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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (34 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Entonces Khouri se había marchado; regresaba a Resurgam para infiltrarse en la Casa Inquisitorial y conducir a todo el maldito planeta en una persecución sin sentido, para que Volyova y ella pudieran ira cualquier lugar que necesitaran sin que les hicieran preguntas.

Esos primeros meses de soledad habían resultado duros, incluso para alguien como Ilia Volyova. La habían conducido a la conclusión de que, al fin y al cabo, sí que le gustaba la compañía humana. Estar sola, salvo por una mente hosca, silenciosa y llena de odio, casi había podido con ella.

Pero entonces la nave, a su propia manera indirecta, había comenzado a hablar con ella. Al principio, Ilia casi no había percibido sus esfuerzos. Cada día era necesario dedicarse a un centenar de cosas, y no quedaba nada de tiempo para estarse quieta y esperar a que la nave tratara a tientas de reconciliarse con ella. Plagas de ratas, fallos en las bombas de sentina, y la continua labor de reconducir la plaga lejos de las áreas críticas, combatiéndola con nanoagentes, fuego, refrigerantes y rociadores químicos...

Entonces, un día, los servidores habían comenzado a comportarse de forma extraña. Como las ratas rebeldes, antiguamente formaban parte de la infraestructura de reparación y rediseño de la nave. Los más inteligentes habían sido consumidos por la plaga, pero las máquinas más estúpidas y anticuadas habían resistido. Seguían dedicándose firmemente a las tareas que tenían asignadas, apenas conscientes de que la nave cambiaba a su alrededor. En su mayor parte ni ayudaban ni molestaban a Volyova, así que ella las había dejado estar. En raras ocasiones resultaban de utilidad, pero era tan poco común, que Ilia llevaba mucho tiempo sin confiar en ello.

Y, de pronto, los servidores comenzaron a ayudarla. Empezó con un típico fallo de las bombas de sentina. Ilia detectó la avería y atravesó la nave para inspeccionar el problema. Al llegar, se asombró de encontrar un servidor que la aguardaba y que cargaba justo con las herramientas que, con mayor probabilidad, necesitaría para arreglar la unidad.

Su primera prioridad consistía en volver a poner en marcha la bomba. Cuando la inundación local hubo remitido, se sentó y evaluó la situación. La nave seguía teniendo el mismo aspecto que cuando ella se había levantado. Los corredores continuaban extendiéndose a lo lejos como tráqueas tapizadas de mucosidad. Repulsivas sustancias seguían rezumando y goteando por cada orificio del tejido de la nave. El aire seguía siendo empalagoso y, detrás de cada pensamiento, proseguía el canto gregoriano constante de las demás bombas de sentina.

Pero decididamente, algo había cambiado.

Volvió a colocar las herramientas en el estante que cargaba el servidor. Cuando hubo terminado, la máquina dio media vuelta sobre sus pasos y se alejó zumbando en la distancia, hasta desaparecer tras la elástica curva del pasillo.

—Me parece que puede oírme —dijo en voz alta—. Oírme y verme. También sabe que no estoy aquí para hacerle daño. Ya podría haberme matado, John, en especial si controla a los servidores... Y lo hace, ¿verdad?

No se sorprendió lo más mínimo cuando no hubo respuesta, pero insistió: —Sin duda recuerda quién soy. La que lo calentó, la que dedujo lo que había hecho. Tal vez piense que lo estaba castigando por sus actos, pero no es así. No es mi estilo, el sadismo me aburre. Si quisiera castigarlo lo habría matado, y había un millón de formas de conseguirlo. Pero no era eso lo que tenía en mente. Solo quería que supiera que mi opinión personal sobre el tema es que ya ha sufrido bastante. Porque ha sufrido, ¿verdad? —Se detuvo, atenta al tono musical de la bomba, tratando de convencerse de que no iba a volver a fallar de inmediato—. Bueno, se lo merecía —añadió—. Se merecía pasar una temporada en el infierno por lo que hizo. Quizás haya estado en él, solo usted sabrá lo que era vivir así durante tanto tiempo. Solo usted sabrá si el estado en el que se encuentra ahora supone alguna clase de mejora.

En ese punto se había producido un lejano temblor, pudo sentirlo a través del revestimiento del suelo. Se preguntó si solo se trataba de una operación de bombeo ya programada, que se realizaba en alguna otra zona de la nave, o si el capitán reaccionaba ante su observación.

—Ahora es mejor, ¿verdad? Tiene que serlo. Ha escapado y se ha convertido en el espíritu de la nave que antes gobernaba. ¿Qué más podría desear un capitán?

No se produjo respuesta. Esperó durante varios minutos, atenta a otro rumor sísmico o a cualquier señal igual de críptica, pero no sucedió nada.

—En cuanto al servidor —añadió—, le doy las gracias. Me ha sido de ayuda.

Pero la nave no dijo nada.

Sin embargo, lo que sí descubrió fue que, a partir de entonces, los servidores siempre estaban dispuestos a ayudarla en lo que pudieran. Si lograban adivinar sus intenciones, las máquinas se apresuraban a traer las herramientas o el equipo que necesitase. Si se trataba de una tarea prolongada, los servidores incluso le proporcionaban agua y comida, transportada desde una de las enfermerías que seguían funcionando. Cuando le pedía de forma directa a la nave que le trajera algo, nunca lo hacía. Pero si planteaba sus necesidades en voz alta, como si hablase sola, la nave parecía deseosa de concedérselo. No siempre lograba ser de ayuda, pero Ilia tenía la clara impresión de que hacía todo lo posible.

Se preguntó si estaba equivocada, si quizá no era John Brannigan quien la rondaba, sino otra inteligencia de nivel marcadamente inferior. Quizá el motivo por el que la nave estaba ansiosa de asistirla era que su mente no era más compleja que la de un servidor y estaba infectada por las mismas rutinas de obediencia. Tal vez cuando dirigía sus pensamientos directamente hacia Brannigan, y hablaba con él como si la escuchara, estuviera imaginándose más inteligencia de la que había allí en realidad.

Entonces aparecieron los cigarrillos.

Ella no los había pedido, ni siquiera sospechaba que quedara otra reserva oculta en alguna parte de la nave, ahora que había agotado su suministro personal. Los examinó con curiosidad y recelo. Parecían fabricados por una de las colonias comerciales con las que la nave había hecho negocios décadas atrás. No daba la impresión de que los hubiera preparado la propia nave a partir de materias primas locales. Olían demasiado bien para eso. Cuando encendió uno y lo fumó hasta dejar la colilla, también supo demasiado bien. Se fumó otro, y su sabor no dejó de ser excelente.

—¿Dónde los ha encontrado? —preguntó—. ¿Dónde demonios...? —Inhaló de nuevo y, por primera vez en semanas, se llenó los pulmones de algo que no era el sabor del aire de a bordo—. Da igual, no necesito saberlo. Le estoy muy agradecida.

A partir de entonces, no le había quedado ninguna duda: Brannigan la acompañaba. Solo otro miembro de la tripulación podía conocer su afición a los cigarrillos. Ninguna máquina hubiese pensado en ofrecerle algo así, por muy incrustado que tuviese el instinto de servidumbre. Así que la nave debía de querer hacer las paces.

Desde aquel momento, los progresos habían sido lentos. De vez en cuando sucedía algo que impulsaba a la nave a refugiarse detrás de su coraza; los servidores se apagaban y se negaban a ayudarla durante días y días. Eso pasaba a veces cuando había estado charlando demasiado abiertamente con el capitán, y trataba de sacarlo de su mutismo mediante alguna estratagema psicológica. Caviló, socarrona, en que nunca se le había dado bien la psicología. Todo aquel terrible lío había comenzado cuando sus experimentos con el oficial de artillería Nagorny lo habían vuelto loco. Si eso no hubiese sucedido, no habría sido necesario contratar a Khouri y todo podría haber sido diferente...

Después de aquel episodio, cuando la vida a bordo regresó a una especie de normalidad y los servidores volvieron a seguir sus deseos, tuvo mucho cuidado con lo que hacía y decía. Pasaban semanas sin que realizara ninguna tentativa manifiesta de comunicarse. Pero siempre acababa por intentarlo de nuevo, y avanzaba lentamente hasta desembocar en un nuevo episodio de catatonia. Ella insistía, porque tenía la impresión de que, entre un colapso y el siguiente, lograba avances pequeños pero perceptibles.

El último episodio no tuvo lugar hasta seis semanas después de la visita de Khouri, y en esa ocasión el estado de catatonia había perdurado durante ocho semanas, algo sin precedentes. Hasta que transcurrieron diez semanas más después de aquello, Volyova no se sintió preparada para arriesgarse a otro colapso.

—Capitán... escúcheme —dijo entonces—. Muchas veces he tratado de llegar hasta usted, y creo que en uno o dos casos lo he logrado y ha comprendido lo que le decía. Pero no estaba listo para contestar. Lo comprendo, de veras. Pero ahora hay algo que debo explicarle, sobre el universo de ahí fuera; algo respecto a lo que está sucediendo en otros puntos de este sistema.

Ilia se encontraba de pie en la gran esfera del puente y hablaba en voz alta, en un tono un poco más fuerte de lo que sería estrictamente necesario en una conversación. Con casi total seguridad, podría haber soltado su discurso en cualquier otra parte de la nave y el capitán la hubiese oído. Pero aquel era el antiguo centro de mando de la nave, y allí el soliloquio parecía un poco menos absurdo. La acústica de la sala proporcionaba a su voz una resonancia que encontraba reconfortante. Y además, gesticulaba de forma dramática con la colilla de un cigarrillo.

—Tal vez ya lo sepa —añadió—. Sé que posee conductos sinápticos hasta los sensores y cámaras del casco. Lo que no sé es hasta qué punto es capaz de interpretar esos flujos de datos. Al fin y al cabo, no está usted diseñado para ello. Incluso para usted debe de resultar extraño contemplar el universo a través de los ojos y oídos de una máquina de cuatro kilómetros de largo. Pero siempre ha sido un cabrón adaptable, supongo que al final averiguará cómo hacerlo.

El capitán no respondió, pero al menos la nave no se hundió al instante en su estado catatónico. Según el monitor de brazalete que llevaba en la muñeca, la actividad de los servidores en la nave proseguía con normalidad.

—Pero supondré que todavía no sabe nada de las máquinas, aparte de lo que pudiera captar durante la última visita de Khouri. Qué clase de máquinas, preguntará. Máquinas alienígenas. Ignoramos de dónde vienen, lo único que sabemos es que ya están aquí, en el sistema Delta Pavonis. Creemos que Sylveste, ¿se acuerda de él?, pudo atraerlas inadvertidamente cuando se introdujo en el artefacto de Hades.

Claro que el capitán recordaba a Sylveste, si es que era capaz de rememorar algo de su existencia previa. Fue a Sylveste a quien trajeron a bordo para curar al capitán. Pero Sylveste solo jugaba con sus deseos, y su objetivo estaba puesto todo el rato en Hades.

—Desde luego —prosiguió Volyova—, no es más que una suposición. Pero parece que encaja con los hechos. Khouri sabe mucho sobre esas máquinas, más que yo. Pero lo aprendió de tal modo que le cuesta articular todo lo que sabe. Seguimos a oscuras en muchos aspectos.

Le contó al capitán lo que había sucedido hasta el momento, y repitió sus observaciones en la esfera de lecturas del puente. Le explicó cómo los enjambres de máquinas inhibidoras habían comenzado a desmantelar tres mundos menores, succionando sus núcleos para procesar el material extraído y construir con él cinturones refinados de materia orbital.

—Resulta impresionante —dijo—. Pero no queda tan lejos de nuestras posibilidades como para hacerme temblar en las botas. Todavía no. Lo que me preocupa es lo que puedan tener a continuación en mente.

Las operaciones mineras se habían detenido de forma brusca y repentina dos semanas atrás. Los volcanes artificiales que tachonaban los ecuadores de los tres mundos habían parado de escupir materia y habían dejado un pequeño arco final de material procesado de camino a la órbita.

Para entonces, según las estimaciones de Volyova, al menos la mitad de la masa de cada mundo había sido almacenada en depósitos orbitales. Solo quedaban ya las cortezas huecas. Fue fascinante ver cómo se derrumbaban cuando cesaron las labores de minería: se colapsaron hasta formar compactas pelotas naranjas de escombros radioactivos. Algunas máquinas se desligaron de la superficie, pero la mayoría debían de haber cumplido su propósito y no fueron recicladas. El aparente despilfarro de ese gesto inquietó a Volyova. Daba la impresión de que las máquinas no se preocupaban por el esfuerzo que ya habían dedicado a los ciclos previos de replicación, que en cierto sentido carecía de importancia comparados con la trascendencia de la tarea que tenían ante sí.

Y con todo, aún quedaban millones de máquinas de menor tamaño. Los anillos de escombros poseían una gravedad propia apreciable, y era necesario reconducirlos constantemente. Varias clases de robots nadaban entre los carriles de mineral, ingiriendo y excretando. Volyova detectaba de vez en cuando una llamarada de radiación exótica procedente de las inmediaciones de la obra. Estaban desencadenando asombrosos mecanismos alquímicos, manipulaban el polvo crudo de esos mundos para que adoptara nuevas formas, extrañas y especializadas; tipos de materia que, sencillamente, no existían en la naturaleza.

Pero ya antes de que los volcanes dejaran de escupir polvo, había dado comienzo un nuevo proceso. Un hilo de materia se había desgajado del espacio que rodeaba esos mundos, un filamento de material procesado que se extendió como una larga lengua hasta que alcanzó segundos luz de longitud. Era obvio que las máquinas guía habían inyectado en cada reguero la energía necesaria para sacarlos de los pozos gravitatorios de sus mundos de origen. Las lenguas de materia se encontraban ya en órbita interplanetaria y seguían una suave parábola que iba pegada a la eclíptica. Se dilataron hasta tener horas luz de un extremo a otro. Volyova extrapoló las parábolas (eran tres) y descubrió que convergían sobre el mismo punto del espacio, y justo al mismo tiempo.

En ese punto no había nada en esos momentos. Pero cuando llegaran, habría allí algo más: el gigante gaseoso más grande del sistema. Volyova se sentía inclinada a pensar que esa conjunción tenía pocas posibilidades de ser casual.

—Esto es lo que yo creo —le dijo al capitán—. Lo que hemos visto hasta el momento no es más que la recolección de material sin refinar. Ahora comienzan a ensamblarlo en la región donde está a punto de comenzar el verdadero trabajo. Tienen planes para Roe. No sé cuáles, pero está claro que forma parte de su plan.

BOOK: El Arca de la Redención
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