El antropólogo inocente (22 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

BOOK: El antropólogo inocente
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Pero, como es habitual en África, el trabajo metódico no podía apartarme de otros temas menores y hube de dedicar un día a emprender la batalla contra las diversas formas de vida animal que habían invadido mi choza. Las lagartijas no me molestaban. Corrían por el techo pasando como una flecha de una viga a otra; el único inconveniente era su costumbre de defecar sobre la cabeza de la gente. Las cabras eran una maldición continua contra la que aprendí a tomar precauciones. Mantenía un enfrentamiento constante con un macho cabrío que sentía predilección por meterse en mi casa a las dos de la madrugada para saltar entre mis ollas. Echarlo proporcionaba sólo una hora de respiro, pues al cabo de este tiempo volvía y ofrecía la repetición de la jugada golpeando mi bombona de gas con las patas traseras. Lo peor era el olor. Las cabras de los dowayos despiden un hedor tal que cuando vas andando por el campo se nota si durante los últimos diez minutos ha pasado por allí un macho cabrío. Por fin logré derrotarlo ganándome el afecto del perro del jefe, Burse, que era adicto al chocolate. Dándole una porción cada noche conseguía que se la pasara delante de mi choza y me espantara a todas las cabras. Posteriormente quiso meter a su mujer e hijos en el trato y mis existencias mermaron considerablemente. A los dowayos les hacía mucha gracia ver mi comitiva de perros, que me seguía a lo largo de kilómetros y kilómetros, y a veces me apodaban «el gran cazador».

Las termitas constituían una amenaza constante para el papel. Tenían la curiosa costumbre de devorar los libros desde dentro, de modo que externamente parecía que estaban en perfectas condiciones aun cuando se hubieran quedado en un mero envoltorio de papel de fumar. Una contundente ofensiva química las exterminó.

Los ratones resultaban más exasperantes. No hacían el menor caso de mi comida; como todas las demás formas de vida del país Dowayo, eran adictos al mijo, y lo único que les gustaba de cuanto yo tenía era el plástico. Devoraron el tubo del filtro de agua en una sola noche y lanzaron ataques perfectamente coordinados contra mi cámara fotográfica. Lo que más odiaba en ellos era su torpeza, pues iban chocando con todo y dándose constantes batacazos. Su destino quedó sentenciado una noche en que me desperté en la oscuridad porque noté que me temblaba una cosa encima del pecho. Me quedé inmóvil convencido de que tenía una mortífera mamba verde enroscada justo encima del corazón. Traté de calcular sus dimensiones. ¿Debía quedarme quieto y esperar a que se fuera? Por desgracia, tengo un sueño muy agitado y temía dormirme y caer sobre ella con consecuencias fatales. Llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era contar hasta tres y quitármela de encima de un salto. Conté, di un grito y me lancé hacia un lado, dejándome un trozo de rodilla en el borde de la cama. Con una implacable destreza que me impresionó bastante, así la linterna y enfoqué con ella a mi atacante. Allí, paralizado por la luz, temblaba el ratoncillo más diminuto que he visto en mi vida. Me invadió entonces una tremenda vergüenza hasta que por la mañana comprobé que había tratado de comerse mi dentadura. Ello me endureció el corazón y recorrí la aldea buscando ratoneras. En una sola noche maté diez ratones que luego se comieron los niños.

No obstante, las cigarras eran todavía peores. Las colinas del país Dowayo están pobladas por unos diez millones de cigarras que producen ese agradable zumbido peculiar de los atardeceres tropicales. Tener una única cigarra atrapada en la choza es suficiente para volverte loco. Tienen una curiosa habilidad para esconderse entre grietas, y localizarlas por el ruido presenta una enorme dificultad. Cuando hay luz guardan un silencio total, mientras que en la oscuridad producen un irritante chirrido que traspasa. La única manera de localizarlas era impregnar el recinto con una lata de insecticida, que en condiciones normales habría sembrado la estancia de cucarachas agonizantes, moscas mareadas y mosquitos precipitándose en picado. Sin embargo, con esto sólo se lograba hacerles abandonar su escondite para corretear aturdidas por el suelo, donde podía despachárselas a base de no menos de diez golpes propinados con algún objeto contundente. Pero, después de varias noches en vela, la violencia y la furia requeridas para semejante tarea acuden con total normalidad.

Pero lo que me empujó a declarar una guerra sin cuartel fue el descubrimiento de un nido de escorpiones en el rincón de la choza donde guardaba mi par de zapatos de recambio. Del suelo, con toda inocencia, salió un escorpión enorme y vigoroso que la emprendió contra mí. Yo me acobardé de la manera menos viril posible y me batí en retirada hacia la puerta, donde se hallaba un niño extraviado de unos seis años que me miró intrigado. El miedo me había atrofiado el léxico y no lograba encontrar la palabra «escorpión». «¡Ahí dentro hay bestias calientes!», grité con voz del Antiguo Testamento. El niño echó una mirada al interior y mostrando un profundo desdén aplastó los escorpiones con el pie. (Para el bien del prójimo diré que las picaduras de los escorpiones raras veces son mortales, aunque producen un intenso dolor; se tratan metiendo la zona afectada en agua fría y tomando las pastillas antihistamínicas que suelen recetarse para la fiebre del heno.)

A los dowayos les extrañaba que las serpientes y los escorpiones me dieran tanto miedo y que en cambio evitara atropellar a las más horripilante de las aves, el búho. Una vez me vieron recoger un camaleón, cuya picadura consideran fatal, después que unos niños lo hubieran estado atormentando, para depositarlo en un árbol. Era una locura. Sin embargo, la más útil de mis locuras era estar dispuesto a tocar las zarpas de un oso hormiguero; los dowayos no los tocan jamás, a riesgo de ver sus penes permanentemente fláccidos. Incrustándolas en el fruto del baobab y pronunciando el nombre de la víctima, las garras se pueden utilizar para matar a un hombre; al caer el fruto, la persona morirá. Los dowayos que habían matado un oso hormiguero me requerían públicamente y me ofrecían las garras como prenda de sus buenas intenciones respecto de sus vecinos. Entonces yo tenía que llevarlas al monte y enterrarlas lejos de los lugares frecuentados. Esta tarea de controlador de la contaminación cosmológica que desempeñaba era muy apreciada.

Varios viajeros me dijeron que el mijo de mi «verdadero cultivador» no estaba todavía listo para ser cortado, de modo que pude dedicarme a contemplar la última distracción, una elección en Kongle. El
sous-préfet
había convocado a todos los aldeanos en un lugar y a una hora determinados para hablarles de ese tema y del importante problema de la jefatura. Cuando llegó el momento no se presentó y los dejó a todos sentados debajo de los árboles durante dos días, transcurridos los cuales regresaron a los campos. Varios días después apareció por la aldea un
goumier
. Estos desagradables personajes son ex soldados utilizados por el gobierno central para cerciorarse de la obediencia de las aldeas rebeldes que no pueden ser vigiladas por los gendarmes. Se instalan en ellas durante largos períodos de tiempo y viven de sus anfitriones, a quienes además obligan a hacer lo que les apetece mediante amenazas. En las zonas en que la gente ignora cuáles son sus derechos, o donde quizá saben lo poco que pueden fiarse de ellos, ejercen una considerable tiranía. La tarea de ese individuo en concreto había de ser asegurarse de que se prepararan cabinas para las votaciones. Hasta el momento los dowayos no habían demostrado interés por la política nacional era necesario estimular su entusiasmo.

Todos los dowayos, hombres y mujeres, debían votar el día señalado. El jefe ha de responsabilizarse de que la asistencia sea buena y Mayo aceptó humildemente la tarea mientras Zuuldibo permanecía sentado a la sombra dando instrucciones a los que hacían el trabajo. Yo me senté con él y mantuvimos una larga charla sobre los puntos más oscuros del adulterio. «Mira Mariyo —dijo—. La gente siempre ha dicho que se acuesta con mi hermano pequeño. Pero ya viste lo triste que estaba cuando se puso enfermo. Eso me demostró que no hay nada entre ellos.» Para los dowayos el sexo y el afecto son cosas tan distintas que una excluye a la otra. Yo asentí con la cabeza; no habría servido de nada tratar de explicarle que había otro modo de ver las cosas.

La democracia brillaba con todo su esplendor en las cabinas de votación. A un hombre le estaban regañando por no llevar a todas sus esposas. «No querían venir.» «Debías haberles pegado.» Les pregunté a varios dowayos qué estaban votando. Se me quedaron mirando sin saber qué decir. «Coges el carnet de identidad —explicaron por fin— y se lo das a ese funcionario, que te lo sella y toma nota de tu voto.» Sí, pero ¿qué era lo que estaban votando? Más miradas de incomprensión. Ya me lo habían explicado, cogías el carnet… Nadie sabía para qué era la votación. No se aceptaban votos negativos. Finalizada la jornada, los funcionarios consideraron que no se habían recogido las papeletas suficientes, de modo que los hicieron votar a todos otra vez. La semana en que se hicieron públicos los resultados yo me encontraba en un cine. Un noventa y nueve por ciento de los votantes habían elegido al único candidato presentado por el único partido. Sin embargo, me pareció una buena señal que el público, bien preservado su anonimato en la oscuridad, prorrumpiera en burlones abucheos.

En cambio, en la aldea todo el mundo se tomó la votación muy en serio y se siguieron las normas al pie de la letra. Se examinaron meticulosamente los documentos de identidad, se puso especial cuidado en colocar los sellos en los lugares destinados a tal fin, se calculó con precisión el porcentaje de lugareños que votaron y las actas pasaron de un funcionario a otro con las correspondientes firmas de acuses de recibo. Nadie parecía percibir la contradicción existente entre tan concienzuda observancia de minucias y la flagrante desatención a los principios básicos de la democracia.

En las escuelas ocurría lo mismo. Esas instituciones disponen de un increíble aparato burocrático para determinar qué alumnos deben ser expulsados, cuáles pasados al curso siguiente y cuáles obligados a repetir. La cantidad de tiempo invertido en el abstruso cálculo de promedios mediante fórmulas secretas es cuando menos igual al pasado en las aulas. Después de todo esto, el director puede añadir dos puntos más a todo el mundo si las notas le parecen demasiado bajas, o bien aceptar sobornos de un padre para cambiar la calificación de su hijo. También es posible que el gobierno decida que no necesita tantos estudiantes e invalide sus propios exámenes. En ocasiones todo se convierte en una mala farsa. Resulta imposible no sonreír al ver cómo unos gendarmes armados con ametralladoras custodian las preguntas sabiendo que el sobre que las contiene ha sido abierto por un hombre que se las vendió al mejor postor varios días antes.

Después de este intermedio, llegó el momento de ir a ver a mi «verdadero cultivador» y su cosecha. Para ello tenía que recorrer unos treinta y cinco kilómetros y las temperaturas eran cada día más elevadas. Se me planteó entonces la disyuntiva de emprender el camino de noche, cuando hacía más fresco o de día cuando me podía recoger algún vehículo. Finalmente opté por lo último y tuve la suerte de encontrarme con uno de los sacerdotes católicos franceses, que se trasladaba de una misión a otra. Nos recogió amablemente y disfrutamos de un viaje agradabilísimo amenizado por su teoría de la cultura dowaya, en la que todo giraba alrededor de la represión sexual. Todo estaba relacionado con el sexo. Los tenedores de madera que se clavan en el suelo cuando muere un hombre representan por un lado un pene y por el otro una vagina; la importancia que se da a la circuncisión es muestra de una preocupación todavía mayor por la castración; las mentiras sobre la circuncisión referentes al sellado del recto son un signo inequívoco de que los dowayos, como raza están obsesionados con el ano. Pero no sólo había leído manuales de psicología, también había leído antropología. Reflexionando sobre lo que contaba adiviné que había leído un poco sobre los dogon, una tribu muy articulada y autoanalítica de Mali. Al aludir a los dowayos sacudió la cabeza tristemente. Después de todos los años que había pasado entre ellos, todavía no le habían hablado de sus mitos ni del huevo original. Aun habiendo leído que los dogon no eran exactamente como los franceses, no podía asimilar la idea de que los dowayos no eran exactamente como los dogon.

Resultaba difícil no creer que al menos parte del poder de persuasión de la teoría de la omnipresencia latente de la sexualidad no tenía nada que ver con las exigencias de continencia en un clima cultural africano. Quizá nuestra familiaridad con la Biblia nos predispone a creer que toda la verdad se encuentra en un solo libro. El relativismo cultural se les hace ciertamente más cuesta arriba a los poseedores de una fe firme, ya sean misioneros, satisfechos colonizadores o el voluntario alemán que me confió la conclusión a que había llegado después de pasar tres años en Camerún: «Si los nativos no pueden comeglo, jodeglo o vendeglo al blanco, no les integesa.»

Nuestra meta era una aldea desolada que se levantaba a los pies de los ásperos montes de granito. Parecía un milagro que en aquella tierra fina y abrasada creciera algo. La diferencia de temperatura entre este lugar y lo que yo me había acostumbrado a considerar «mi» rincón del país Dowayo era considerable, de modo que tanto Matthieu como yo nos alegramos de podernos poner a la sombra mientras buscaban a nuestro anfitrión, que resultó ser un hombrecillo enjuto vestido con harapos. Aunque no eran más que las diez de la mañana, estaba ya muy borracho. Procedimos a intercambiar los saludos de rigor y nos trajeron esterillas para que nos sentáramos. Tal como me temía, iban a preparar comida. Ya me había acostumbrado a la extraña dieta de ñames, cacahuetes y mijo, pero, desafortunadamente, cuando iba a una aldea extraña se veían obligados a ofrecerme carne como señal de respeto. Puesto que no había nadie dispuesto a matar una res sólo para impresionarme, normalmente se trataba de carne ahumada que llevaba un tiempo indefinido, colgada sobre el humo intermitente de la cocina. Una vez se le añadía salsa, emitía un hedor de potente efecto emético. Por fortuna, es de mala educación mirar comer a los extraños, de modo que me retiraba a una choza con Matthieu para dar cuenta de este manjar. Ello me permitía renunciar a él sin ofender a nadie; Matthieu se comía las raciones de los dos mientras yo me acurrucaba en un rincón y trataba de pensar en otra cosa.

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