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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (50 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Estaban en caída libre. Thorn se desenganchó del asiento, apartó a un lado la red de aceleración y se impulsó con las piernas hasta una de las ventanas con forma de arpilleras. Ya se sentía un poco mejor. Podía ver con mucha claridad el gigante gaseoso, y no parecía en absoluto un planeta con buena salud.

Lo primero en lo que se fijó fueron los tres grandes chorros de materia, que se curvaban provenientes de otra región del sistema. Centelleaban débilmente bajo la luz de Delta Pavonis, delgados lazos de gris traslúcido como enormes pinceladas fantasmagóricas pintarrajeadas en el cielo, planas respecto a la eclíptica y que se alejaban hasta el infinito. El flujo de materia en los chorros resultaba tangible cuando alguno de los pedruscos atrapaba durante un instante el brillo del sol. Era un gusano finamente granulado que a Thorn le recordó a las mansas corrientes de un río a punto de congelarse. La materia viajaba a cientos de kilómetros por segundo, pero la absoluta inmensidad de la escena lograba que incluso esa velocidad resultara lenta. Los propios chorros tenían muchos, muchos kilómetros de ancho. Eran, imaginó, como anillos planetarios que hubieran acabado por desenrollarse.

Siguió con la mirada los chorros hasta su extremo. Cerca del gigante gaseoso, las suaves curvas geométricas, los arcos que describían esas trayectorias orbitales, se desviaban en bruscas horquillas y codos. Los meandros eran redirigidos hacia unas lunas específicas, como si el artista que pintaba esas elegantes franjas se hubiera sobresaltado en el último momento. La orientación de las lunas respecto a los flujos de llegada cambiaba a cada momento, desde luego, así que la geometría de los chorros estaba sujeta a continuas revisiones. De vez en cuando uno de los ríos tenía que frenarse, y el flujo se detenía mientras otro se cruzaba con él. O quizá lo hacían mediante una asombrosa sincronización, de modo que los chorros pasaban uno a través del otro sin que ninguna de las masas que los constituían llegaran a colisionar.

—No sabemos cómo los controlan de esa manera —le dijo Vuilleumier, en voz baja y con tono confidencial—. Esos chorros tienen un momento enorme, son flujos de materia de miles de millones de toneladas por segundo. Y, pese a todo, modifican fácilmente su dirección. Puede que tengan instalados ahí pequeños agujeros negros, para poder girar los chorros a su alrededor. En todo caso, eso es lo que cree Irina. Te puedo asegurar que a mime pone los pelos de punta. Aunque también le he oído decir que tal vez sean capaces de desactivar la inercia cuando lo necesitan, para poder reconducir los chorros de esa forma.

—Eso no suena mucho más alentador que la primera idea.

—No, en efecto. Pero aunque puedan hacer algo así con la inercia o fabricar agujeros negros a voluntad, obviamente no les es posible realizarlo a gran escala o de lo contrario ya estaríamos muertos. Tienen sus limitaciones. Debemos creer en ello.

Las lunas, de unas cuantas decenas de kilómetros de diámetro, eran visibles como prietos bultos de luz, púas al extremo de los chorros que caían. La materia se vertía sobre cada satélite a través de una abertura con forma de boca, perpendicular al plano de movimiento orbital. Por lógica, un flujo así de masa sin contrarrestar tendría que haber arrojado cada luna a una nueva órbita. Pero no sucedía nada parecido, lo que sugería, una vez más, que las leyes habituales de conservación del momento estaban siendo suprimidas, ignoradas o frenadas hasta una fase posterior.

La luna más externa tendía el arco que finalmente rodearía el gigante gaseoso. Cuando Thorn lo había contemplado en la Nostalgia por el Infinito, era todavía posible creer que no tenían pensado cerrarlo, pero ya no cabía albergar esa esperanza. Los extremos seguían alejándose de la luna y el tubo era extrudido a un ritmo de mil kilómetros cada cuatro horas. Surgía a tanta velocidad como un tren expreso, una avalancha de materia superorganizada.

No era magia, solo tecnología. Thorn se recordó a sí mismo que así era, por muy difícil de creer que le resultase. Dentro de la luna, unos mecanismos ocultos bajo la corteza helada procesaban la materia entrante a velocidad diabólica, forjando los impensables componentes que formaban aquel tubo de trece kilómetros de ancho. Las dos mujeres no habían hecho conjeturas (al menos no delante de él) referentes a si el tubo era sólido, hueco o lleno de veloces mecanismos alienígenas.

Pero no era magia. Puede que las leyes físicas, tal como Thorn las entendía, se deshicieran como golosinas en la vecindad de las máquinas inhibidoras, pero eso solo se debía a que no eran unas leyes tan definitivas como daba la impresión, sino meras normas o regulaciones que se seguían la mayor parte del tiempo pero que podían romperse bajo coacción. Y a pesar de todo, los inhibidores estaban hasta cierto punto limitados. Podían hacer maravillas, pero no lo imposible. Por ejemplo, necesitaban materia. Podían trabajar a una velocidad asombrosa pero, a juzgar por las evidencias recopiladas hasta el momento, no eran capaces de sacarla de la nada. Había sido necesario hacer añicos tres mundos enteros para poner en marcha aquel averno de creatividad.

Y fuese lo que fuese lo que estaban haciendo, a pesar de lo vasto que resultaba, obviamente era también lento. El arco tenía que crecer alrededor del planeta a unos «simples» doscientos ochenta metros por segundo, no lo podían crear al instante. Las máquinas eran poderosas, pero no omnipotentes.

Thorn llegó a la conclusión de que ese era todo el consuelo que iban a obtener.

Devolvió su atención a las dos lunas inferiores. Los inhibidores las habían desplazado hasta órbitas perfectamente circulares situadas justo por encima de la capa de nubes. Sus órbitas se intersectaban de forma periódica, pero el lento y diligente despliegue del cable no cesaba.

Aquella parte del proceso resultaba mucho más clara desde allí. Thorn podía ver las elegantes curvas de los tubos extrudidos, que brotaban rectos de la cara posterior de cada luna antes de doblarse hacia abajo rumbo a la cubierta de nubes. Varios miles de kilómetros por detrás de cada luna, los conductos se zambullían en la atmósfera como jeringuillas. Los tubos se movían a velocidad orbital (muchos kilómetros por segundo) cuando tocaban el aire, y dejaban grabadas furiosas marcas de zarpas en la atmósfera. Justo debajo del rastro de cada luna se extendía una estrecha franja de color rojo orín que daba dos o tres vueltas alrededor del planeta, cada pasada separada de las anteriores por culpa de la rotación del gigante gaseoso. Las dos lunas grababan un complejo diagrama geométrico sobre las cambiantes nubes, un patrón que recordaba a un extravagante floreo caligráfico. En cierto sentido, Thorn apreciaba su belleza, aunque era al tiempo nauseabundo. Sin duda, al planeta le iba a suceder algo atroz y definitivo. Aquellos mensajes manuscritos eran complejos ritos funerarios para un mundo que agonizaba.

—Asumo que ya nos crees —dijo Vuilleumier.

—Me siento inclinado a ello —respondió Thorn. Tamborileó en la ventanilla—. Supongo que esto podría no ser cristal, como parece, sino una pantalla tridimensional... pero no creo que deba presumir tanta inventiva por vuestra parte. Aunque saliera al exterior y lo viera por mí mismo, tampoco estaría seguro de que la visera fuese de cristal.

—Eres un hombre muy desconfiado.

—He aprendido que es útil para salvar el pellejo. —Thorn regresó a su asiento, ya había visto suficiente por el momento—. De acuerdo, siguiente pregunta. ¿Qué está pasando ahí abajo? ¿Qué tienen planeado?

—No es necesario que lo sepamos, Thorn. El hecho de que va a ocurrir algo malo ya es información suficiente.

—No para mí.

—Esas máquinas... —Vuilleumier hizo un gesto en dirección a la ventanilla—. Sabemos lo que hacen, pero no cómo. Aniquilan culturas de forma lenta y meticulosa. Sylveste las atrajo hasta aquí, quizá involuntariamente, aunque yo no daría nada por hecho en lo que concierne a ese cabrón, y han venido a cumplir su trabajo. Eso es todo lo que necesitamos saber, tú incluido. Tenemos que sacar a todo el mundo de Resurgam lo antes posible.

—Si esas máquinas son tan eficientes como decís, eso no nos servirá de gran cosa, ¿verdad?

—Ganaremos tiempo —respondió ella—. Y no solo eso. Las máquinas son eficientes, pero no tanto como antaño.

—Pero si me has contado que son máquinas autorreplicantes. ¿Por qué iban a volverse menos eficientes? Si acaso, deberían ser cada vez más listas y rápidas, gracias a todo lo que van aprendiendo.

—Su hipotético creador no quería que se volvieran demasiado listas. Los inhibidores construyeron las máquinas para aniquilar la inteligencia emergente. No tendría mucho sentido que las máquinas ocuparan el nicho que estaban destinadas a mantener vacío.

—Supongo que no... —Thorn no iba a dejar el tema así como así—. Creo que tienes más cosas que contarme. Pero mientras tanto me gustaría acercarme más.

—¿Cuánto más? —preguntó ella, a la defensiva.

—Esta nave es aerodinámica. Apuesto a que puede entrar en una atmósfera. —Eso no entraba en el pacto.

—Pues denúnciame. —Thorn sonrió—. Soy una persona de naturaleza curiosa, igual que tú.

Escorpio recobró la consciencia en un entorno frío y húmedo. Temblaba sin poder evitarlo. Se toqueteó a sí mismo y se quitó de la piel una reluciente capa de gel grasiento. Salía en repulsivas costras semitranslúcidas que hacían un ruido de succión al soltarse de la piel de debajo. Tuvo especial cuidado con la zona alrededor de la cicatriz de una quemadura que llevaba en su hombro derecho, y tanteó su perímetro con vacilante fascinación. No existía un centímetro de la quemadura que no conociera ya a la perfección, pero al tocarla, al reseguir la arrugada orografía de su costa, donde la suave piel de cerdo pasaba a ser algo con la textura correosa de la carne curada, se recordaba el deber que lo atañía a él y solo a él, el deber que se había impuesto desde que lograra escapar de Quail. No debía olvidar nunca a Quail, ni tampoco que Quail (por cambiado que estuviera) era completamente humano en el sentido genético, y que eran los humanos los que debían cargar con lo peor de la venganza de Escorpio.

No le dolía nada, ni siquiera la quemadura, pero sí que sufría cierta incomodidad y desorientación. Los oídos le rugían sin cesar, como si le hubieran metido la cabeza en un conducto de ventilación. Tenía la vista borrosa, y apenas lograba identificar más que vagas siluetas amorfas. Escorpio alzó las manos y se quitó de la cara más de ese gel transparente. Parpadeó. Las cosas ya parecían más claras, pero el rugido persistía. Miró a su alrededor, aún tembloroso y helado, pero lo bastante alerta como para tomar nota de dónde estaba y qué le estaba sucediendo.

Se había despertado dentro de lo que parecía medio huevo de metal roto, encogido en una posición fetal antinatural, con la mitad inferior del cuerpo aún inmersa en el repugnante gel mucoso. Unos tubos de plástico y otros conectores descansaban a su alrededor. Tenía irritada la garganta y también los conductos nasales, como si hasta hacía poco hubiese tenido esos tubos metidos dentro. Y no daba la impresión de que los hubieran extraído con sumo cuidado. El resto del huevo de metal yacía a un lado, como si acabara de soltarse de la otra mitad. Más allá, se extendía por doquier el interior de una nave espacial, identificable al instante: metal azul muy pulido y puntales curvados y perforados que le recordaron a costillas. El rugido de sus oídos era el sonido de los propulsores; la nave estaba yendo a alguna parte, y el hecho de que pudiera oír los motores apuntaba a que la nave podía ser pequeña, no lo bastante grande como para tener los motores encastrados en andamios de fuerza. Una lanzadera, entonces, o algo similar. Decididamente intrasistema.

Escorpio sintió un escalofrío. Se había abierto una puerta al otro extremo de la cabina estriada, revelando una pequeña sala con una escalera dentro que conducía hacia lo alto. Un hombre bajaba del último peldaño. Se agachó para atravesar la abertura y caminó tranquilamente hacia Escorpio. Era evidente que no lo sorprendía verlo despierto.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el hombre.

Escorpio trató de obligar a sus ojos a obedecerlo y enfocar. Aquel hombre le resultaba conocido, aunque había cambiado desde su último encuentro. Sus ropas eran tan discretas y oscuras como antes, pero ahora no era reconocible su procedencia combinada. Tenía el cráneo cubierto de una capa muy fina de pelo negro, cuando antes la llevaba afeitada. Su aspecto era, hasta cierto punto, menos cadavérico.

—Remontoire —dijo Escorpio mientras escupía inmundos trozos de gel por la boca.

—Sí, soy yo. ¿Estás bien? Los monitores indican que no has sufrido ningún efecto serio.

—¿Dónde estamos?

—En una nave, cerca del Cinturón Oxidado. —Entonces has venido a torturarme una vez más. Remontoire no terminó de mirarlo a los ojos. —No era tortura, Escorpio... sino reeducación. —¿Cuándo me entregaréis a la convención?

—Eso ya no aparece en el programa. Al menos, no necesariamente.

Escorpio calculó que la nave era pequeña, quizá una lanzadera. Era muy posible que Remontoire y él fueran los únicos ocupantes. Incluso era lo más probable. Se preguntó qué tal se le daría pilotar una nave de diseño combinado. Quizá no muy bien, pero estaba dispuesto a intentarlo. Aunque se estampara y ardiera todo, sería mucho mejor que una sentencia de muerte.

Embistió contra Remontoire, emergiendo del cuenco en un estallido de gel. Los tubos y los conductos salieron volando. En un instante sus manos deformes buscaban las zonas de presión que dejarían a quien fuera, incluso a un combinado, inconsciente y después muerto.

Escorpio volvió en sí. Se encontraba en otro lugar de la nave, atado a una silla. Remontoire se sentaba frente a él, con las manos apoyadas tranquilamente en el regazo. Detrás se alzaba la impresionante curva de un panel de control, cuya superficie estaba cubierta de numerosos indicadores, sistemas de mando y visualizadores hemisféricos de navegación. Estaba tan lleno de luces como un casino. Escorpio sabía un par de cosas sobre diseño de naves, y una interfaz de control combinada hubiese sido minimalista hasta resultar casi invisible, como algo diseñado por los Nuevos Cuáqueros.

—Yo no volvería a intentar eso —dijo Remontoire.

Escorpio lo miró desafiante.

—¿Intentar el qué?

—Trataste de estrangularme. No te ha funcionado, y me temo que nunca lo lograrás. Hemos puesto un implante en tu cráneo, Escorpio. Un implante realmente pequeño, situado alrededor de la arteria carótida. Su única función es constreñir la arteria en respuesta a una señal de otro implante que hay en mi cabeza. Puedo enviar esa señal de forma voluntaria si me amenazas, pero no es necesario. El implante enviará un código de emergencia si muero o quedo de pronto inconsciente. Tú morirías poco después.

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