna niña de trece años; una hija, una hermana, una nieta, una vecina...

Yo recordé a Patricia, la hija de mi ex cuñada, y por un instante me la imaginé a ella en las garras de una red como la del mexicano. Me la imaginé vendida como una muñeca humana y puesta a trabajar en cualquier burdel de lujo para dientes exigentes. La visualicé siendo manoseada por un empresario baboso, sudoroso y seboso como Manuel. Y apenas pude contener mi ira. Por un momento consideré la posibilidad de abalanzarme sobre el mexicano para intentar desnucarlo con el respaldo de la silla. «Seguro que si lo cojo por sorpresa puedo romperle el cuello antes de que reaccione» —pensé—. Gracias a Dios el arrebato me duró sólo unos instantes. Soy un investigador y no un piquete de linchamiento, pero la investigación me estaba desbordando. Resulta difícil entrar en el papel de un malnacido sin escrúpulos, como se presupone a todo traficante de seres humanos y drogas, y evitar que la representación te devore.

Volví a la realidad. Debía aparentar que realizaba negocios como éste a diario. Debía parecer un traficante de mujeres habituado a negociar con reses humanas. Debía simular que la compraventa de hembras, como si fuesen ganado, era algo rutinario para mí. Así que me comí la rabia, me tragué la ira, me guardé la frustración, aunque se me indigestara, y concentré toda la atención en mis mandíbulas, para mantener la sonrisa a pesar de apretar los dientes con todas mis fuerzas. De lo contrario iba a vomitar sobre la mesa del restaurante.

—No sé. ¿Qué tal media docena para empezar?

—Ok. Las que queráis.

A partir de ese instante asistí al resto de la reunión como un zombi. Los nervios me estaban venciendo. No conseguía controlar esa mezcla de rabia, asco, vergüenza, ira y miedo que me rodeaba y comencé a asfixiarme. Creo que había sobrevalorado mi capacidad de improvisación y mi resistencia a la miseria humana, pero no podía sentarme a negociar con un narcotraficante —posiblemente armado— la compra de niñas de trece años para ser colocadas en prostíbulos españoles, y esperar que no me afectara. Había somatizado el odio que me inspiraba aquel personaje y sospechaba que se había dado cuenta. De repente me miró frunciendo el entrecejo y me preguntó si me encontraba bien. Improvisé una excusa, algo sobre una cena con marisco en mal estado la noche anterior, pero ni a mí me sonaba convincente. Pese a ello nos despedimos cordialmente. Quedamos en que yo consultaría a mis contactos sobre el negocio de la Ephedrina, y él a los suyos sobre la «mercancía» retenida en Cuba. Del negocio de las niñas indígenas vendidas a los prostíbulos europeos, parecía que no había nada que consultar. Lo tenía muy daro.

Acordamos que me llamara en unos días para concretar los precios por cada niña, y nos despedimos con otro flácido apretón de manos. Esta vez no me palmeó la espalda. En cuanto torcí la primera esquina y los perdí de vista, no aguanté más y vomité en plena acera salpicándome los pantalones. A pesar de echar todo lo que tenía en el estómago, no conseguí desprenderme de la vergüenza y el asco, que aún hoy continúan dentro de mí. Vergüenza y asco por el género humano. Especialmente por el masculino. Desde entonces sé que las redes de prostitución infantil son una realidad. He estado negociando con uno de sus representantes. Y estoy absolutamente seguro de que los consumidores de ese «producto», niñas de trece años, son respetables empresarios, políticos e influyentes nombres de la cultura española que disponen del suficiente dinero como para costearse estos «pequeños bocados de lujo» en el negocio de la trata de blancas. Al alejarme de la Plaza de los Cubos, comienzo a considerar la castración indiscriminada de niños varones, como una alternativa razonable al negocio de la prostitución.

Cuando volví al hotel, para comprobar la cinta, se me cayó el mundo encima. Toda la angustia, el miedo y el asco que había soportado para grabar aquella conversación, para demostrar que la prostitución infantil y el tráfico de menores es una realidad en la España del año 2003, había sido completamente inútil. Con los nervios, al fijarme al cuerpo el cable del micrófono, había roto una de las patillas, y aunque la imagen del vídeo era perfecta, no se escuchaba absolutamente nada.

Me sentí fracasado, rabioso, frustrado, estúpido, incompetente. Podía reproducir toda la conversación de memoria, pero no tenía ni una maldita prueba de lo que acababa de ocurrir. No podría demostrar que estos diabólicos negocios se estaban desarrollando en la civilizada Europa del siglo XXI, y todo aquel esfuerzo no había valido de nada.

Y en ese momento me telefoneó Manuel. Parecía entusiasmado, y quería preguntarme qué me había parecido su contacto, que utilizaba el nombre de Mario Torres Torres. Al parecer el mexicano había detectado la ira rabiosa que me brotaba del alma mientras discutíamos la compra de las niñas, pero lejos de intuir que yo era un infiltrado, había interpretado aquel brillo en mis ojos de una forma insospechada. «Lo has impresionado —me dijo Manuel—, me ha preguntado si tú eras el que limpiaba el negocio aquí, si habías matado a alguien, porque dice que tienes ojos de diablo.»

Había vuelto a tener suerte. Mi mirada de odio y desprecio había sido interpretada por el narco, como la mirada de un criminal como él. Supongo que, en el fondo, tras tanto tiempo revolcándome en la mierda me había convertido en parte de esos excrementos. Y los mierdas, entre nosotros, nos reconocemos.

Volver a reunirme con el narcotraficante mexicano me apetecía tanto como una operación de fimosis, pero era la única forma de conseguir pruebas de que en España se trafica con menores de edad. Así que me tragué la rabia y el orgullo, y le dije al putero que su amigo me parecía un tipo legal, y que en una semana volveríamos a reunirnos para ultimar los detalles de nuestro negocio. Después vacié el minibar del hotel, y conseguí dormirme completamente borracho. Pero el alcohol no consiguió evitar que Patricia, la hija de mi ex cuñada, me visitase en sueños. En la atroz pesadilla veía su cuerpo, en el que empiezan a dibujarse ahora las formas de una adolescente, completamente desnudo, expuesto en la barra de uno de los puticlubs que frecuentaba durante mi investigación, mientras un grupo de viejos gordos y sudorosos, pujaban por ser el primero en cobrarse su virginidad, tanto vaginal como anal. Esa pesadilla se repetiría muchas otras noches, acompañada de otras aún peores...

A la mañana siguiente telefoneé al subteniente José Luís C., jefe de una unidad de la Policía judicial de la Guardia Civil, para pedirle un favor. Necesitaba saber si la INTERPOL tenía alguna información sobre un mexicano llamado Mario Torres Torres. Sin embargo no le expliqué por qué necesitaba ese dato. Desde que un malnacido jefe de grupo de la Policía Nacional sopló a los neonazis de Ultrassur que tenían un infiltrado grabándoles con cámara oculta, no me fió demasiado de la Policía. Y aunque mi intención era denunciar al narcotraficante, antes quería tener pruebas de su delito, no fuese a ocurrir que otro policía corrupto le soplase al narco que yo era un infiltrado. Y para eso tendría que volver a reunirme con él y grabar la conversación con todos los detalles. Así que, gracias a ese mando de la Policía Nacional que me delató a los cabezas rapadas, prefería asumir solo y sin apoyo los riesgos de la infiltración, antes que confiar en nuestros Cuerpos de Seguridad del Estado. Una pena, ¿verdad?

El subteniente prometió hacer la gestión y telefonearme en cuanto supiese algo de INTERPOL. Y aprovechando que me encontraba en Madrid, opté por retomar el asunto de las famosas. Me quedaba una puerta a la que llamar.

Tal y como habíamos acordado durante mi ultima estancia en Barcelona unos días antes, telefoneé a la agencia Standing—BCN, y por supuesto grabé la conversación. La señorita María me explicó que en ese momento no podía garantizarme ninguna famosa, ya que las que trabajaban con esa agencia, como Malena Gracia ——que parece haber trabajado con un buen número de agencias distintas—, no estaban disponibles en ese momento por razones obvias. Hice partícipe de la noticia a Manuel, quien, ante mi insistencia por acostarme con una famosa, y tras explicarle que la sede central de mi empresa estaba en Madrid, me puso en contacto con la agencia Double-Star. Según él, el mejor lugar para encontrar en Madrid una famosa que se prostituyera.

Double-Star publica todos los días un anuncio muy elocuente en diarios como El Mundo o El País. Sin embargo me insistió en la extrema desconfianza de su madame, María José de M., y me sugirió que telefonease de parte de él sí quería ser recibido. Manuel era un buen cliente de María José y a través de su agencia había tenido la oportunidad de acostarse con varias chicas que habían sido portada de Man, de Interviú y de otras revistas, incluyendo a la presentadora de televisión M. S., que ha llegado a cobrar 6.000.000 de pesetas por un servicio sexual. El empresario se quedó corto en lo de la extrema desconfianza de la madame. La susodicha María José de M. resultó ser mucho más que suspicaz.

Antes de marcar su número de teléfono, el 91 571 12... preparé el magnetófono. Me había propuesto grabar todas las conversaciones que mantuviese con esta y con las demás madames de famosas, con objeto de poder probar, dado el caso, las afirmaciones de este libro. Y así lo hice. La grabación de todas esas conversaciones está a buen recaudo.

Después de varios intentos infructuosos en el teléfono fijo, y de dejar un mensaje en su contestador, consigo hablar con María José de M., llamándola a su teléfono móvil, el 629 35 510.... que también me facilitó Manuel. Lo que sigue es la trascripción literal de nuestra primera conversación:

—Sí, ¿dígame?

—¿María, por favor?

—Hola, soy yo.

—Hola, María, soy Toni, . Te dejé un mensaje, no sé si lo habrás escuchado. Llamo de parte de Manuel, de Barcelona.

—Ajá...

—Porque él me ha contado que quizá pueda encontrar lo que busco en vuestra agencia, y quería pasarme a ver el book.

—Vale, de acuerdo, cuando tú quieras. ¿Tú dónde estás? ¿Estás aquí en Madrid?

—Sí.

—Vale, pues, ¿sobre qué hora te gustaría pasarte por la agencia?

—No sé, tendría que hacerme una escapadita... ¿Por qué zona estáis?

—Vamos a ver. Mi agencia es muy privada, lo sabes, ¿no? Yo trabajo con actrices, modelos y tal. Y yo solamente recibo con cita previa. Entonces, si tú me dices: «Mira, María, yo quiero pasar hoy a las diez de la noche», yo te espero, y la agencia se abre para ti, y cuando llegas a la agencia se cierra para ti, y hasta que tú no te vas, no pasa nadie. Es muy privado.

—Bien, perfecto, mejor así. Pues, ¿qué tal esta tarde a las ocho?

—¿Esta tarde? Fenomenal.

—Dame la dirección.

Y me la dio. Asegurándome que a las ocho de la tarde abriría su agencia sólo para atenderme a mí. Sin embargo no era cierto. Tras embutirme en la Pierre Cardin, la corbata de seda y los demás elementos de atrezzo que deberían hacerme parecer un adinerado empresario, llegué al Paseo de la Castellana, N. 173 cinco minutos antes de las 20.00 h. El portero me interrogó nada más entrar en el edificio. Le dije el piso al que iba y asintió con la cabeza sonriendo. «Muy bien, pase.» Me dio la impresión de que sabía perfectamente cuál era el negocio de ese piso.

Al salir del ascensor mi cámara oculta ya estaba conectada. Lo primero que grabé fue un rótulo que ponía: «WOMAN & MEN» en la puerta del apartamento en cuestión, así que ya sabía cuál era la tapadera de aquel burdel de gran lujo: una agencia de modelos. Me abrió la puerta una atractiva mujer de mediana edad. Su perro, un pequinés hipercuidado, hizo buenas migas conmigo —se me dan bien los animales—, y pareció que esto dio confianza a la mujer que me invitó a sentarme para esperar a María. Ella era sólo su ayudante.

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