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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (84 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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—Pues claro que no me equivoco. Prácticamente lo acabas de admitir.

—No. No lo entiendes.

—¿Qué parte no entiendo?

—No fue Xavier el que me hizo esto. Xavier ayudó, Xavier lo sabía todo, pero no fue idea suya. —¿No?

—Fue tu padre, Antoinette. Fue él quien me ayudó.

La joven volvió a golpear el panel, más fuerte esta vez. Y luego salió caminando de la nave con la intención de no volver a poner un pie en ella.

Lasher, el cerdo, durmió durante buena parte del viaje que lo sacó de la Luz del Zodíaco. Escorpio había dicho que no tenía nada que hacer más que justo al final de la operación, e incluso entonces solo había una posibilidad entre cuatro de que se le exigiera hacer otra cosa que no fuera darle la vuelta a la nave. Pero en el fondo siempre había sabido que sería él quien tuviera que hacer el trabajo sucio. No mostró sorpresa alguna cuando el mensaje del haz estrecho de la Luz del Zodíaco le dijo que su trasbordador era el que estaba en el cuadrante adecuado del cielo para interceptar el navío que Skade había dejado caer tras la nave mayor.

—¡Qué suerte la de Lasher! —dijo para sí—. Siempre quisiste la gloria. Pues ahora es tu gran oportunidad.

No se tomaba su responsabilidad a la ligera, ni subestimaba los riesgos que corría. La operación de rescate era muy peligrosa. La cantidad de combustible que llevaba su trasbordador estaba racionada con toda precisión, solo lo suficiente para que pudiera volver a casa con una carga útil de masa humana. Pero no había margen de error. Clavain había dejado claro que nadie debía hacer heroicidades inútiles. Si la trayectoria del trasbordador de Skade lo llevaba aunque fuera a un kilómetro del volumen, seguro en el que el encuentro era posible; Lasher (o el afortunado que fuera) debía dar la vuelta y olvidarlo. La única concesión que podía hacerse era que cada uno de los trasbordadores de Clavain transportaba un único misil modificado, la cabeza nuclear se había quitado y sustituido por un transmisor. Si se encontraban dentro del alcance del trasbordador de Skade, podrían acoplar la baliza a su casco. La baliza seguiría emitiendo una señal durante un siglo de tiempo subjetivo, quinientos años de tiempo global. No sería fácil, pero seguiría habiendo una tenue oportunidad de buscarlo antes de que cayera más allá de la esfera bien cartografiada del espacio humano. Era suficiente para saber que no habrían abandonado a Felka del todo.

Lasher ya lo veía. Su trasbordador había buscado el de Skade tras seguir las coordinadas actualizadas de la Luz del Zodíaco. El trasbordador de Skade estaba ahora en caída libre, tras haber quemado su último microgramo de antimateria. Lo veía por la ventanilla delantera: un dardo de bronce iluminado por sus focos delanteros.

Abrió el canal que lo conectaba a la abrazadora lumínica.

—Aquí Lasher. Ya lo veo. Es un trasbordador, definitivamente. No sé deciros de qué tipo, pero no se parece a uno de los nuestros.

Ralentizó el acercamiento. Habría estado bien esperar la respuesta de Escorpio, pero era un lujo que no se podía permitir. Ya había un intervalo de veinte minutos para volver a la Luz del Zodíaco, y la distancia no hacía más que aumentar ya que la nave mayor mantenía su aceleración de diez gravedades. Se le permitía pasar treinta minutos exactos allí, y luego tenía que emprender el viaje de regreso. Si se quedaba un minuto más, nunca alcanzaría la abrazadora.

Sería el tiempo justo para establecer una conexión estanca entre las dos naves desconocidas, el tiempo justo para poder subir a bordo y encontrar a la hija de Clavain, o quien fuese.

No le importaba a quién estaba rescatando, solo que Escorpio le había dicho que lo hiciese. ¿Qué mas daba que Escorpio solo estuviera haciendo lo que Clavain le había ordenado? No importaba, no reducía en absoluto la ardiente admiración militar que Lasher sentía por su líder. Había seguido la carrera de Escorpio casi desde el mismo momento en que este había llegado a Ciudad Abismo.

Era imposible subestimar el efecto de la llegada de Escorpio. Antes, los cerdos habían sido una chusma belicosa que se conformaba con hurgar en las capas más asquerosas de la ciudad caída. Escorpio los había galvanizado. Se había convertido en un mesías de los delincuentes, una figura tan mítica que muchos cerdos dudaban que hubiera existido jamás. Lasher había coleccionado los delitos de Escorpio, se los había aprendido de memoria con la avidez de un acólito religioso. Los había estudiado, se había maravillado de su cruel inventiva, de su simplicidad, como la de un haiku. ¿Qué sensación debía de producir, se preguntó, haber sido el autor de aquellas atrocidades, bellas como alhajas? Más tarde se había trasladado a la esfera de influencia de Escorpio y luego había ascendido por las oscuras jerarquías del hampa. Recordó su primer encuentro con Escorpio, la pequeña sensación de desencanto cuando resultó ser otro cerdo más, como él. Pero, poco a poco, comprender eso solo agudizó su admiración. Escorpio era de carne y hueso y eso hacía que sus logros fuera mucho más notables todavía.

Lasher, muy nervioso al principio, se convirtió en uno de los operativos principales de Escorpio, y luego en uno de sus adjuntos.

Y entonces el jefe se había desvanecido. Se decía que se había ido al espacio, a entablar delicadas negociaciones con algún otro grupo criminal del sistema, quizá los skyjacks.

Para Escorpio nunca era muy seguro moverse, pero menos durante la guerra. Lasher se había obligado a enfrentarse con una verdad probable pero difícil de aceptar. Era muy factible que Escorpio estuviera muerto.

Habían pasado los meses. Luego Lasher había oído la noticia: Escorpio estaba arrestado, o algo parecido. Resultó que las arañas lo habían capturado, quizá después de que los zombis ya lo hubieran recogido. Y ahora se estaba presionando a las arañas para que entregaran a Escorpio a la Convención Ferrisville.

Entonces ya estaba. El brillante e ignominioso reinado de Escorpio había llegado a su fin. La Convención podía hacer que se sostuviera casi cualquier acusación, y en tiempos de guerra no había casi ningún delito que no conllevara la pena de muerte. Tenían a Escorpio, un premio que habían buscado durante mucho tiempo. Habría un juicio para hacer el papelón y luego una ejecución, y el paso de Escorpio a la leyenda sería ya completo.

Pero no había sido eso lo que había ocurrido. Se habían oído los típicos rumores contradictorios, pero algunos de ellos habían hablado de lo mismo, de que Escorpio estaba vivo y bien, y de que ya no lo tenía nadie detenido; de que Escorpio había conseguido volver a Ciudad Abismo y estaba ahora oculto en esa oscura y amenazadora estructura que algunos cerdos llamaban el
Cháteau des Corbeaux
, donde decían que estaba el sótano embrujado. Y que era el invitado del misterioso inquilino del
Cháteau
y que ahora estaba montando aquella fábula de la que tantas veces se había hablado pero que nunca había llegado a existir.

El ejército de cerdos.

Lasher se había vuelto a reunir con su antiguo señor y se había enterado de que los rumores eran ciertos. Escorpio estaba trabajando, o colaborando de alguna extraña manera, con el viejo al que llamaban Clavain. Y los dos estaban tramando el robo de una nave perteneciente a los ultras, algo que el reglamento delictivo más ortodoxo decía que no se podía plantear siquiera, por no hablar ya de intentarlo. Lasher se había sentido intrigado y aterrorizado, incluso más cuando se enteró de que el robo era solo el preludio de algo incluso más audaz.

¿Cómo podía resistirse?

Así que allí estaba, a años luz de Ciudad Abismo, a años luz de cualquier cosa que pudiera llamar conocida. Había servido a Escorpio y lo había servido bien, no solo había seguido sus pasos, los había anticipado; incluso, a veces, se había adelantado a su maestro y se había ganado los callados elogios de Escorpio.

Ya estaba cerca del trasbordador. Tenía el aspecto liso de un guijarro gastado que solía tener la maquinaria combinada. Estaba completamente oscuro. Lo rastreó con los focos, buscaba el punto en el que Clavain le había dicho que encontraría una cámara estanca: una costura fina, casi invisible en el casco que solo se revelaría cuando estuviese cerca. La distancia hasta el casco era ahora de quince metros, con una velocidad de acercamiento de un metro por segundo. El trasbordador era lo bastante pequeño para no tener mayor dificultad para encontrar el rehén que había a bordo, siempre que Skade hubiese mantenido su palabra.

Ocurrió cuando estaba a diez metros del casco. Surgió del corazón de la nave combinada: una mota de luz, como la primera chispa del sol naciente. Lasher no tuvo tiempo de parpadear.

Skade vio el destello, como la luz de un hada, del mecanismo de aproximación descortezador. No era difícil de reconocer. No había estrellas en la popa de la Sombra Nocturna, solo un profundo estanque de negrura absoluta que se iba extendiendo. La relatividad estaba apretando el universo visible en un cinturón que rodeaba la nave. Pero la nave de Clavain estaba prácticamente en el mismo marco de velocidad que la Sombra Nocturna, así que todavía parecía encontrarse justo detrás de ella. La pequeña llamarada del arma tachonó la oscuridad como una única estrella mal puesta.

Skade examinó la luz, la corrigió para lograr un modesto corrimiento al rojo diferencial y determinó que la explosión de múltiples teratoneladas solo era consistente si había detonado el mecanismo en sí, más una pequeña masa residual de antimateria. Su arma había destruido una nave espacial del tamaño de un trasbordador, pero no una nave estelar. La explosión de una abrazadora lumínica, una máquina que ya había hundido sus garras en el pozo de energía infinita del vacío cuántico, habría eclipsado al descortezador por tres órdenes de magnitud.

Así que Clavain había sido otra vez más listo que ella. No, se corrigió: no más listo, sino igual de listo, nada más. Skade no había cometido todavía ningún error y aunque Clavain había esquivado todos sus ataques, todavía tenía que atacarla. La ventaja seguía siendo de ella, y estaba segura de que le había causado molestias con al menos uno de sus ataques. Como mínimo lo había obligado a quemar combustible que hubiera preferido conservar. Y lo que era más probable, lo había hecho desviar esfuerzos para detener sus ataques en lugar de prepararse para la batalla que los aguardaba alrededor de Resurgam. En todos los sentidos militares, no había perdido nada salvo la capacidad de volver a tirarse un farol convincente.

Pero, de todos modos, nunca había contado con eso.

Era hora de hacer lo que había que hacer.

—Cabrón mentiroso.

Xavier levantó la cabeza cuando Antoinette entró hecha una furia en su alojamiento. Estaba echado de espaldas en el catre, con un compad sobre las rodillas. Antoinette vislumbró por un momento las líneas del código fuente que se desplazaban por el pad, los símbolos y muescas sinuosas del lenguaje de programación que se parecía a las intrincadas estrofas formalizadas de una poesía alienígena. Xavier tenía un puntero agarrado entre los dientes. Se le cayó de la boca cuando la abrió asustado. El compad se deslizó hasta el suelo.

—¿Antoinette?

—Lo sé.

—¿Sabes qué?

—Lo de la Resolución Mandelstam. Lo de Lyle Merrick. Lo del Ave de Tormenta. Lo de Bestia. Lo tuyo.

Xavier se bajó del catre y sus pies tocaron el suelo. Se pasó unos cuantos dedos por la melena negra con gesto tímido.

—¿Sobre qué?

—¡No me mientas, so cabrón!

Y luego la tenía encima, ciega de rabia, vapuleándolo. No había una violencia real tras sus puñetazos, en cualquier otra circunstancia habrían sido juguetones. Pero Xavier ocultó la cara y absorbió la ira de la joven con los antebrazos. Estaba intentando decirle algo, pero ella lo despreciaba furiosa, se negaba a escuchar sus lloriqueos y pequeñas justificaciones.

Por fin la rabia se convirtió en lágrimas. Xavier le impidió que siguiera golpeándolo y le cogió las muñecas con dulzura.

—Antoinette...

La joven lo golpeó una última vez y luego comenzó a sollozar desesperada. Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo.

—No es culpa mía —dijo Xavier—. Te juro que no es culpa mía. —¿Por qué no me lo dijiste?

La miró y ella le devolvió la mirada a través de una bruma de lágrimas.

—¿Por qué no te lo dije?

—Eso es lo que te he preguntado.

—Porque tu padre me hizo prometer que no lo haría.

Cuando Antoinette se calmó, cuando estuvo lista para escuchar, Xavier le contó algo de lo que había pasado.

Jim Bax había sido amigo de Lyle Merrick durante muchos años. Los dos eran pilotos de mercancías, ambos trabajaban dentro y alrededor del Cinturón Oxidado. En circunstancias normales, a dos pilotos que operasen dentro de la misma esfera comercial les habría resultado difícil mantener una amistad sincera en medio de los altibajos de una economía que abarcaba todo el sistema; habría habido demasiadas ocasiones en las que sus intereses se solapasen. Pero como Jim y Lyle operaban en nichos de mercado radicalmente diferentes, con listas de clientes muy distintas, la rivalidad nunca había amenazado su relación. Jim Bax transportaba cargas pesadas en trayectorias rápidas de alto consumo, en general con poca antelación y en general, aunque no siempre, más o menos dentro de los límites de la legalidad. Desde luego Jim no buscaba clientes delincuentes, aunque tampoco se podía decir sin faltar a la verdad que los rechazase. Lyle, a diferencia de su amigo, trabajaba casi de forma exclusiva con criminales. Estos reconocían que su gabarra lenta, frágil, poco fiable y de motor químico era poco más o menos la nave que menos probabilidades tenía de atraer la atención de los cúteres aduaneros de la Convención. Lyle no podía garantizar que sus cargas llegaran a sus destinos con rapidez, a veces ni que llegaran, pero casi siempre podía garantizar que llegaran sin sufrir inspecciones, y que no habría incómodas líneas de investigación que se extendieran hasta sus clientes. Y así, de una forma más o menos modesta, Lyle Merrick fue prosperando. Se tomó muchas molestias para ocultar sus ganancias a las autoridades y mantuvo con escrupulosidad la ilusión de estar siempre al borde de la insolvencia. Pero entre bambalinas, y para lo que era aquella época, era un hombre con una riqueza moderada, mucho más acaudalado, de hecho, de lo que sería jamás Jim Bax. Lo bastante acaudalado, en realidad, para poder permitirse hacer una copia de seguridad de sí mismo una vez al año en una de las instalaciones de escáneres de nivel alfa de la cubierta superior de Ciudad Abismo.

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