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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (71 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Había jurado que cuando por fin alcanzara la expiación, cuando al fin encontrase una obra que pudiera contrarrestar algunos de sus pecados, terminaría con su vida. Mejor terminar con las cuentas sin saldar del todo que arriesgarse a cometer algo todavía peor en el futuro. El poder para hacer el mal todavía anidaba en su interior, lo sabía; yacía enterrado en lo más profundo y llevaba muchos años sin surgir, pero aún estaba allí, tenso, acurrucado, esperando, como una hamadríade. El riesgo era demasiado grande.

Miró abajo, intentaba imaginarse lo que se sentiría. Todo se acabaría en un momento, salvo por la lenta y elegante interpretación de la gravedad y la masa. Se habría convertido en poco más que un ejercicio de balística. Se acabaría la capacidad de sentir dolor; se acabaría el ansia de redención.

La voz de una mujer rompió la noche.

—¡No, H!

No volvió la vista, se limitó a permanecer en el borde. La hipnótica ciudad seguía tirando de él.

La joven cruzó el balcón. Sus zapatos repicaban sobre el suelo. H sintió que los brazos de ella se deslizaban por su cintura. Con dulzura, con gesto cariñoso, ella lo apartó del borde.

—No —le susurró—. No es así como acaba. Aquí no, ahora no.

24

—Ahí tienes el coche para escapar —dijo el hombrecito moreno señalando con un gesto el solitario vehículo estacionado en la calle.

Thorn observó la sombra desplomada detrás de la ventanilla del coche.

—El conductor parece dormido.

—No lo está. —Pero por si acaso, el conductor de Thorn estacionó al lado del otro coche. Los dos vehículos tenían una forma idéntica, el diseño estándar patrocinado por el Gobierno. Pero el coche de la huida era más viejo y gris, y la lluvia formaba una película mate sobre los trozos desiguales de chapa reparada. Su conductor salió y esquivó los charcos para llegar al otro coche, luego golpeó con gesto rápido la ventanilla. El otro conductor bajó su cristal y los dos hablaron durante un minuto aproximadamente. El conductor de Thorn reforzaba sus argumentos con numerosas muecas y gestos de las manos. Luego volvió y entró con Thorn, murmurando por lo bajo. Quitó el freno de mano y su coche comenzó a alejarse con un siseo de las llantas.

—No hay ningún otro vehículo estacionado en esta calle —dijo Thorn—. Llama la atención esperar aquí.

—¿Preferirías que no hubiera ningún coche, una noche tan asquerosa como esta?

—No. Pero asegúrate de que ese cabrón perezoso tiene una buena historia, por si a los matones de Vuilleumier les da por venir a tener unas palabritas con él.

—Tiene una explicación, no te preocupes por eso. Cree que la parienta le está poniendo los cuernos. ¿Ves ese bloque residencial de allí? Lo está vigilando por si acaso aparece cuando se supone que tiene turno de noche.

—Entonces quizá debería despertar un poco.

—Le dije que tenía que parecer más vivo. —Doblaron una esquina a toda velocidad—. Relájate Thorn. Has hecho esto cien veces y hemos organizado una decena de reuniones locales en esta parte de Cuvier. La razón por la que me contratas es para que tú no tengas que preocuparte por los detalles.

—Tienes razón —dijo Thorn—. Supongo que son solo los nervios.

El hombre se echó a reír al oír eso.

—¿Tú, nervioso?

—Hay mucho en juego. No quiero decepcionarlos. No después de haber llegado tan lejos.

—No los vas a decepcionar, Thorn. No te dejarán. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Te idolatran. —El hombre le dio a un interruptor del salpicadero e hizo que los limpiaparabrisas bombearan con renovado vigor—. Putos terraformadores, ¿eh? Como si no hubiéramos tenido lluvia suficiente en los últimos tiempos. Con todo, es bueno para el planeta, o eso dicen. Por cierto, ¿tú crees que el Gobierno está mintiendo?

—¿Sobre qué? —dijo Thorn.

—Esa cosa rara del cielo.

Thorn siguió al organizador al edificio designado. Lo llevaron por una serie de pasillos sin iluminar hasta que llegó a una gran habitación sin ventanas. Estaba llena de personas, todas ellas sentadas delante de un escenario improvisado con un podio. Thorn caminó entre ellos y se subió con destreza al escenario. Se oyó un pequeño aplauso, respetuoso pero sin llegar a resultar extático. Bajó la vista para mirar a los presentes y calculó que había unos cuarenta, como le habían prometido.

—Buenas noches —dijo Thorn. Plantó ambas manos en el podio y se inclinó hacia delante—. Gracias por venir esta noche. Agradezco los riesgos que han corrido todos ustedes. Les prometo que merecerá la pena.

Sus seguidores procedían de todas las profesiones y condiciones de la vida de Resurgam, salvo del corazón del Gobierno. No era que los funcionarios del Gobierno no intentaran a veces unirse al movimiento, ni que de vez en cuando no fueran sinceros. Pero permitirles entrar era un riesgo demasiado grande para la seguridad de la organización. Los filtraban mucho antes de que tuvieran la oportunidad de llegar a Thorn. En su lugar había técnicos, cocineros y camioneros, granjeros, fontaneros y maestros. Algunos eran muy ancianos y tenían recuerdos adultos de la vida en Ciudad Abismo, antes de que la Lorean los trajera a Resurgam. Otros habían nacido después del régimen de Girardieau, y para ellos ese período concreto, apenas menos escuálido que el presente, eran los «buenos tiempos», por difícil que fuera de creer. Había pocos que, al igual que Thorn, solo conservaran recuerdos infantiles del viejo mundo.

—¿Entonces es cierto? —Preguntó una mujer desde la primera fila—. Dinos, Thorn, ya. Todos hemos oídos los rumores. Sácanos de la incertidumbre.

El sonrió, paciente a pesar de la falta de respeto que mostraba aquella mujer hacia su guión.

—¿Y qué rumor sería ese, con exactitud?

La mujer se levantó y miró a su alrededor antes de hablar.

—Que las has encontrado, las naves. Las que nos van a sacar de este planeta. Y que también has encontrado la nave estelar, la que va a llevarnos de vuelta a Yellowstone.

Thorn no le respondió de forma directa. Miró por encima de las cabezas del público y se dirigió a alguien que estaba en la parte de atrás. —¿Podrían poner la primera imagen, por favor?

Thorn se hizo a un lado para no bloquear la proyección que se emitía sobre la pared trasera, desconchada y manchada, de la habitación.

—Esta es una fotografía tomada hace veinte días exactamente —explicó—. No voy a decir todavía desde dónde se tomó. Pero podéis ver sin ayuda de nadie que es Resurgam y que la imagen debe de ser bastante reciente. ¿Veis lo azul que está el cielo, cuánta vegetación hay en primer término? Se nota que es suelo bajo, donde el programa de terraformación ha tenido más éxito.

El formato plano de la imagen mostró una perspectiva que bajaba hacia un estrecho cañón o desfiladero. Dos objetos lustrosos y metálicos estaban estacionados a la sombra, entre las paredes de roca, morro contra morro.

—Son lanzaderas —dijo Thorn—. Son grandes, superficie a órbita, cada una con una capacidad de unos quinientos pasajeros. No se puede juzgar muy bien el tamaño desde esta perspectiva, pero esa pequeña abertura negra de ahí es una puerta. La siguiente, por favor.

Cambió la imagen. Ahora era el propio Thorn el que se encontraba bajo el casco de uno de los trasbordadores, asomándose a la puerta que antes parecía diminuta.

—Bajé la pendiente. Yo tampoco podía creer que fueran reales hasta que me acerqué. Pero ahí están. Por lo que sabemos, están en perfecto estado de funcionamiento, en tan buen estado como el día en que bajaron.

—¿De dónde son? —preguntó otro hombre.

—De la Lorean —dijo Thorn.

—¿Y han estado aquí abajo todo este tiempo? No me lo creo. Thorn se encogió de hombros.

—Están construidas para seguir funcionando. Antigua tecnología; se regenera sola. No como esas cosas nuevas a las que nos hemos acostumbrado. Estas lanzaderas son reliquias de una época en la que las cosas no se estropeaban, ni se gastaban ni quedaban obsoletas. Tenemos que recordar eso.

—¿Has estado dentro? Los rumores dicen que has estado dentro, incluso que hiciste que los trasbordadores se pusieran en marcha.

—La siguiente.

La imagen mostraba a Thorn, a otro hombre y a una mujer en la cubierta de vuelo de la lanzadera, todos ellos sonriéndole a la cámara, los instrumentos iluminados tras ellos.

—Hizo falta mucho tiempo, muchos días, pero por fin conseguimos que la lanzadera nos hablara. No era que no quisiera tratar con nosotros, solo que nosotros nos habíamos olvidado de todos los protocolos que sus constructores habían supuesto que sabríamos. Pero como podéis ver, la nave es funcional, al menos en lo básico.

—¿Pueden volar?

Thorn los miró muy serio.

—No lo sabemos con seguridad. No tenemos razones para suponer que no puedan, pero hasta ahora solo hemos arañado la superficie de esas capas diagnósticas. Tenemos gente allí que está aprendiendo más y más cada día, pero lo único que podemos decir en este momento es que las lanzaderas deberían volar, dado cuanto sabemos sobre la maquinaria de la Belle Époque.

—¿Cómo los encontraste? —preguntó otra mujer. Thorn bajó los ojos y ordenó sus pensamientos.

—Llevo toda mi vida buscando una forma de salir de este planeta —dijo.

—Eso no es lo que yo he preguntado. ¿Y si esos trasbordadores son una trampa del Gobierno? ¿Y si plantaron ellos las pistas que te llevaron hasta allí? ¿Y si están diseñados para matarte a ti y a tus seguidores, de una vez por todas?

—El Gobierno no sabe nada de ninguna forma de salir de este planeta —le dijo Thorn a la mujer—. Te lo digo yo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Siguiente.

Thorn les mostró ahora una imagen de la cosa que había en el cielo, y esperó mientras el proyector se enfocaba y desenfocaba. Estudió la reacción de su público. Algunos de ellos ya habían visto esta imagen; algunos habían visto imágenes que mostraban lo mismo, pero con mucha menos resolución; algunos lo habían visto con sus propios ojos, como una leve mancha ocre en el cielo que perseguía a la puesta de sol como un cometa deforme. Les dijo que esta imagen era la última y la mejor que tenía disponible el Gobierno, según sus fuentes.

—Pero no es un cometa —dijo Thorn—. Eso es lo que dice el Gobierno, pero no es verdad. Tampoco es una supernova ni nada de lo que dicen los demás rumores que han lanzado. Han podido salirse con la suya y contar todas esas mentiras porque aquí abajo no hay muchas personas que sepan lo suficiente de astronomía como para darse cuenta de qué es esa cosa. Ya los que sí saben los han intimidado demasiado para que quieran hablar, saben que el Gobierno está mintiendo por una razón.

—¿Entonces qué es? —preguntó alguien.

—Si bien no tiene nada parecido a la morfología adecuada para ser un cometa, tampoco es algo ajeno a nuestro sistema solar. Se mueve contra las estrellas, un poco cada noche y se encuentra en la eclíptica junto con los demás planetas. Hay una explicación para eso, una explicación bastante obvia, la verdad. —Los miró a todos, seguro ya de que disponía de su atención—>. Es un planeta, o más bien lo que solía ser un planeta. La mancha es lo que antes era un gigante gaseoso, el que nosotros llamamos Roe. Lo que estamos viendo es el cadáver destripado de Roe. El planeta está siendo destrozado, desmantelado, literalmente. —Thorn sonrió—. Eso es lo que el Gobierno no quiere que sepáis. Porque no hay nada que ellos puedan hacer.

Le hizo un gesto al de atrás.

—Siguiente.

Les mostró cómo había comenzado todo, algo más de un año antes.

—Tres mundos rocosos de tamaño medio fueron los primeros en ser desmantelados, los destrozaron máquinas autorreplicantes. Recogieron sus escombros, los procesaron y los propulsaron al otro lado del sistema, hacia el gigante gaseoso. Otras máquinas ya estaban esperando allí. Convirtieron tres de las lunas de Roe en gigantescas fábricas que consumían megatoneladas de escombros cada segundo y escupían componentes mecánicos muy organizados. Trazaron un arco de materia alrededor del gigante gaseoso, un inmenso anillo metálico de una densidad y fuerza increíbles. Lo podéis ver aquí, es muy vago pero tendréis que aceptar mi palabra de que tiene una espesura de una decena de kilómetros. Al mismo tiempo, estaban entrelazando tubos de materia similar en la propia atmósfera.

—¿Quién? —Preguntó el otro hombre—. ¿Quién está haciendo esto, Thorn?

—No quién —dijo él—. Qué. Las máquinas no tienen un origen humano. El Gobierno está bastante seguro de eso. También tienen una teoría. Fue algo que hizo Sylveste. Hizo saltar una especie de disparador que las trajo aquí.

—¿Igual que debieron de hacer los amarantinos?

—Quizá —dijo Thorn—. Desde luego, hay especulaciones en esa línea. Pero no hay señales de que ya se haya desmantelado en algún momento algún otro planeta importante de este sistema, no hay brechas de resonancia en las órbitas a las que habría pertenecido un joviano. Pero claro, eso fue hace millones de años. Quizá los inhibidores lo limpiaron todo después de hacer el trabajo sucio.

—¿Inhibidores? —preguntó un hombre de barba en el que Thorn reconoció a un paleobotánico en paro.

—Así es como llama el Gobierno a las máquinas alienígenas. No sé por qué, pero parece un nombre tan bueno como cualquier otro.

—¿Y a nosotros qué nos harán? —preguntó una mujer con una dentadura extraordinariamente mala.

—No lo sé. —Thorn apretó los dedos alrededor del borde del podio. Había sentido el cambio de ánimo en la sala durante el último minuto. Siempre ocurría lo mismo cuando veían lo que estaba pasando. Los que sabían de la existencia del objeto en el cielo lo habían visto con alarma desde el comienzo de los rumores. Durante la mayor parte del año no había sido visible desde la latitud de Cuvier, donde seguía viviendo la mayor parte de la población. Pero nadie había supuesto que hubiera alguna probabilidad de que fuera una buena señal. Ahora había aparecido en el cielo vespertino y ya no se podía hacer caso omiso de su presencia.

Los expertos del Gobierno tenían sus propias ideas sobre lo que estaba pasando alrededor del gigante. Habían deducido, y acertado, que las actividades solo podían ser el resultado de fuerzas inteligentes y no el producto de algún disparatado cataclismo astronómico, aunque durante un tiempo se había considerado esa posibilidad. Una minoría consideraba probable que la entidad que estaba detrás de la destrucción fuese humana: los combinados, quizá, o un nuevo y beligerante grupo de ultras. Una minoría más pequeña y menos creíble pensaba que era la propia triunviro, Ilia Volyova, la que tenía que tener algo que ver con aquello. Pero la mayoría había tenido razón al deducir que la intervención alienígena era la explicación más probable, y que era de algún modo una respuesta a las investigaciones de Sylveste.

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