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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (72 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Pero los expertos del Gobierno solo habían tenido acceso a los datos más básicos. No habían visto la maquinaria alienígena de cerca, como la había visto Thorn.

Volyova y Khouri tenían sus propias teorías.

En cuanto se terminó el arco, en cuanto el gigante quedó ceñido, se había producido un cambio notable en las propiedades de la magnetosfera del planeta.

Se había establecido un intenso campo de cuatro polos, varios órdenes de magnitud más intenso que el campo natural del planeta. Bucles de flujo magnético se encrespaban entre las líneas de latitud que iban del ecuador al polo y que salían disparadas fuera de la atmósfera. Estaba claro que el campo era artificial y que solo lo podría haber producido un flujo de corriente que se transmitiera por conductores colocados a lo largo de esas líneas de latitud, grandes espirales de metal enroscadas alrededor del planeta, como el bobinado de un motor.

Ese era el proceso que Thorn y Khouri habían observado con sus propios ojos. Habían visto cómo se colocaban las espirales, incrustadas como bobinas en la atmósfera. Pero no tenían ni idea de a qué profundidad las habían colocado. El bobinado debía de hundirse bastante en el océano de hidrógeno metálico, a una profundidad suficiente para lograr una especie de acoplamiento por torsión con el núcleo rocoso, reducido pero inmensamente rico en metales, del planeta. Una fuerza de aceleración exterior transmitida al bobinado se transferiría al planeta en sí.

Mientras tanto, alrededor del planeta el arco orbital generaba un flujo de corriente de polo a polo que atravesaba al gigante y regresaba al arco vía el plasma magnetosférico. Los elementos de carga del anillo reaccionaban contra el campo en el que estaban incrustados y forzaban un pequeño cambio de impulso angular en el bobinado del motor.

De una forma imperceptible al principio, el gigante gaseoso comenzaba a rotar más rápido.

El proceso había continuado durante la mayor parte del año. El efecto había sido catastrófico: a medida que el planeta iba girando más y más rápido, había ido acercándose cada vez más a la velocidad crítica de disolución, y su propia fuerza de gravedad ya no pudo evitar que estallase. En menos de seis meses, la mitad de la masa de la atmósfera del planeta se había visto lanzada al espacio, expulsada hacia una nebulosa medio bella, medio repulsiva que rodeaba el planeta y que era visible desde Resurgam como una mancha del tamaño de un pulgar en el cielo vespertino. Ahora, la mayor parte de la atmósfera había desaparecido. Liberado del peso de las capas superiores que lo comprimían, el océano de hidrógeno líquido había vuelto al estado gaseoso y había liberado ráfagas de energía que se habían vuelto a bombear sin problemas hacia la maquinaria centrifugadora. El océano de hidrógeno metálico había sufrido un cambio de estado parecido, incluso más convulsivo. Eso también había formado parte del plan, ya que el gran proceso de desmantelamiento no había vacilado ni una vez.

Ahora lo único que quedaba era una cascara de materia del núcleo, tectónicamente inestable, que giraba a una velocidad cercana a su punto de fragmentación. Las máquinas lo rodeaban en esos mismos instantes, procesando y refinando. En la nebulosa, revelada como nudos indefinidos de forma y densidad coherente, comenzaban a tomar forma otras estructuras, más grandes que mundos por méritos propios.

Thorn volvió a decir:

—No sé lo que está pasando. No creo que nadie lo sepa. Pero sí que tengo una idea: lo que han hecho hasta ahora ha sido muy jerárquico. Las máquinas son asombrosas, pero tienen límites. La materia tiene que salir de alguna parte, y ellas no pudieron empezar de inmediato a destrozar el gigante gaseoso. Tuvieron que fabricar las herramientas para hacerlo, y eso significó destrozar antes tres mundos más pequeños. Ya veis, necesitaban materias primas. La energía no parece ser un problema, quizá la pueden sacar directamente del vacío, pero es obvio que no pueden volver a condensarla y convertirla en materia con cierta precisión o eficacia. Así que tienen que trabajar por etapas, paso a paso. Ahora han destrozado un gigante gaseoso y han liberado quizá una décima parte de un uno por ciento de toda la masa útil de este sistema. Si nos basamos en lo que hemos visto hasta ahora, esa masa liberada se utilizará para hacer otra cosa. Qué, no lo sé. Pero estoy dispuesto a intentar adivinarlo. Solo hay un lugar al que ir ahora, solo una jerarquía por encima de un gigante gaseoso. Tiene que ser el sol. Creo que lo van a desmantelar.

—No hablas en serio —dijo alguien.

—Ojalá fuera así. Pero tiene que haber una razón para que no hayan destrozado Resurgam todavía. Y creo que es obvio. No tienen que hacerlo. Dentro de un tiempo, quizá mucho antes de lo que nos gustaría, no habrá necesidad de que se preocupen por él. Habrá desaparecido. Habrán destrozado este sistema solar.

—No... —exclamó alguien.

Thorn comenzó a responder, listo para trabajar sobre sus comprensibles dudas. No era la primera vez que pasaba por aquello y sabía que hacía falta un poco de tiempo para que asimilaran la verdad. Por eso les hablaba primero de los trasbordadores, para que tuvieran algo en lo que fijar sus esperanzas. Era el fin del mundo, les diría, pero eso no significaba que tuvieran que morir todos. Había una ruta de escape. Todo lo que necesitaban era valor para confiar en él, valor para seguirlo.

Pero entonces Thorn se dio cuenta de que la persona había dicho «no» por una razón muy diferente. No tenía nada que ver con su presentación.

Era la policía. Estaban entrando por la puerta.

«Actúa como lo harías si pensaras que tu vida está en peligro», le había dicho Khouri. «Tiene que parecer del todo creíble. Si esto va a funcionar, y tiene que funcionar, por todos, tienen que creer que te han arrestado sin ningún conocimiento previo de lo que pasaba. Será mejor que luches, Thorn, y que te prepares para que te hagan daño».

Thorn saltó del podio. Los policías estaban enmascarados, irreconocibles. Entraron con los atomizadores y pacificadores preparados, se movieron entre un público aturdido y asustado, con movimientos bruscos y sin ninguna comunicación audible. Chocó contra el suelo y salió disparado hacia la ruta de escape, la que lo llevaría al coche que tenía listo para escapar a unas dos manzanas de distancia. Haz que parezca real. Haz que parezca muy real, joder. Oyó que las sillas arañaban el suelo cuando la gente se levantó o intentó levantarse. El crujido de las granadas de gas del miedo y el zumbido brusco de las pistolas paralizadoras llenaron la sala. Oyó que alguien gritaba, seguido por el sonido de una armadura contra un hueso. Había habido un momento de calma casi total, pero ya se había terminado. La sala entera estalló en un frenesí aterrado cuando todo el mundo intentó escapar.

Su salida estaba bloqueada. La policía también entraba por allí.

Thorn giró en redondo. La misma historia por el otro lado. Empezó a toser, sintió que el pánico se elevaba en él de forma inesperada, como una necesidad repentina de estornudar. El efecto del gas del miedo era tan absoluto que quiso meterse en una esquina y acurrucarse en lugar de luchar. Pero Thorn luchó contra ello. Agarró una de las sillas y la levantó como si fuese un escudo cuando la policía se precipitó hacia él.

Lo siguiente que supo era que estaba de rodillas y luego con las manos apoyadas en el suelo, y que la policía le pegaba con palos, empuñados con la pericia necesaria para provocarle magulladuras, pero sin romperle ningún hueso importante ni provocarle heridas internas.

Por el rabillo del ojo, Thorn vio otro grupo de policías arremetiendo contra la mujer de la mala dentadura. La señora desapareció bajo ellos, como un ser asaltado por una bandada de grajos.

Mientras esperaba a que el cantante terminara de construirse, el supervisor escarbó juguetón entre los estratos de recuerdos de sus anteriores reencarnaciones.

El supervisor no existía en una única máquina inhibidora. Eso significaría una concentración demasiado vulnerable de pericia. Pero cuando se traía un enjambre al lugar en el que se requería una limpieza local (lo habitual era un volumen de espacio de no más de unas cuantas horas luz de anchura), se generaba una inteligencia distribuida a partir de muchas submentes algo menos inteligentes. Las comunicaciones se desplazaban a la velocidad de la luz y unían los elementos necios para así entrelazar pensamientos lentos y seguros. Se asignaba un procesamiento más rápido a unidades individuales. Los procesos mentales más amplios del supervisor eran pausados por necesidad, pero esa era una limitación que nunca había perjudicado a los inhibidores. Y tampoco habían intentado nunca entretejerlos subelementos de un supervisor con canales de comunicación superluminares. Había demasiadas advertencias en el archivo referidas a los riesgos de tales experimentos, especies enteras que habían quedado borradas de la historia galáctica por un solo y absurdo episodio de violación de la causalidad.

El supervisor no solo era lento y estaba distribuido. También era temporal, solo se le permitía lograr una conciencia fugaz. Ya cuando tuvo conciencia de su identidad supo con una lúgubre sensación de fatalidad que moriría una vez cumplidas sus obligaciones. Pero no sentía amargura por la inevitabilidad de su destino, incluso después de examinar con todo cuidado los recuerdos de sus anteriores apariciones, recuerdos establecidos durante otras limpiezas. Así tenían que serlas cosas, nada más. La inteligencia, hasta la inteligencia mecánica, era algo que no se podía permitir que infectase la galaxia hasta que se hubiera evitado la crisis inminente. La inteligencia era, de una forma bastante literal, su peor enemigo.

Se encontró recordando algunas de las anteriores limpiezas. Por supuesto, en realidad no había sido el mismo supervisor el que había dirigido esos episodios de extinción. Cuando los enjambres de inhibidores se encontraban, que era en muy pocas ocasiones, se intercambiaban conocimientos de los últimos golpes y brotes, métodos y anécdotas. En los últimos tiempos esas reuniones se habían hecho más escasas, y por eso en los últimos quinientos millones de años solo se había hecho una añadidura significativa a la biblioteca de técnicas estrellicidas. Los enjambres, aislados unos de otros durante tanto tiempo, reaccionaban con cautela cuando se encontraban. Incluso había rumores de diferentes facciones de inhibidores que se enfrentaban por los derechos de extinción.

Desde luego, no cabía duda de que algo había ido mal desde los viejos tiempos, cuando los golpes se realizaban de forma limpia y metódica y no se escapaba por la red ningún brote importante. El supervisor no pudo evitar sacar ciertas conclusiones. La gran máquina que abarcaba toda la galaxia y que intentaba contener el desarrollo de la inteligencia, la máquina de la que el supervisor era una parte obediente, estaba fracasando. La inteligencia estaba empezando a filtrarse por las ranuras y amenazaba con infectarlo todo. La situación, desde luego, había empeorado en los últimos millones de años, y, sin embargo, no era nada comparado con los trece giros galácticos (los tres mil millones de años) que había por delante, antes de que llegara el momento de la crisis. El supervisor tenía graves dudas, no sabía si se podría reprimir la inteligencia hasta entonces. Ya casi era suficiente para hacerle renunciar ahora y dejar que esta especie en concreto quedara sin limpiar. Después de todo, eran vertebrados cuadrúpedos que respiraban oxígeno. Mamíferos. Sentía un eco distante de familiaridad, algo que nunca lo había inquietado cuando estaba extinguiendo bolsas de gas que respiraban amoníaco o insectoides con púas.

El supervisor se obligó a dejar atrás este ánimo. Con toda probabilidad, ese era el tipo de pensamientos que estaba haciendo disminuir el porcentaje de éxitos de las limpiezas.

No, los mamíferos morirían. Ese era el camino y así sería.

El supervisor contempló la extensión de sus trabajos alrededor de Delta Pavonis. Sabía de la limpieza anterior, la eliminación de las especies de aves que habían sido los últimos en habitar este sector local del espacio. Era probable que los mamíferos ni siquiera hubieran evolucionado aquí, lo que significaba que esta solo sería la fase uno de una limpieza más prolongada. El último lote había hecho una auténtica chapuza, pensó. Claro, siempre existía el deseo de realizar una limpieza con el mínimo daño posible al medioambiente. Los mundos y los soles no debían convertirse en armas a menos que fuera inminente un brote de clase tres, e incluso en ese caso debía evitarse siempre que fuese posible. Al supervisor no le gustaba infligir una devastación innecesaria. Tenía muy presente la ironía que suponía pensar que ahora estaban destrozando estrellas, cuando todo el sentido de su trabajo era evitar una destrucción mayor tres mil millones de años después. Pero lo hecho, hecho estaba. Tenía que tolerarse una cierta cantidad de daño adicional.

Un poco sucio. Pero así, reflexionó el supervisor, era la «vida».

La inquisidora contempló Cuvier, empapado por la lluvia. Su propio reflejo rondaba más allá de la ventana, una figura espectral que acechaba sobre la ciudad.

—¿Podrá con este, señora? —le preguntó el guardia que lo había traído.

—Me las arreglaré —dijo ella sin volverse todavía—. Si no puedo, usted solo está a una habitación de aquí. Quítele las esposas y luego déjenos solos.

—¿Está segura, señora?

—Quítele las esposas.

El guardia abrió de un tirón las tiras de plástico. Thorn estiró los brazos y se tocó la cara con gesto nervioso, como un artista que comprobara una pintura que quizá no se hubiera secado todavía.

—Ya puede irse —dijo la inquisidora.

—Señora —respondió el guardia y luego cerró la puerta tras él.

Había un asiento esperando a Thorn, que se derrumbó sobre él. Khouri siguió mirando por la ventana, con las manos juntas a la espalda. La lluvia caía en grandes cortinas del saliente que sobresalía por encima de la ventana. El cielo nocturno era una bruma sin rasgos de un color intermedio entre el rojo y el negro. Esa noche no había estrellas, ninguna señal inquietante en el cielo.

—¿Le han hecho daño? —preguntó ella.

Él recordó que tenía que mantenerse en su papel.

—¿Ya usted que le parece, Vuilleumier? ¿Qué me lo he hecho solo porque me gusta ver sangre? —Sé quién es usted. —Yo también, soy Renzo. Felicidades.

—Usted es Thorn. Llevan mucho tiempo buscándolo. —La voz de la mujer se elevó un poco más de lo habitual—. Es usted muy afortunado, ¿lo sabe? —¿De veras?

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