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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (80 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Hubo un largo silencio entre los dos hombres. Clavain ajustó su posición, decidido a que Remontoire no viera lo incómodo que estaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Remontoire.

—Skade se ha ofrecido a entregar a Felka siempre que yo abandone la persecución. La dejará caer detrás de la Sombra Nocturna, en una lanzadera. A la máxima potencia puede llegar a un marco estacionario que nosotros podemos alcanzar con una de nuestras lanzaderas.

Remontoire asintió. Clavain presintió que su amigo lo estaba pensando bien, dándole vueltas a diferentes permutaciones y posibilidades.

—¿Y si te niegas?

—Seguiría deshaciéndose de Felka, pero no nos lo pondrá fácil para llegar a ella. En el mejor de los casos, tendré que olvidarme de la persecución para tener la seguridad de recuperarla sana y salva. En el peor, no la encontraré jamás. Estamos en el espacio interestelar, Rem. Ahí fuera hay la nada más absoluta. Con la llama de Skade por delante de nosotros y la nuestra detrás, hay enormes puntos muertos en la cobertura de nuestros sensores.

Hubo otro largo silencio mientras Remontoire lo pensaba otra vez. Volvió a acomodarse en la cama para contribuir a que el flujo de sangre llegara a su cerebro.

—No puedes confiar en Skade, Clavain. No tiene ninguna necesidad de convencerte de su sinceridad, y no cree que tú llegues a tener jamás algo que ella pueda necesitar o algo que pueda hacerle daño. Esto no es el juego de los dos prisioneros que te enseñaron allá por Deimos.

—Debo de haberla asustado —dijo Clavain—. No se esperaba que la alcanzáramos con tanta facilidad.

—Aun así... —Remontoire se quedó a punto de decir algo durante unos instantes.

—Ahora comprendes por qué te he despertado.

—Sí, creo que sí. Run Seven estaba en una posición similar a la de Skade cuando tenía a Irravel Veda tras él, intentando recuperar a sus pasajeros.

—Seven te obligó a servirlo. Te viste obligado a darle consejo, tácticas que pudiera utilizar contra Irravel.

—Es una situación completamente diferente, Clavain.

—Para mí hay semejanzas suficientes. —Clavain hizo que su armazón lo elevara hasta dejarlo de pie—. El panorama es el siguiente, Rem. Skade espera mi respuesta en cuestión de días. Tú vas a ayudarme a elegir esa respuesta. En un mundo ideal, quiero recuperar a Felka sin perder de vista el objetivo.

—Entonces, ¿me has descongelado por desesperación? ¿Vale más lo malo conocido, como se suele decir?

—Tú eres mi amigo más antiguo y más íntimo, Rem. Es solo que ya no sé si puedo confiar en ti.

—¿Y si el consejo que te doy fuese bueno?

—Eso me pondría en un estado de ánimo más confiado, supongo. —Clavain esbozó una sonrisa forzada—. Claro que también tendría el consejo de Felka sobre el tema.

—¿Y si fracasamos?

Clavain no dijo nada. Solo se volvió y se fue.

Cuatro pequeños trasbordadores salieron dibujando un arco de la Luz del Zodíaco y cada uno cayó en su propia "semiesfera del firmamento distorsionado por la relatividad. Los chorros de los gases de escape de las naves relucían en medio de la reacción de las llamas principales de la Luz del Zodíaco. Las trayectorias eran de una belleza dolorosa, pendían de la nave madre como los brazos curvados de un candelabro.

Si esto no fuera una acción de guerra, pensó Clavain, hasta se podría estar orgulloso de ello...

Observó su partida desde una cúpula de observación situada cerca de la proa de su nave; sentía la obligación de esperar hasta que ya no pudiera distinguirlos. Cada trasbordador llevaba un valioso miembro de su tripulación, además de una cuota de combustible que hubiera preferido no tener que gastar antes de llegar a Resurgam. Si todo iba bien, recuperaría los cuatro trasbordadores y su tripulación. Pero jamás volvería a ver la mayor parte del combustible. Solo había un diminuto margen de error, lo suficiente para que una nave pudiera regresar con una carga útil de masa humana además de su piloto.

Esperaba estar haciendo la jugada correcta.

Se decía que tomar decisiones arduas se iba haciendo más fácil a base de repetirlo, como cualquier actividad difícil. Quizá hubiera algo de verdad en esa afirmación. Pero si era así, Clavain se dio cuenta de que, desde luego, en su caso no se aplicaba. Últimamente había tomado decisiones de una extraordinaria dificultad y cada una de ellas había sido, a su manera única y especial, más difícil que la anterior. Y lo mismo ocurría con el asunto de Felka.

No era que no quisiera recuperar a Felka si había un modo de lograrlo. Pero Skade sabía cuánto deseaba él las armas. También sabía que con Clavain no era una cuestión de egoísmo. No se podía regatear con él en el sentido habitual de la palabra, ya que no quería las armas para su lucro personal. Pero con Felka, Skade tenía el instrumento perfecto para negociar. Sabía que ellos dos tenían un vínculo especial, un vínculo que se remontaba a Marte. ¿De verdad era Felka su hija? No lo sabía, ni siquiera ahora. Él se había convencido de que podría serlo y ella le había dicho que lo era..., pero eso había sido bajo una posible presión, cuando estaba intentando convencerlo para que no desertase. Si acaso, esa admisión solo había servido para ir socavando poco a poco sus propias certezas. No lo sabría con seguridad hasta que volviera a estar en su presencia y pudiera preguntarle de verdad.

¿Y debería importar, en realidad? Su valor como ser humano no tenía nada que ver con una hipotética conexión genética con él. Incluso si era su hija, él no lo había sabido, ni siquiera lo había sospechado, hasta mucho después de rescatarla de Marte. Y sin embargo, algo lo había hecho volver al nido de Galiana corriendo grandes riesgos, porque había sentido la necesidad de salvarla. Galiana le había dicho que era inútil, que no era un ser humano pensante en ningún sentido que él reconociera, solo un vegetal mecánico que procesaba información.

Y él le había demostrado que se equivocaba. Era quizá la única vez en su vida en la que le había hecho eso a Galiana.

Y aun así seguía sin importar. De lo que aquí se trataba era de humanidad, pensó Clavain, no de lazos de sangre ni lealtad. Si se olvidaba de eso, muy bien podría dejar que Skade se llevara las armas. Y muy bien podría él volver a desertar con las arañas y permitir que el resto de la raza humana se enfrentara a su destino. Pero si no conseguía recuperar las armas, ¿de qué servía un único gesto humano, por muy bienintencionado que fuese?

Las cuatro naves habían desaparecido. Clavain esperaba y rezaba por haber tomado la decisión correcta.

Un coche del Gobierno con la parte trasera de escarabajo atravesó siseando las calles de Cuvier. Había estado lloviendo otra vez, pero hacía poco que las nubes se habían despejado. El planeta desmantelado se veía ahora con claridad durante muchas de las horas de la tarde. La nube de materia liberada era un objeto de encaje con muchos brazos. Relucía con un color rojo, ocre y verde pálido, y de vez en cuando parpadeaba con lentas tormentas eléctricas, latiendo como el despliegue que hace durante el cortejo algún animal sin catalogar de la profundidad del mar. Unas sombras duras y unos brillantes focos simétricos marcaban dentro de la nube los sitios en los que la maquinaría de los inhibidores comenzaba a cobrar existencia, agregándose y solidificándose. Había habido un tiempo en el que era posible pensar que lo que le había ocurrido al planeta era un fenómeno extraño, pero natural. Ahora no existía tal consuelo.

Thorn había visto el modo en que la gente de Cuvier se enfrentaba al prodigio. La mayor parte hacía caso omiso de él. Cuando el objeto estaba en el cielo, caminaban por las calles sin alzar los ojos. Incluso cuando no se podía olvidar su existencia, pocas veces miraban al objeto directamente, y no se referían nunca a él salvo en los términos más evasivos. Era como si un acto masivo de negación colectiva pudiera hacer que desapareciera, como si fuera un presagio que las personas habían decidido rechazar.

Thorn estaba sentado en uno de los dos asientos traseros del coche, detrás del cristal que lo separaba del chofer. Había una pequeña pantalla de televisión que no dejaba de parpadear, hundida en la parte posterior del asiento del conductor. Una luz azul jugaba por la cara de Thorn mientras este contemplaba las imágenes tomadas a las afueras, lejos de la ciudad. Las tomas estaban borrosas y la cámara temblaba, pero mostraba todo lo que le hacía falta ver. El primero de los dos trasbordadores continuaba en el suelo. La cámara tomó una panorámica y se detuvo en la surrealista yuxtaposición de máquina lustrosa y revuelto paisaje rocoso, pero el segundo estaba en el aire, de regreso de la órbita. Ya había hecho varios viajes a la atmósfera, justo por encima de Resurgam, donde esperaba en órbita una nave mucho más grande preparada para el sistema interno. En ese momento se elevó la visión de la cámara y atrapó la nave a medida que iba bajando hasta el lugar del aterrizaje, para luego posarse sobre un trípode de llamas.

—Podría falsificarse —dijo Thorn en voz baja—. Sé que no es así, pero eso es lo que pensará la gente.

Khouri estaba sentada a su lado, vestida de Vuilleumier. Dijo:

—Si te empeñas se puede falsificar cualquier cosa. Pero ya no es tan fácil como antes, no ahora que todo se almacena utilizando medios analógicos. No estoy segura siquiera de que todo un departamento del Gobierno pudiera producir algo lo bastante convincente.

—La gente seguirá sospechando.

La cámara sacó una panorámica de la escasa y nerviosa multitud que seguía en el suelo. Había un pequeño campamento a trescientos metros del trasbordador estacionado, las polvorientas tiendas resultaban difíciles de distinguir de los pedruscos caídos. La gente tenía el mismo aspecto que los refugiados de cualquier mundo, en cualquier siglo. Habían recorrido miles de kilómetros para converger en este punto desde una amplia variedad de asentamientos. Les había costado mucho, más o menos una décima parte no había completado el viaje. Habían traído suficientes posesiones para completar la travesía por tierra, si bien sabían (si la red de inteligencia clandestina diseminaba con eficacia la información) que no se les permitiría llevar nada a bordo de la nave, salvo las ropas que llevaban puestas. Cerca del campamento había un pequeño agujero en el suelo donde se tiraban las posesiones antes de que cada grupo subiera a bordo del trasbordador. Eran posesiones que se habían atesorado hasta el último momento posible, aunque lo lógico habría sido dejarlas en casa, antes de hacer el difícil viaje por todo Resurgam. Había fotografías y juguetes infantiles, y todo ello se enterraría, reliquias humanas que se añadirían al cúmulo de artefactos amarantinos de un millón de años de antigüedad que todavía conservaba el planeta.

—Nos hemos ocupado de eso —dijo Khouri—. Algunos de los testigos que han llegado hasta aquí han regresado a los centros de población más grandes. Fue necesario persuadirlos, por supuesto, para que dieran la vuelta después de haber llegado tan lejos, pero...

—¿Cómo lo conseguiste?

El coche trazó una curva con un silbido de las llantas. Los edificios con forma de cubo del distrito de la Casa Inquisitorial surgieron amenazantes, grises, cubiertos de losas como acantilados de granito. Thorn los miró con aprensión.

—Se les dijo que se les permitiría llevar una pequeña cuota de efectos personales en la nave cuando volvieran.

—Soborno, en otras palabras. —Thorn sacudió la cabeza, se preguntó si cualquier gran buena obra podía estar por completo desprovista de corrupción, por muy útil que fuera el propósito que servía esa corrupción—. Pero supongo que tuviste que hacer correr la información de algún modo. ¿Cuántos hasta ahora?

Khouri tenía los números listos.

—Mil quinientos en órbita, en el último recuento. Unos cuantos cientos todavía en tierra. Cuando tengamos quinientos saldrá el próximo viaje de la superficie. Entonces la nave de traslado estará llena y lista para transportarlos a la Nostalgia.

—Son valientes —dijo Thorn—. O muy, muy tontos, no estoy muy seguro.

—Valientes, Thorn, de eso no cabe duda. Y también están asustados. Pero no se les puede culpar.

Eran valientes, cierto. Habían hecho el viaje a los trasbordadores basándose solo en unas pruebas más que insuficientes que demostraban que las máquinas existían. Después del arresto de Thorn, los rumores habían hecho estragos entre el movimiento del éxodo. El Gobierno había continuado emitiendo negativas urdidas con todo cuidado, cada una de las cuales estaba diseñada para alimentar en la mente del pueblo la idea de que los trasbordadores de Thorn podrían, de hecho, ser reales. Las personas que habían llegado a los trasbordadores hasta ahora lo habían hecho contraviniendo de forma expresa el consejo del Gobierno, arriesgándose a ser encarcelados o a morir al entrar de forma ilegal en territorio prohibido.

Thorn los admiraba. Dudaba que de no haber sido él el hombre que había iniciado todo el movimiento, hubiera tenido el valor de seguir esos rumores hasta su conclusión lógica. Pero no podía enorgullecerse de su logro. Los seguían engañando sobre su destino definitivo, un engaño del que él era cómplice absoluto.

El coche llegó a la parte posterior de la Casa Inquisitorial. Thorn y Khouri entraron en el edificio y pasaron por los controles habituales. La identidad de Thorn seguía siendo un secreto muy bien guardado, y se le había proporcionado un juego completo de documentación que le permitía entrar y moverse por Cuvier con toda libertad. Los guardias supusieron que no era más que otro oficial de la Casa que estaba allí por un asunto del Gobierno.

—¿Sigues pensando que esto va a funcionar? —preguntó él mientras se apresuraba para mantenerse a la altura de Khouri, que subía a grandes zancadas las escaleras delante de él.

—Si no funciona, estamos jodidos —respondió ella con el mismo tono bajo de voz.

La triunviro estaba esperando en la amplia habitación de la inquisidora, sentada en el asiento que se solía reservar para Thorn. Fumaba y tiraba la ceniza con breves papirotazos al suelo bien pulido. Thorn sintió un espasmo de irritación al ver este acto de estudiada despreocupación. Pero sin duda, el argumento de la triunviro habría sido que el planeta entero iba a quedar convertido en ceniza dentro de poco tiempo, así que, ¿qué importaba un poco más?

—Irina —dijo Thorn, que se acordó de utilizar el nombre que la mujer había adoptado para el personaje que interpretaba en Cuvier.

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