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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (82 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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—Para entonces ya será demasiado tarde —dijo la mujer mientras se volvía hacia la ventana.

—Eso no lo sabemos —dijo Thorn.

—Mira —Volyova habló en voz baja—. ¿Ves eso?

—¿Ver qué?

—A lo lejos, entre esos dos edificios. Allí, un poco más allá de la Casa de Radiodifusión. Es imposible no verlo.

Thorn se acercó a la ventana con Khouri a su lado. —No veo nada.

—¿Ya se ha emitido tu declaración? —preguntó Volyova. Thorn comprobó la hora.

—Sí... Sí. Ya debería haber salido, al menos en Cuvier.

—Entonces ahí tienes tu primera reacción: un incendio. No es gran cosa todavía, pero que no te quepa duda: veremos más antes de que termine la noche. La gente está aterrorizada. Lleva meses aterrorizada con esa cosa en el cielo. Y ahora saben que el Gobierno les ha estado mintiendo de forma sistemática. Dadas las circunstancias, yo estaría un poquito enfadada, ¿tú no?

—No durará —dijo Thorn—. Confía en mí, conozco a esta gente. Cuando entiendan que hay una ruta de escape, que todo lo que tienen que hacer es actuar de forma racional y hacer lo que yo les diga, se calmarán.

Volyova sonrió.

—O bien eres un hombre con una capacidad muy poco habitual, Thorn, o un hombre con una comprensión bastante inadecuada de la naturaleza humana. Solo espero que sea lo primero.

—Tú ocúpate de tus máquinas, Irina, que ya me ocuparé yo de la gente.

—Vamos arriba —dijo Khouri—. Al balcón. Podremos ver las cosas con más claridad.

Abajo había vehículos moviéndose por todas partes, más de los habituales para una noche de lluvia. Las furgonetas de la policía se reunían fuera del edificio. Thorn contempló cómo se amontonaban los antidisturbios en su interior, se sacudían unos a otros con sus armaduras, escudos y picanas con puntas eléctricas. Una por una fueron desapareciendo las furgonetas para dispersar a la policía por los puntos más problemáticos. Con otras furgonetas se estaba haciendo un cordón alrededor del edificio, los espacios entre ellas cubiertos por barricadas de metal en las que se habían abierto estrechas ranuras.

En el balcón, todo estaba mucho más claro. Los sonidos de la ciudad les llegaban a través de la lluvia. Se oían golpes y estallidos, sirenas y gritos. Casi parecía un carnaval, salvo que no había música. Thorn se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había oído algún tipo de música.

En ese momento, a pesar de todos los esfuerzos de la policía, había una multitud reuniéndose en el exterior de la Casa Inquisitorial. Lo cierto es que eran demasiadas personas para contenerlas y todo lo que la policía podía hacer era evitar que entraran en el propio edificio. Varias personas estaban ya echadas en el suelo, delante de la multitud, atontadas por granadas o picanas. Sus amigos hacían todo lo que podían por llevarlas a un sitio seguro. Un hombre se sacudía en medio de un ataque epiléptico. Otro parecía muerto, o por lo menos sumido en una profunda inconsciencia. La policía podría haber asesinado en unos cuantos segundos a la mayor parte de los integrantes de la multitud, Thorn lo sabía, pero se estaban conteniendo. Estudió lo mejor que pudo los rostros de la policía. Parecían tan asustados y confusos como la multitud que se suponía que tenían que pacificar. Era obvio que se habían decretado órdenes especiales, y que su respuesta debía ser más mesurada que brutal.

El balcón estaba rodeado por un muro bajo y desgastado. Thorn se acercó al borde y miró por encima para asomarse al nivel de la calle. Khouri lo siguió, la triunviro Volyova permaneció oculta a los de abajo.

—Es la hora —dijo Thorn—. Tengo que hablar con el pueblo en persona. De esa forma sabrán que no se falsificó la declaración.

Sabía que todo lo que tenía que hacer era gritar y alguien lo oiría, aunque solo fuera una persona de la multitud. En poco tiempo, todo el mundo estaría mirando hacia arriba y sabrían, incluso antes de que hablase, quién era.

—Que sea bueno —dijo Volyova, que apenas alzó la voz por encima de un susurro—. Que sea muy bueno, Thorn. Van a depender muchas cosas de esta pequeña representación.

Él volvió la cabeza para mirarla.

—¿Entonces lo reconsiderarás?

—Yo no he dicho eso.

—Irina... —dijo Khouri—. Por favor, piénsalo. Al menos danos una oportunidad antes de utilizar tus armas.

—Tendréis una oportunidad —dijo Volyova—. Antes de utilizar las armas las trasladaré al otro lado del sistema. De ese modo, incluso si hay una respuesta por parte de los inhibidores, la Nostalgia no será el objetivo más obvio.

—Eso llevará un tiempo, ¿no? —preguntó Khouri.

—Tenéis un mes, eso es todo. Por supuesto, no espero que tengáis todo el planeta evacuado para entonces. Pero si os ajustáis al programa acordado, haciéndole quizás alguna mejora, es posible que me plantee retrasar el uso de las armas un poco más. Es bastante razonable, ¿no? Ya veis que puedo ser flexible.

—Nos estás pidiendo demasiado —dijo Khouri—. No importa lo eficiente que sea nuestra operación en la superficie, no podemos trasladar a más de dos mil personas de una vez entre la órbita inferior y la nave estelar. Es un embudo inevitable, Ilia. —No pareció darse cuenta de que había pronunciado el verdadero nombre de la triunviro.

—Siempre se puede hacer algo para solucionar los embudos, si es lo bastante importante —dijo—. Y yo os he dado todos los incentivos posibles, ¿no?

—Es Thorn, ¿verdad? —dijo Khouri.

Thorn la miró entonces.

—¿Qué pasa conmigo?

—No le gusta la forma en que te has interpuesto entre nosotras —le dijo Khouri.

La triunviro lanzó el mismo bufido de desprecio que él le había oído antes.

—No. Es cierto-dijo Khouri—. ¿Verdad, Ilia? Tú y yo teníamos una relación laboral perfecta hasta que metí a Thorn en el acuerdo. Jamás nos perdonarás ni a mí ni a él que hayamos destruido esa pequeña y bonita asociación.

—No seas absurda —dijo Volyova.

—No estoy siendo absurda, solo...

Pero la triunviro pasó a su lado con gesto brusco.

—¿Adónde vas? —preguntó Khouri.

Se detuvo lo suficiente para responder.

—¿Adónde crees tú, Ana? Vuelvo a mi nave, tengo trabajo que hacer.

—¿A tu nave, así, de repente? Creí que era nuestra nave.

Pero Volyova había dicho todo lo que pensaba decir. Thorn oyó las pisadas que se retiraban y volvían a entrar en el edificio.

—¿Es eso cierto? —le preguntó a Khouri—. ¿De verdad crees que está resentida conmigo?

Pero ella tampoco dijo nada. Thorn, después de un buen momento, se volvió de nuevo hacia la ciudad. Se inclinó hacia la noche mientras formulaba el crucial discurso que estaba a punto de pronunciar. Volyova tenía razón, muchas cosas dependían de él.

La mano de Khouri se cerró alrededor de la suya.

El aire hedía a gas del miedo. Thorn sintió cómo se adentraba en su cerebro y elaboraba la sensación de ansiedad.

28

Skade recorría su nave con paso airado. Ya nada parecía ir bien a bordo de la Sombra Nocturna. La presión sobre su columna se había aliviado y sus globos oculares habían vuelto más o menos a su forma, pero esas eran, en realidad, las únicas compensaciones. Todos los seres vivos que había dentro la nave estaban ahora dentro de la esfera detectable de influencia del campo, incrustados en una burbuja de vacío cuántico modificado. Nueve décimas partes de la masa inercial de cada partícula del campo ya no existían.

La nave se estaba lanzando hacia Resurgam a diez gravedades.

Si bien Skade tenía su coraza y estaba por tanto aislada de los efectos más fisiológicamente inquietantes del campo, seguía moviéndose lo menos posible. Caminar en sí no era difícil, ya que la aceleración que sentía la coraza era solo de una gravedad, una décima parte de su valor real. La coraza ya no tenía que esforzarse bajo la carga extra y Skade había perdido la sensación de que una caída le desharía el cerebro de forma inmediata. Pero todo lo demás iba peor. Cuando le pedía a la coraza que moviera un miembro, esta cumplía sus deseos con demasiada rapidez. Cuando movía lo que debería haber sido una pesada pieza del equipo, la pieza cambiaba de posición con demasiada facilidad. Era como si el mobiliario de la nave, de sólida apariencia, hubiera sido sustituido por una serie de fachadas convincentes, pero finas como el papel. Incluso al cambiar la dirección de la mirada tenía que tener cuidado. Sus globos oculares, que ya no estaban distorsionados por la gravedad, respondían ahora demasiado bien y tendían a dispararse, y luego a compensar demasiado esa velocidad. Lo sabía porque los músculos que los dirigían y que estaban anclados al cráneo habían evolucionado para mover una esfera de tejido con cierta masa inercial, y ahora estaban confundidos. Pero saberlo no hacía que enfrentarse a ello fuera más fácil. Había desconectado su área postrema de forma permanente y su oído interno estaba muy afectado por el campo de inercia modificado.

Llegó al alojamiento de Felka. Entró y la encontró donde la había dejado por última vez, sentada con las piernas cruzadas en una parte del suelo al que había dado instrucciones para que se volviera blando. Sus ropas tenían un aspecto rancio, arrugado. Tenía la piel pálida y el cabello era una maraña de nudos grasientos. En algunos sitios vio trozos de cuero cabelludo en carne viva, allí donde Felka se había arrancado mechones. Estaba inmóvil, con una mano en cada rodilla. Tenía la barbilla un poco levantada y los ojos cerrados. Había un leve rastro reluciente de mucosidad que iba desde uno de los orificios de la nariz a la parte superior del labio.

Skade revisó las conexiones neuronales entre Felka y el resto de la nave. Para su sorpresa, no detectó ningún tráfico significativo. Había supuesto que Felka debía de estar vagando por un entorno cibernético, como había sido el caso durante sus dos últimas visitas. Skade las había explorado y había encontrado inmensos edificios parecidos a rompecabezas creados por la propia Felka. Estaba claro que eran sucedáneos de la Muralla. Pero en esta ocasión no era así. Después de abandonar el mundo real, Felka había dado el siguiente paso lógico: había vuelto al lugar donde había comenzado todo.

Había regresado a su propio cráneo.

Skade bajó hasta su nivel, estiró el brazo y le tocó la frente. Esperaba que Felka se estremeciera al sentir el contacto frío del metal, pero igual podría estar tocando un maniquí de cera.

Felka... ¿me oyes? Sé que estás ahí dentro, en alguna parte. Soy Skade. Hay algo que tienes que saber.

Esperó una respuesta. No hubo ninguna.

Felka, se trata de Clavain. He hecho lo que he podido para hacerle darla vuelta, pero no ha respondido a ninguno de mis intentos de persuasión. Mi último esfuerzo fue el que penseque tenía más probabilidades de convencerlo. ¿Quieres que te diga cuál fue?

Felka siguió respirando, regular y lentamente.

Te utilicé. Le prometía Clavain que si daba la vuelta te enviaría de vuelta con él. Viva, por supuesto. Creí que era un trato justo. Pero no le interesaba. No ha dado ninguna respuesta a mi propuesta. ¿Lo ves, Felka? No puedes significar tanto para él como su amada misión.

Se levantó y luego se paseó alrededor de la meditabunda figura sentada.

Esperaba que significaras más, ¿sabes? Habría sido la mejor solución para los dos. Pero era cosa suya y me demostró cuáles eran sus prioridades. Y entre ellas no estás tú, Felka. Después de todos esos años, todos esos siglos, no significabas tanto para él como cuarenta absurdas máquinas. Admito que me sorprendió.

Pero Felka seguía sin decir nada. Skade sintió el impulso de meterse en su cráneo y encontrar ese lugar cálido y cómodo al que se había retirado. Si Felka hubiera sido una combinada normal, habría estado dentro de las posibilidades de Skade invadir sus espacios mentales más privados, pero su mente estaba conformada de otra manera. Skade podía rozar la superficie, de vez en cuando vislumbrar sus profundidades, pero nada más.

Suspiró. En realidad no había querido atormentar a Felka, pero tenía la esperanza de arrancarla de su aislamiento, volviéndola contra Clavain.

No había funcionado.

Se colocó detrás de ella. Cerró los ojos y emitió un raudal de órdenes al mecanismo médico de la columna que le había acoplado a Felka. El efecto fue inmediato y gratificante. Felka se derrumbó, se hundió sobre sí misma. Se le abrió la boca, que comenzó a rezumar saliva.

Skade la cogió con delicadeza y la sacó de la habitación.

El sol plateado ardía sobre su cabeza, una moneda negra que atravesaba con sus rayos una caldera de niebla marina y gris. Skade se acomodó en un cuerpo de carne y hueso, como ya había hecho antes. Se encontraba de pie sobre una roca lisa; el aire le helaba hasta los huesos, le picaba por el ozono y el hedor salobre a algas podridas. A lo lejos, mil millones de guijarros suspiraron como en un orgasmo bajo el asalto de otra ola del mar.

Volvía a ser el mismo lugar. Se preguntó si el lobo no se estaría volviendo un poquito predecible.

Skade escudriñó la niebla que la rodeaba. Allí, a no más de una docena de pasos de ella, había otra figura humana. Pero esta vez no era Galiana ni el lobo. Era un niño pequeño, agachado sobre una roca de más o menos el mismo tamaño que la de ella. Con gran cuidado, Skade saltó y brincó de una roca a otra, bailando entre los estanques y los riscos de bordes afilados que los unían. Volver a ser del todo humana era tan inquietante como estimulante. Se sentía más frágil que nunca antes de que Clavain le hiciera daño, era consciente de que debajo de la piel solo había músculo suave y hueso quebradizo. Estaba bien ser invisible. Pero al mismo tiempo estaba bien sentir que la química del universo le invadía cada poro de la piel, sentir que el viento le acariciaba el vello del dorso de la mano, sentir cada risco y cada fisura de la roca gastada por el mar que tenía bajo sus pies.

Alcanzó al pequeño. Era Felka, no tenía nada de extraño, pero aparecía tal y como debía de ser en Marte, cuando Clavain la había rescatado.

Estaba sentada con las piernas cruzadas, igual que lo había estado en el camarote. Llevaba un vestido rasgado, manchado por las algas, húmedo y mugriento que le dejaba al aire los brazos y las piernas. Su cabello, como el de Skade, era largo y oscuro y le caía en lacios mechones por la cara. La niebla marina prestaba a la escena un aspecto blanquecino, monocromo.

Felka levantó la cabeza y entabló contacto visual durante un segundo, luego volvió a la actividad que la había ocupado hasta entonces. A su alrededor, formando un anillo desigual, había una multitud de partes diminutas de criaturas marinas de caparazón duro: patas y tenazas, pinzas y colas, antenas que parecían látigos, fragmentos rotos de algún caparazón, alineados y orientados con una precisión maníaca. La conjunción de las muchas partes pálidas se parecía a una especie de álgebra anatómica. Felka miraba los conjuntos en silencio, de vez en cuando se daba la vuelta en cuclillas para examinar una parte diferente. Solo de vez en cuando cogía uno de los trozos, un miembro articulado, con púas quizá, y lo volvía a colocar en otro sitio. Su expresión estaba vacía, no era en absoluto la de una niña jugando. Era más como si estuviera inmersa en una tarea que exigía toda su atención, algo solemne, una actividad demasiado intensa para ser agradable.

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