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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (77 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Habían estado a punto de chocar con una vela lumínica, es posible que una de los muchos cientos que Skade había dejado caer tras ella. Era muy probable que las velas fueran algo parecido a monocapas: películas de materia estirada hasta alcanzar el grosor de un átomo, pero con una rigidez interatómica intensificada de forma artificial. Las velas se debieron de desplegar cuando se encontraban a cierta distancia por detrás de la Sombra Nocturna, de tal forma que su escape no las incinerase. Era probable que las hubieran colocado en vertical para conseguir una mayor rigidez.

Luego Skade las había apuntado con sus láseres. Por eso habían visto una luz coherente que emanaba de la Sombra Nocturna. La presión de los fotones de los láseres había chocado contra las velas, las había empujado hacia atrás y las había hecho frenar a cientos de gravedades hasta que se movieron con lentitud solo en el marco estacionario estelar local. Pero los láseres bien enfocados habían seguido empujando, acelerando y pateando las velas hacia atrás, hacia Clavain. La fijación de posición de Skade era lo bastante buena como para poder apuntar las velas directamente contra la Luz del Zodíaco.

Era, como siempre, un juego de números. Solo Dios sabía con cuántas velas habían estado a punto de colisionar, hasta que apareció una justo delante de ellos. Quizá la táctica de Skade jamás había tenido muchas posibilidades de triunfar, pero conociéndola, la apuesta no habría estado del todo mal.

Clavain estaba seguro de que había muchas otras velas ahí fuera.

Incluso mientras se reparaban los daños más graves, Clavain y su cohorte de expertos ya estaban diseñando una contraestrategia. Las simulaciones demostraban que sería posible abrirse paso con una explosión por una vela que se acercase a ellos, con lo que se podría abrir un hueco lo bastante grande para atravesarla volando, pero solo si las velas se detectaban mucho antes de lo que era posible en estos momentos. También necesitarían algo con lo que reventarlas, pero el programa destinado a instalar armas en el casco había sido uno de los dañados por el ataque de Skade. La solución a corto plazo era que una lanzadera volara cien mil kilómetros por delante de la Luz del Zodíaco y sirviera de parachoques contra cualquier otro ataque de una vela. La lanzadera no llevaba tripulación, reducida a poco más que una cascara despresurizada. Había que llenarla de combustible de forma periódica con antimateria de otra nave, estacionada en la bodega para naves espaciales de la abrazadora lumínica, lo que requería un viaje de ida y vuelta con su correspondiente coste de energía, e incluía una peligrosa operación de traspaso de combustible. La Luz del Zodíaco en sí no necesitaba antimateria, pero era esencial conservar un poco para las operaciones alrededor de Delta Pavonis. Clavain solo pensaba utilizar la mitad de su reserva para alimentar a la lanzadera parachoques, lo que les daba cien días para encontrar una solución a más largo plazo.

Al final la respuesta era obvia: una única vela podía matar una nave estelar, pero solo hacía falta otra vela para matar una vela. Las fábricas de la Luz del Zodíaco podían programarse para hacer velas lumínicas (el proceso no requería una nanotecnología complicada) y no hacía falta que fueran tan grandes como las de Skade, ni había que fabricarlas en gran número. Los láseres anticolisión de la nave, cuya eficacia como arma nunca era suficiente, se podían afinar con toda facilidad para que proporcionaran la necesaria presión de fotones. A las velas de Skade había que empujarlas a cientos de gravedades; las de Clavain solo tenían que empujarse a dos.

La llamaron vela escudo. Estuvo lista en noventa y cinco días, con una reserva lista para sacarse y desplegarse si se destruía la primera. En cualquier caso, las velas tenían una duración fija debido a la continua ablación provocada por los granos de polvo interestelar. Lo que solo empeoraba a medida que la Luz del Zodíaco se iba acercando cada vez más a la velocidad de la luz. Pero podían seguir sustituyendo las velas hasta que llegaran a Resurgam, y solo habrían gastado un uno por ciento de la masa total de la nave.

Cuando la vela escudo estuvo en su lugar, Clavain se permitió volver a respirar. Tenía la sensación de que Skade y él iban improvisando las reglas de combate interestelar a medida que avanzaban. Skade había ganado un asalto al matar a una quinta parte de su tripulación, pero él había respondido con una contraestrategia que había dejado obsoleta la estrategia actual de ella. No cabía duda de que ella lo estaría vigilando y le estaría dando vueltas a la mancha de fotones que veía a su popa. Con esos pocos datos era muy probable que Skade averiguara lo que había hecho él, aunque no hubiese salpicado su ruta de vuelo de zánganos ópticos de alta resolución, diseñados para capturar imágenes de su nave. Y luego, Clavain lo sabía, Skade intentaría otra cosa, algo diferente y que en esos momentos no se podía siquiera conjeturar.

Tendría que estar listo para lo que fuese y esperar tener la suerte de su lado.

Skade, junto con Molenka y Jastrusiak, los dos expertos en sistemas de supresión de la inercia, se encontraban en las entrañas de la Sombra Nocturna, inmersos en la burbuja de inercia suprimida. La coraza de Skade llevaba bien los cambios fisiológicos, pero incluso ella tenía que admitir que no se sentía normal. Sus pensamientos cambiaban y se fundían a una velocidad aterradora, como nubes en una película acelerada. Cambiaba de estado de ánimo como jamás le había pasado; el terror y la euforia se revelaban como facetas opuestas de la misma emoción oculta. No solo era el efecto de la química sanguínea de la coraza, que era considerable, sino el campo mismo que jugaba de forma sutil con el flujo habitual de las señales sinápticas y neuroquímicas.

La preocupación de Molenka era obvia.

[¿Tres gravedades? ¿Estás segura?].

De otro modo no lo habría ordenado.

Las curvas paredes negras de la maquinaria se plegaban a su alrededor como si estuvieran agazapados dentro de una cueva en la que pacientes eones de agua subterránea hubieran tallado formas suaves y surrealistas. Skade sintió la inquietud de la técnica. La maquinaria estaba ahora en un régimen estable, y ella no veía razón para intentar forzarla.

[¿Por qué?], insistió Molenka. [Clavain no puede alcanzarte. Quizá haya conseguido sacarle dos gravedades a su nave, pero debe de haber sido a un coste tremendo; habrá tenido que despojarse de cada gramo de masa no esencial. Está muy atrás, Skade. No puede ponerse a tu altura].

Entonces aumenta a tres gravedades. Quiero observar su reacción para ver si intenta igualar nuestro nuevo ritmo de aceleración.

[No podrá hacerlo].

Skade estiró una mano de acero y acarició a Molenka con el índice por debajo de la barbilla. Podría aplastarla, hacer pedazos el hueso y convertirlo en un fino polvo negro, si se atreviese.

Tú solo hazlo. Entonces lo sabré con seguridad, ¿no te parece?

Molenka y Jastrusiak no estaban muy contentos, por supuesto, pero no había esperado menos. Sus protestas eran un ritual que había que soportar. Más tarde, Skade sintió que la carga de aceleración se incrementaba a tres gravedades y supo que se habían sometido. Los globos oculares se le combaban en las cuencas, y tenía la sensación de que su mandíbula estaba hecha de hierro puro. Caminar no suponía un esfuerzo mayor dado que la coraza se ocupaba de eso, pero ahora era consciente de lo antinatural que era.

Se encaminó al alojamiento de Felka. Sus tacones aporreaban el suelo con la precisión de un martillo neumático. Skade no odiaba a Felka, ni siquiera la culpaba por odiarla a ella. No se podía esperar que Felka soportase de buena gana los intentos que hacía Skade por matar a Clavain. De igual forma, sin embargo, Felka tenía que darse cuenta de lo necesarias que eran las acciones de Skade. No podía permitirse que ninguna otra facción consiguiera las armas perdidas. Era una cuestión de supervivencia para los combinados, una cuestión de lealtad al Nido Madre. Skade no podía hablarle a Felka sobre las voces gobernantes que le decían lo que tenía que hacer, pero incluso sin esa información, tenía que darse cuenta de que la misión era vital.

La puerta del alojamiento de Felka estaba cerrada, pero Skade tenía la autoridad necesaria para entrar en cualquier parte de la nave. No obstante, llamó con toda cortesía y esperó cinco o seis segundos antes de entrar.

Felka. ¿Qué estás haciendo?

Felka estaba en el suelo, sentada con las piernas cruzadas. Parecía tranquila, no había nada en su porte que traicionara el mayor esfuerzo que suponía realizar casi cualquier actividad bajo tres gravedades. Vestía un fino pijama negro que, a ojos de Skade, la hacía parecer muy pálida e infantil.

Se había rodeado de pequeños rectángulos blancos, muchas decenas de ellos, cada uno de los cuales iba marcado con un conjunto concreto de símbolos. Skade vio rojos, negros y amarillos. No era la primera vez que se encontraba con los rectángulos, pero no recordaba dónde. Estaban dispuestos en arcos y radios excesivamente pulcros que radiaban de Felka. Esta los movía de un sitio a otro, como si explorara las permutaciones de una inmensa estructura abstracta.

Skade se agachó y cogió uno de los rectángulos. Era un trozo de brillante cartón blanco, o quizá plástico, impreso solo por un lado. En el otro lado había un vacío perfecto.

Los reconozco. Es un juego que practican en Ciudad Abismo. Hay cincuenta y dos tarjetas en un juego, trece tarjetas para cada símbolo, igual que hay trece horas en la cara de un reloj de Yellowstone.

Skade devolvió la tarjeta al lugar donde la había encontrado. Felka continuó reorganizando las tarjetas durante unos minutos más. Skade esperó escuchando el sonido perfilado que hacían las tarjetas al pasar unas sobre otras.

—Sus orígenes son un poco más antiguos —dijo Felka.

Pero tengo razón, ¿no? Allí juegan a esto.

—Hay muchos juegos, Skade. Este es solo uno de ellos.

¿Dónde has encontrado las tarjetas?

—Ordené que la nave las hiciera. Recordaba los números.

¿Y las figuras? Skade escogió otra tarjeta, está marcada con una figura barbuda. Este hombre se parece a Clavain.

—Es solo un rey —dijo Felka con tono despectivo—. También recordaba las formas.

Skade examinó otra, una mujer de cuello largo y aspecto majestuoso, ataviada con algo que se parecía a una coraza de ceremonia. Casi podría ser yo. —Esa es la Reina.

¿Por qué, Felka? Vamos a ver, ¿qué sentido tiene todo esto? Skade volvió a levantarse y señaló con un gesto la configuración de las tarjetas. El número de permutaciones debe de ser finito. Tu único adversario es la pura casualidad. No veo qué atractivo puede tener.

—Es lógico que no lo veas.

Una vez más, Skade escuchó el chirrido perfilado de tarjeta sobre tarjeta.

¿Cuál es el objetivo, Felka?

—Mantener el orden.

Skade lanzó una pequeña carcajada.

¿Entonces no hay un estado final?

—Esto no es un problema informático, Skade. El medio es el fin. El juego no tiene un estado en el que se detiene, salvo el fracaso. —Felka se mordió la lengua, como una niña que colorea un dibujo especialmente tortuoso. En un torbellino de movimientos movió seis tarjetas y alteró de forma notable la imagen global, de una forma que Skade habría jurado que no era posible solo un momento antes.

Skade asintió al comprenderlo.

Es la Gran Muralla marciana, ¿verdad?

Felka levantó la vista pero no dijo nada antes de reanudar su trabajo.

Skade sabía que tenía razón: que el juego que veía jugar a Felka, si es que en realidad se le podía llamar juego, solo era un sustituto de la Muralla en sí. Esta había quedado destruida cuatrocientos años atrás, y sin embargo había tenido un papel tan vital en la infancia de Felka que la chica regresaba a los recuerdos que tenía de ella a la menor señal de tensión externa.

Skade sintió que la embargaba la ira. Se arrodilló de nuevo y destruyó la imagen que dibujaban las tarjetas. Felka se quedó inmóvil, con las manos flotando sobre el espacio que había ocupado una tarjeta. Miró a Skade con una expresión de incomprensión en el rostro.

Como a veces ocurría con Felka, formuló la pregunta en forma de declaración plana, sin inflexiones.

—Por qué.

Escúchame, Felka. No debes hacer esto. Ahora eres una de nosotros. No puedes regresar a tu infancia solo porque Clavain ya no esté aquí.

Con un gesto patético, Felka intentó volver a reunir las tarjetas, pero Skade estiró el brazo y le cogió la mano.

No. Déjalo ya, Felka. No puedes hacer una regresión. No lo permitiré. Skade ladeó la cabeza de Felka hacia la suya. No es solo por Clavain, Felka. Sé que él significa algo para ti. Pero el Nido Madre significa más. Clavain fue siempre un intruso. Pero tú eres una de nosotros, hasta la médula. Te necesitamos, Felka. Como eres ahora, no como eras.

Pero cuando la soltó, Felka se limitó a bajar la mirada. Skade se puso en pie y se alejó andando hacia atrás de la figura con las piernas cruzadas. Había cometido un acto cruel y lo sabía. Pero lo mismo habría hecho Clavain, si hubiera sorprendido a Felka refugiándose en su niñez. La Muralla era un Dios sin sentido al que adorar, un Dios que le absorbía el alma, incluso en el recuerdo.

Felka comenzó a repartir de nuevo las tarjetas. Empujó la arqueta de Galiana por los laberintos vacíos de la Sombra Nocturna. Su coraza se movía con un ritmo medido, funerario, un cauto paso tras otro. Con cada estruendosa pisada, Skade oía el quejido de los giroscopios que se esforzaban por mantener el equilibrio bajo la nueva aceleración. El peso de su propio cráneo era una cruel fuerza compresiva que aplastaba las vértebras superiores de su espina dorsal truncada. Su lengua era una masa insensible de músculos perezosos. Su rostro tenía un aspecto diferente, la piel estirada sobre los pómulos como si tiraran de ella unos cables. Una ligera distorsión del campo visual revelaba el efecto que tenía la gravedad sobre sus globos oculares.

Ya solo restaba una cuarta parte de la masa de la nave. El resto lo estaba suprimiendo el campo, cuya burbuja se había tragado ya la mitad de la longitud, desde la popa al punto medio.

Mantenían cuatro gravedades de aceleración.

Skade pocas veces entraba en la burbuja en sí; los efectos fisiológicos, aunque amortiguados por los mecanismos de su coraza, eran demasiado incómodos, así de simple. La burbuja carecía de un borde definido con precisión, pero los efectos del campo disminuían tan rápido que eran casi demasiado pequeños más allá de los límites nominales. La geometría del campo tampoco era una esfera geométrica: había oclusiones y curvas muy cerradas en su interior, ventrículos y fisuras donde el efecto descendía o se elevaba al interactuar con otras variables. La extraña topología de la maquinaria en sí también imponía su propia estructura al campo. Cuando la maquinaria se movía, como estaba obligada a hacer, el campo también se movía. En otras ocasiones parecía ser el campo el que estaba haciendo moverse a la maquinaria. Sus técnicos solo fingían entender todo lo que estaba pasando. Lo que tenían era una serie de reglas que les decían lo que ocurriría en ciertas condiciones. Pero esas reglas eran válidas solo en un estrecho margen de estados. Les había parecido bien suprimir la mitad de la masa de la nave, pero ahora ya no estaba tan de acuerdo. De vez en cuando, la delicada instrumentación de campo cuántico que los técnicos habían colocado en otros sitios de la nave registraban excursiones de la burbuja como si por un momento se hinchara y contrajera, envolviendo la nave entera. Skade se convenció de que sentía esos instantes, aunque duraban mucho menos de un microsegundo. A dos gravedades de supresión, las excursiones habían sido escasas. Ahora ocurrían tres o cuatro veces al día.

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