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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (54 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Antoinette se iluminó.

—Lo que no habremos hecho.

—En efecto. Entonces es cuando atacamos a ambas naves con el Breitenbach. —¿Y el gráser de un solo uso?

—Mantenlo en reserva. Es nuestra baza ganadora a medio alcance y no queremos jugarla hasta que corramos mucho mas peligro que ahora. —¿Y la ametralladora de repetición? —La guardaremos para los postres.

—Espero que no estés tomándonos el pelo, Clavain —le advirtió Antoinette. Él sonrió.

—Yo también lo espero sinceramente.

Las dos naves prosiguieron su aproximación. Ahora ya resultaban visibles a través de las ventanillas de la cabina: puntos negros que, de vez en cuando, destellaban con espigas blancas o violáceas provenientes de los propulsores de dirección. Los puntos se agrandaron y pasaron a ser monedas. Las monedas adquirieron una forma mecánica rígida, hasta que Clavain pudo distinguir claramente el diagrama de neón de las naves piratas. Solo habían encendido las insignias durante su acercamiento final. A partir de ese momento, la necesidad de reducir velocidad mediante llamaradas de propulsión extinguía toda posibilidad de permanecer camuflados contra la oscuridad del espacio. Las marcas estaban allí para inspirar miedo y pánico, como la bandera pirata de los viejos barcos que navegaban por el mar.

—Clavain...

—En unos cuarenta y cinco segundos, Antoinette. Pero ni un instante antes, ¿lo entiendes?

—Estoy preocupada, Clavain.

—Es natural. Pero eso no significa que vayas a morir.

Fue entonces cuando notó que la nave volvía a temblar. Fue casi la misma agitación que la vez anterior, cuando el cañón de fase de espuma había hecho fuego con un disparo de advertencia, solo que en esta ocasión fue más sostenido.

—¿Qué acaba de suceder? —preguntó Clavain.

Antoinette frunció el ceño.

—Yo no...

—¿Xavier? —restalló Clavain.

—Yo no he sido, chico. Debe de haber sido la...

—¡Bestia! —gritó Antoinette.

—Le ruego que me perdone, señorita, pero uno...

Clavain comprendió que la nave había tomado por sí misma la decisión de disparar el cañón de postas a un megahercio. Lo había apuntado contra el banshee de babor, como él había especificado, pero con demasiada antelación.

El Ave de Tormenta volvió a sacudirse. El puente de vuelo se encendió con bloques de destellos rojos. Un claxon comenzó a chillar. Clavain notó un golpe de aire y de inmediato oyó el rápido cierre secuencial de los mamparos.

—Acabamos de recibir un impacto —dijo Antoinette—. En mitad de la nave.

—Tenéis un grave problema —respondió Clavain.

—Gracias, ya me he dado cuenta de eso.

—Golpea al banshee de estribor con el ex...

El Ave de Tormenta se zarandeó de nuevo, y en esta ocasión la mitad de las luces de la consola se apagaron. Clavain supuso que uno de los piratas acababa de alcanzarlos con una posta penetrante equipada con una ojiva de pulso electromagnético. Una lástima, por muy orgullosa que se sintiera Antoinette, que todos los sistemas críticos estuviesen encaminados a través de enlaces optoelectrónicos...

—Clavain... —La chica lo miró con ojos salvajes y asustados—. No logro que funcionen los excímeros...

—Prueba una ruta diferente.

Los dedos de Antoinette volaron sobre los controles y Clavain observó cómo cambiaba la red de conexiones de datos cuando indicó a los paquetes que viajaran por diferentes rutas. La nave volvió a sacudirse. Clavain se agachó y miró por la ventanilla de babor. El banshee ya se cernía enorme, y contrarrestaba su aproximación con un estallido continuo de propulsión inversa. Pudo ver cómo se desplegaban los garfios y las garras, que se articulaban y se alejaban del casco como las extremidades ganchudas y puntiagudas de un insecto negro muy complejo que surgía de su crisálida.

—Date prisa —dijo Xavier, al ver lo que se proponía Antoinette.

—Antoinette. —Clavain habló con tanta tranquilidad como pudo—. Deja que me encargue yo. Por favor.

—¿Y de qué cojones...?

—Tú deja que me encargue.

Antoinette inspiró y exhaló durante cinco o seis segundos, sin hacer otra cosa que mirarlo, y entonces se quitó el cinturón y salió del asiento. Clavain asintió y se apretó para poder pasar junto a ella. Se instaló frente a los controles de las armas.

Ya estaba familiarizado con ellos. Para cuando sus manos tocaron el teclado, sus implantes ya habían comenzado a acelerar la velocidad de su consciencia subjetiva. Todo lo que tenía alrededor se movía lento como un glaciar, tanto las expresiones de los rostros de sus anfitriones como el parpadeo de los mensajes de aviso del panel de control. Hasta sus manos se desplazaban como si atravesaran melaza, y la demora entre que enviaba una señal nerviosa y sus manos respondían a ella era bastante significativa. Pero estaba acostumbrado. Ya lo había hecho antes, demasiadas veces, y comprendía la necesidad de hacer concesiones a la lentitud de respuesta de su propio cuerpo.

Cuando su ritmo de consciencia alcanzó una velocidad quince veces superior a lo normal (de modo que cada segundo real era para él como quince), Clavain se situó en una llanura de calma distante. En la guerra, un segundo era mucho tiempo. Quince segundos, una eternidad. Se podían hacer muchas cosas, se podía pensar mucho en quince segundos.

Vamos allá. Comenzó a disponer las rutas óptimas de control para las armas que les quedaban. La telaraña se transformó y se reconfiguró. Clavain analizó cierto número de posibles soluciones y se obligó a aceptar solo la mejor. Podría llevarle dos segundos reales encontrar la disposición ideal de flujos de datos, pero sería un tiempo bien invertido. Estudió la esfera del radar de corto alcance, sorprendido al comprobar que su ciclo de actualización parecía tan lento como el palpitar de un inmenso corazón.

Ya estaba. Había recuperado el control de los cañones excímeros. Todo lo que necesitaba a partir de ese momento era una estrategia corregida para enfrentarse al cambio de situación. Su mente tardaría algunos segundos (segundos reales) en procesarla.

Iba a ir muy justo.

Pero pensó que lo lograría. Los esfuerzos de Clavain destruyeron un banshee y dejaron al otro lisiado. La nave dañada huyó renqueante de regreso a la oscuridad, con su dibujo de neón parpadeando espasmódicamente como una luciérnaga en cortocircuito. Unos cincuenta segundos después detectaron el destello de su antorcha de fusión y la vieron descender por delante de ellos, en dirección hacia el Cinturón Oxidado.

—Cómo hacer amigos e influir en la gente —dijo Antoinette, al ver cómo se alejaba escorada la nave dañada. Le habían volado la mitad del casco, dejando al aire una confusión de esqueléticas entrañas que escupían espirales grises de vapor—. Buen trabajo, Clavain.

—Gracias —dijo él—. A no ser que me equivoque de lado a lado, eso son dos razones para que confiéis en mí. Y ahora, si no os molesta, voy a tener que desmayarme.

Y se desmayó.

El resto del viaje transcurrió sin incidentes. Clavain siguió inconsciente durante ocho o nueve horas tras la batalla contra los banshees, mientras su mente se recuperaba del esfuerzo por un período tan prolongado de consciencia acelerada. A diferencia de Skade, su cerebro no estaba diseñado para soportar algo así durante más de uno o dos segundos reales, y había sufrido el equivalente a un enorme y repentino golpe de calor.

Pero no hubo efectos secundarios duraderos, y se había ganado la confianza de sus nuevos compañeros. Era un precio que estaba más que dispuesto a pagar. Durante el resto del trayecto fue libre de ir a cualquier parte de la nave que desease, mientras los otros dos se iban deshaciendo poco a poco de las capas externas de sus trajes espaciales. Los banshees no regresaron y el Ave de Tormenta no se topó con actividades militares adicionales. Sin embargo, Clavain seguía sintiendo la necesidad de ser útil y, con el consentimiento de Antoinette, ayudó a Xavier con cierto número de reparaciones y mejoras en vuelo. Los dos se pasaron horas incrustados en reducidos espacios llenos de cables o hurgando a través de capas de arcaico código fuente.

—En realidad no te puedo culpar por no haber confiado antes en mí-dijo Clavain, cuando Xavier y él estaban a solas.

—Me preocupo por ella.

—Eso resulta evidente. Y Antoinette corrió un gran riesgo al venir aquí fuera a rescatarme. En tu situación, yo también habría hecho lo posible por desalentarla. —No te lo tomes como algo personal.

Clavain pasó un estilo por el compad que mantenía en equilibrio sobre sus rodillas y retrazó una serie de pasos lógicos entre la red de control y el cúmulo de comunicaciones dorsal.

—No lo hago.

—¿Y qué me dices de ti, Clavain? ¿Qué pasará cuando lleguemos al Cinturón Oxidado?

Clavain se encogió de hombros.

—Es cosa vuestra, podéis dejarme donde os convenga. El Carrusel Nueva Copenhague es un sitio tan bueno como cualquier otro. —¿Y después qué? —Me entregaré a las autoridades. —¿Los demarquistas? Clavain asintió.

—Aunque para mí hubiese sido mucho más peligroso aproximarme a ellos directamente, aquí en espacio abierto. Tendrá que ser mediante una facción neutral, como la convención.

Xavier asintió.

—Espero que consigas lo que buscas. Tú también has asumido riesgos.

—No por primera vez, te lo aseguro. —Clavain se detuvo y bajó la voz. No era necesario, pues se encontraban a varias decenas de metros de Antoinette, pero no obstante sintió el impulso de hacerlo—. Xavier... ya que estamos solos... hay algo que tengo ganas de preguntarte.

Xavier lo miró a través de unas rayadas gafas grises de visualización de datos.

—Adelante.

—Deduzco que conocías al padre de Antoinette, y que te encargaste de las reparaciones de esta nave mientras él era el dueño. —Muy cierto.

—Entonces supongo que lo sabrás todo sobre la nave, quizá masque Antoinette. —Antoinette es una piloto condenadamente buena, Clavain. Clavain sonrió.

—Lo cual es un modo educado de decir que no está muy interesada en los aspectos técnicos de la maquinaria.

—Como tampoco lo estaba su padre —dijo Xavier, un poco a la defensiva—. Sacar adelante una empresa comercial como esta ya es lo bastante complicado sin tener que preocuparse de cada subrutina.

—Lo comprendo. Yo tampoco soy un experto, pero antes no he podido evitar darme cuenta, cuando la subpersona intervino... —Dejó el comentario colgando.

—Pensaste que fue extraño.

—Casi logra que nos maten —dijo Clavain—. Disparó demasiado pronto, contra mis órdenes directas.

—No eran órdenes, Clavain, solo recomendaciones.

—Culpa mía. Pero lo importante es que no debería haber sucedido algo así. Aunque la subpersona tuviera algún control sobre las armas (y en una nave civil eso se consideraría inusual, por decir algo), seguiría sin poder actuar sin una orden directa. Y, desde luego, no debería haberse asustado.

La carcajada de Xavier fue brusca y nerviosa.

—¿Asustarse?

—Esa es la impresión que me dio. —Clavain no lograba ver los ojos de Xavier detrás de las gafas de datos.

—Las máquinas no se asustan, Clavain.

—Lo sé. Y menos las subpersonas de nivel gamma, que es lo que debería ser Bestia.

Xavier asintió.

—Entonces no ha podido asustarse, ¿verdad?

—Supongo que no. —Clavain frunció el ceño y volvió a su compad. Arrastraba el estilo entre los ganglios brillantes de sendas lógicas como alguien que revolviera un plato de espaguetis.

Atracaron en el Carrusel Nueva Copenhague. Clavain estaba dispuesto a seguir por su cuenta desde ese mismo momento, pero Antoinette y Xavier no iban a permitirlo. Insistieron en que continuara junto a ellos para disfrutar de una cena de despedida en cualquier rincón del carrusel. Tras reflexionar durante unos momentos, Clavain accedió con alegría. Solo le llevaría un par de horas y le proporcionaría una valiosa oportunidad de aclimatarse antes de comenzar lo que, se imaginaba, sería un peligroso viaje en solitario. Y todavía creía que les debía dar las gracias, en especial después de que Xavier le permitiera llevarse lo que quisiera de su vestuario.

Clavain era más alto y delgado que Xavier, así que le hizo falta cierta creatividad para poder vestirse sin tener la impresión de que se llevaba algo especialmente valioso. Se quedó con la capa interior pegada a la piel del traje espacial, que disimuló bajo un abultado chaleco de cuello alto que se parecía, lejanamente, a la clase de chaquetas inflables que los pilotos se ponían cuando hacían un amerizaje. Encontró unos pantalones negros holgados que le caían hasta las espinillas y que le quedaban fatal, incluso con la capa interior, hasta que encontró un par de raídas botas negras que le llegaban casi hasta las rodillas. Cuando se inspeccionó en un espejo, llegó a la conclusión de que parecía más raro que estrambótico, lo que en su opinión era un paso en la buena dirección. Por último se recortó la barba y el bigote y se arregló el pelo, que peinó hacia atrás desde la frente en níveas oleadas.

Antoinette y Xavier lo estaban esperando, ya vestidos. Tomaron un tren intraborde para ir de una zona del Carrusel Nueva Copenhague a otra. Antoinette le explicó que la línea había sido instalada después de que se destruyeran los radios. Hasta entonces, el camino más rápido para ir al otro lado era subir hasta el centro y volver a bajar y, cuando al fin se pudo instalar la línea intraborde, no pudo adoptar la ruta más directa. Zigzagueaba a lo largo del borde, viraba de forma brusca y a veces tomaba desvíos que lo llevaban hasta la superficie del hábitat, solo para evitar una finca interior realmente cara. Cuando la dirección de avance del tren variaba respecto al vector de rotación del carrusel, Clavain notaba que su estómago se anudaba y se soltaba con gran variedad de formas, pero todas ellas mareantes. Le recordó a las inserciones de las naves de evacuación en la atmósfera marciana.

Regresó bruscamente al presente cuando el tren llegó a una enorme plaza interior. Desembarcaron hasta un andén de suelo transparente y paredes de cristal que colgaba a muchas decenas de metros de altura sobre un paisaje asombroso.

Bajo sus pies, atravesada en el muro interior del borde del carrusel, estaba la parte delantera de una enorme nave espacial. Era un diseño redondeado y de morro achatado. Tenía arañazos, boquetes y la habían despojado de todos sus apéndices (vainas, espinas y antenas). Las ventanas de la cabina de la nave, que rodeaban en semicírculo el poste del morro, no eran más que aberturas negras hechas pedazos, como cuencas oculares. Alrededor del cuello de la nave, donde confluía con la capa del carrusel, había una espuma gris congelada, un sellante de emergencia solidificado que poseía la textura porosa de la piedra pómez.

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