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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (78 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Skade llevó la arqueta rodando a un ascensor y fueron nave abajo, hacia los límites de la burbuja. Veía la curva inferior de la mandíbula de Galiana a través de la ventanilla de observación de la arqueta. La expresión de la mujer era de infinita calma y compostura. Skade se alegraba mucho de haber tenido la presencia de ánimo suficiente para traérsela con ella, incluso cuando el único campo de acción de la misión había sido detener a Clavain. En el fondo, incluso entonces debió de sospechar que quizá tendrían que dirigirse al espacio interestelar, y que en algún momento sería necesario buscar el peligroso consejo de Galiana. No le había costado nada traer a bordo el cadáver congelado de la mujer; ahora, lo único que le hacía falta era el valor para consultar con ella.

Empujó la arqueta hacia una sala blanca y limpia. Detrás de ella, la puerta se selló sin que nadie la viera. La habitación estaba llena de una maquinaria del mismo color pálido que la cascara de huevo que solo era visible de verdad cuando se movía. La maquinaria era antigua, cuidada con todo cariño y temor desde los días de los primeros experimentos de Galiana en Marte. Tampoco le había costado nada a Skade traérsela con ella a bordo de la Sombra Nocturna.

Abrió la arqueta. Elevó la temperatura central del cadáver cincuenta milikélvines y luego colocó en posición la pálida maquinaria. Esta se balanceó y aleteó alrededor de Galiana, sin llegar a tocar jamás su piel. Skade dio un paso atrás con un rígido zumbido de servos. La pálida maquinaria la ponía incómoda, siempre había sido así. Había algo profundamente inquietante en ella, tanto que casi nunca se había utilizado. Incluso en esas extrañas ocasiones en las que se había utilizado, le había hecho cosas horribles a aquellos que se habían atrevido a abrirles su mente.

Skade no pensaba utilizar la maquinaria en toda su capacidad. Todavía no. Por ahora solo deseaba hablar con el lobo, y eso solo requería un subconjunto de la funcionalidad de la maquinaria, explotar su extremo aislamiento y sensibilidad, su habilidad para pulsar y amplificar las más leves señales en el agitado mar de un caos neuronal. No intentaría un acoplamiento de coherencia a menos que tuviera muy buenas razones, así que no había razones fundadas para aquella sensación de inquietud.

Pero Skade sabía lo que podía hacer la maquinaria, y con eso bastaba.

Se preparó. Los indicadores externos mostraban que ya se había calentado lo suficiente a Galiana para despertar al lobo. La maquinaria ya estaba recogiendo las conocidas constelaciones de actividad eléctrica y química que mostraban que estaba empezando a pensar otra vez.

Cerró los ojos. Hubo un momento de transición, una sacudida de percepción seguida por una sensación desorientadora de rotación. Y luego estaba de pie sobre una roca plana y dura, apenas lo bastante grande para albergar sus pies. La roca era una entre las muchas que penetraban en una neblina que la rodeaba, colocadas como unas pasaderas que se adentraban en un agua gris y poco profunda, unidas por unas crestas pronunciadas y cubiertas de excrecencias. Era imposible ver a más de quince o veinte metros en cualquier dirección. El aire era frío y húmedo, olía a mar y al hedor de algo que se parecía a algas podridas. Skade se estremeció y apretó más a su alrededor la túnica negra que vestía. Debajo no llevaba nada, los dedos desnudos se le curvaban sobre el borde de la roca. Su cabello, oscuro y húmedo, se le pegaba a los ojos. Levantó la mano y se lo retiró de la frente. No había cresta en su cuero cabelludo, y su ausencia le hizo inhalar con una sensación de intensa sorpresa. Volvía a ser completamente humana, el lobo había restaurado su cuerpo. Oyó, a lo lejos, el rugido que, como si de una multitud se tratara, lanzaban las olas del océano. Sobre su cabeza, el cielo era de un pálido color gris verdoso inseparable de la bruma que llegaba hasta el suelo, y eso la hacía sentir náuseas.

Los primeros y torpes intentos de comunicación entre Skade y el lobo habían sido a través de la boca de Galiana, algo que resultó ser demasiado unidimensional y lento comparado con la conexión entre mentes. Desde entonces, Skade había accedido a encontrarse con el lobo en un entorno prestado, una simulación de tres dimensiones en la que ella se sumergía y participaba por completo.

Una simulación que elegía el lobo, no ella. Urdía un espacio en el que Skade se veía obligada a entrar bajo los estrictos términos del lobo. Skade podría haber recubierto esta realidad con algo que hubiera elegido ella, pero temía que pudiera haber algún matiz o detalle que ella no viera.

Era mejor jugar según las reglas del lobo, incluso si con eso sentía que controlaba muchísimo menos la situación. Era, y Skade lo sabía, una peligrosa espada de dos filos. No habría confiado en nada de lo que el lobo le dijera, pero Galiana también estaba allí, en alguna parte, y Galiana había aprendido muchas cosas que quizá todavía le fueran útiles al Nido Madre. El truco estaba en distinguir al lobo de su anfitriona, y por eso Skade tenía que estar tan compenetrada con los matices del entorno. Nunca sabía cuándo podría abrirse paso Galiana, aunque solo fuera por un instante. Estoy aquí. ¿Dónde estás tú?

El rugido de la marea se incrementó. El viento le cubrió la cara con una cortina de pelo. Se sentía vulnerable, rodeada por tantas crestas de bordes afilados. Pero sin previo aviso la bruma se abrió un poco ante ella y apareció al borde de su campo de visión una figura gris como la neblina. La figura era en realidad no más que una sugerencia de la forma humana; no había ningún detalle, y la bruma no dejaba de espesarse y desvanecerse a su alrededor. Igual podría haber sido un tocón de madera gastado por el tiempo. Pero Skade sintió su presencia, y esa presencia era conocida. Había una inteligencia aterradora y fría que emanaba de la figura como un estrecho proyector. Era una inteligencia sin conciencia; pensamiento sin emoción ni identidad. Skade sintió solo análisis e inferencia.

El rugido distante de la marea dio forma a las palabras.

—¿Qué es lo que quieres de mí ahora, Skade?

Lo mismo...

—Utiliza tu voz.

Ella obedeció sin discutir.

—Lo mismo que he querido siempre: consejo.

La marea dijo.

—¿Dónde estamos, Skade?

—Creí que eras tú el que decidía eso.

—No es eso a lo que me refería. Quiero decir, ¿dónde está su cuerpo, con exactitud?

—A bordo de una nave —dijo Skade—. En el espacio interestelar, a medio camino entre Épsilon Eridani y Delta Pavonis. —Se preguntó cómo había podido averiguar el lobo que ya no estaban en el Nido Madre. Quizás había sido pura casualidad, se dijo sin llegar a convencerse del todo.

—¿Por qué?

—Sabes por qué. Las armas están alrededor de Resurgam. Debemos recuperarlas antes de que lleguen las máquinas.

Por un momento, la figura se hizo más clara. Por un instante hubo una insinuación de un morro, ojos caninos oscuros y el brillo lobuno de unos incisivos de acero.

—Debes comprender que tengo sentimientos encontrados sobre una misión así.

Skade se apretó aún más la túnica. —¿Porqué?

—Ya sabes por qué. Porque a aquello de lo que yo formo parte podría causarle molestias el uso de esas armas.

—No quiero debatir nada —dijo Skade—, solo quiero ayuda. Tienes dos alternativas, lobo: dejar que las armas caigan en manos de otra persona, alguien sobre quien no tienes ninguna influencia, o ayudarme a mí a recuperarlas. Ves la lógica, ¿no? Si tuviera que obtenerlas alguna facción humana, seguro que será mejor que lo haga una que ya conoces, una en la que ya te has infiltrado.

Sobre ella, el cielo se hizo menos opaco. Un sol plateado restregó el pálido dosel verde. La luz centelleó en los riscos que unían los estanques de roca y las piedras, dibujando una imagen que a Skade le recordó a los caminos sinápticos revelados por una rebanada de tejido cerebral. Luego se volvió a cerrar la bruma y sintió más frío que antes. Tenía más frío y era más vulnerable.

—¿Entonces cuál es el problema?

—Hay una nave detrás de mí. Me lleva siguiendo desde que dejamos el espacio de Yellowstone. Tenemos maquinaria que suprime la inercia, lobo. Nuestra masa inercial es del veinticinco por ciento en estos momentos. Sin embargo, la otra nave sigue jugando a alcanzarnos, como si tuviera la misma tecnología a bordo.

—¿Quién está operando esa otra nave?

—Clavain —dijo ella vigilando la reacción del lobo con gran interés—. Al menos tengo sospechas razonables de que es él. Estaba intentando devolverlo al Nido Madre cuando desertó. Me dio esquinazo alrededor de Yellowstone. Se hizo con otra nave, se la robó a los ultras. Pero no sé de dónde sacó la tecnología.

El lobo pareció inquietarse. Entraba y salía de la bruma, su forma se contorsionaba con cada momento de claridad.

—¿Has intentado matarlo?

—Sí, pero no lo he conseguido; es muy tenaz, lobo. Y no ha desistido, que era mi siguiente esperanza.

—Ese es Clavain, desde luego. —Skade se preguntó si el que hablaba era el lobo o Galiana, o alguna incomprensible fusión de ambos—. Bueno, ¿qué ha sugerido tu precioso Consejo Nocturno, Skade?

—Que presione la maquinaria todavía más.

El lobo se desvaneció, luego regresó.

—¿Y si Clavain sigue estando a tu altura, paso a paso...? ¿Te has planteado lo que podrías hacer entonces? —No seas absurdo.

—Hay que enfrentarse a los temores, Skade. Se debe contemplar lo impensable. Hay una forma de adelantarse a él, solo tienes que tener el valor para hacerlo.

—No pienso hacerlo. No sé cómo hacerlo. —Skade estaba mareada, a punto de caerse de la lisa plataforma rocosa. Las crestas parecían lo bastante afiladas para cortarle la piel—. No sabemos nada de cómo opera la maquinaria en ese régimen.

—Puedes aprender —le dijo el lobo con tono provocador—. El Exordio te enseñaría lo que tendrías que hacer, ¿no es cierto?

—Cuanto más exótica es la tecnología, más difícil es interpretar los mensajes que la describen, lobo.

—Pero yo podría ayudarte.

Skade estrechó los ojos.

—¿Ayudarme?

—Con el Exordio. Ahora nuestras mentes están unidas, Skade. No hay razón para que no podamos continuar con la siguiente fase del experimento. Mi mente podría filtrar y procesar la información del Exordio. Con las pistas que recibamos, yo podría mostrarte con toda exactitud lo que tendrías que hacer para realizar la transición al estado cuatro.

—¿Así de fácil? ¿Me ayudarías solo para asegurarte de que consigo las armas?

—Por supuesto. —Durante un momento la voz del lobo fue juguetona. Se vio otra vez el destello de un incisivo—. Pero, por supuesto, no seríamos solo tú y yo.

—¿Disculpa?

—Trae a Felka.

—No, lobo...

—Trae a Felka o no te ayudaré.

Skade comenzó a discutir, aunque sabía lo inútil que era; sabía que, en última instancia, no tenía más alternativa que hacer lo que deseaba el lobo. La bruma había vuelto a cerrarse. El escrutinio analítico de la mente del lobo cesó de repente, como cuando se apaga el haz de una linterna. Skade estaba bastante sola. Volvió a estremecerse bajo el frío, oyendo el largo y lento gruñido de la marea distante.

—No...

La bruma se cerró todavía más. El estanque de rocas se tragó la piedra bajo sus pies y luego, con el mismo giro de percepción, Skade se vio de vuelta en la prisión metálica de su coraza a bordo de la Sombra Nocturna. La gravedad era una masa opresiva. Trazó con un dedo de acero la curva de aleación de su muslo y recordó el tacto de la carne, recordó la sensación de frío y la textura porosa de la roca bajo sus pies. Sintió la conmoción de emociones no deseadas: pérdida, arrepentimiento, horror, el doloroso recuerdo de estar entera. Pero había cosas que había que hacer y que transcendían todas esas preocupaciones. Aplastó las emociones y las eliminó de su existencia, conservó solo el más pequeño residuo de ira.

Eso la ayudaría en los días que tenía por delante.

27

En las escasas ocasiones en las que hacía alguna clase de viaje a bordo de la nave, Clavain se movía por la Luz del Zodíaco metido en un soporte exoóseo, siempre magullado e irritado por los puntos de presión del armazón. Ahora estaban a cinco gravedades y aceleraban en una lucha encarnizada con la Sombra Nocturna, que ya solo estaba a tres días luz por delante de ellos. Cada vez que Skade aumentaba su aceleración, Clavain convencía a Sukhoi para que incrementara la de ellos en una proporción incluso mayor, cosa que, con no poca resistencia, había hecho la mujer. Poco más de una semana después, según el tiempo de la nave, se veía que Skade respondía con otro incremento. La pauta era obvia: ni siquiera Skade estaba dispuesta a presionar la maquinaria más de lo absolutamente necesario.

Pauline Sukhoi no utilizaba equipo exoóseo. Cuando se encontraba con Clavain lo hacía en un vagón de viaje que se adaptaba a su forma y en el que se echaba casi por completo, de espaldas, mientras luchaba por respirar entre palabra y palabra. Como muchas otras cosas de la nave, el vagón tenía un aspecto improvisado, como algo soldado a toda prisa. Las fábricas estaban funcionando sin parar para producir armas, equipo de combate, arquetas para sueño frigorífico y repuestos; cualquier otra cosa tenía que prepararse en talleres menos sofisticados.

—¿Y bien? —dijo Sukhoi. La fuerza de la aceleración intensificaba su aspecto angustiado al presionarle la piel contra las cuencas de los ojos.

—Necesito siete gravedades —dijo Clavain—. Seis y medio como mínimo.

—Te he dado todo lo que puedo, Clavain.

—Esa no es la respuesta que buscaba.

La mujer lanzó un esquema contra una pared, duras líneas rojas contra metal pardo y corroído. Era una sección de la nave con un círculo superpuesto sobre la mitad de la misma, más gruesa, y la popa, donde el casco era más amplio y donde estaban acoplados los motores.

—¿Ves esto, Clavain? —Sukhoi hizo que el círculo reluciera un poco más—. La burbuja de inercia suprimida ya se traga la mayor parte de nuestra longitud, lo que es suficiente para reducir nuestra masa efectiva a una quinta parte de lo que debería ser. Pero todavía sentimos toda la fuerza de esas cinco gravedades aquí, en la parte delantera de la nave. —La mujer indicó el pequeño cono del casco que sobresalía por el borde de la burbuja.

Clavain asintió.

—El campo es tan débil aquí que necesitas detectores muy elaborados para medirlo siquiera.

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