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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (35 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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En la esfera de proyección apareció la información de la que disponían sobre el gigante gaseoso. Un esquema mostró el núcleo de Roe abierto como una manzana, revelando las capas de estratos con sus notas: una zambullida en las desconcertantes profundidades de una química extraña y una presión de pesadilla. Los gases a presiones y temperaturas más o menos concebibles recubrían un océano de puro hidrógeno líquido, que comenzaba justo por debajo de la capa exterior visible del planeta. Debajo de todo aquello (la mera idea de su existencia hacía que a Volyova le doliera un poco la cabeza) había otro océano de hidrógeno, esta vez en estado metálico. A Volyova no le gustaban los planetas en ningún caso, y los gigantes gaseosos se le antojaban una afrenta irracional contra la escala humana y su fragilidad. En ese aspecto, eran casi tan malos como las estrellas.

Pero no había nada en Roe que se saliera de lo normal. Contaba con la típica familia de lunas, la mayoría de las cuales estaban congeladas y ancladas por las mareas a su planeta regente. De los satélites más calientes hervían chorros de iones que formaban grandes cinturones toroidales de plasma, que rodeaban al gigante y que la salvaje magnetosfera de este mantenía en su sitio. No poseía grandes lunas rocosas, y posiblemente esa fuera la razón por la que las operaciones iniciales de desmantelamiento habían tenido lugar lejos de allí. Contaba con un sistema de anillos con algunos patrones de resonancia interesantes (radios de bicicleta y curiosos nodos menores) pero, una vez más, no era algo que Volyova no hubiese visto ya.

¿Qué querían los inhibidores? ¿Qué daría comienzo cuando sus ríos de materia llegaran a Roe?

—Ya comprende mis recelos, capitán, estoy convencida de ello. Sea lo que sea lo que traman esas máquinas, no puede ser bueno para nosotros. Son artefactos de extinción, y lo que hacen es acabar con la vida inteligente. La cuestión es, ¿podremos hacer algo al respecto?

Volyova se detuvo y valoró la situación. Aún no había provocado una huida catatónica, y eso era bueno. Al menos el capitán estaba preparado para permitirle discutir los sucesos del exterior. Por otro lado, todavía no había sacado a colación ninguno de los temas que solían desencadenar el apagón.

Bueno, es ahora o nunca.

—Yo creo que podemos, capitán. Quizá no sea posible detener a las máquinas para siempre, pero al menos sí fastidiar de lo lindo sus esfuerzos. —Echó un vistazo al brazalete y comprobó que en el resto de la nave no sucedía nada inusual—. Desde luego, estoy hablando de un golpe militar. No creo que una discusión razonable vaya a funcionar contra una fuerza que desmantela tres de nuestros planetas sin pedirlo siquiera por favor.

Creyó detectar entonces algo. Un temblor la alcanzó, proveniente de otra zona de la nave. Ya había sucedido antes y parecía significar alguna cosa, pero todavía no podía decir con exactitud qué. Era, eso sí, una especie de comunicación por parte de la inteligencia (o lo que fuese) que gobernaba la nave, pero no necesariamente de la clase que ella deseaba. Era más como una señal de irritación, como el gruñido ronco de un perro al que no le gusta que lo molesten.

—Capitán... Comprendo que esto es difícil. Le juro que lo sé. Pero tenemos que hacer algo, y pronto. A mí me parece que la utilización de las armas del alijo es nuestra única opción. Aún nos quedan treinta y tres, que serían treinta y nueve si pudiéramos rescatar y rearmar las seis que desplegué contra Hades... pero creo que incluso treinta y tres serán suficientes si podemos usarlas bien y, sobre todo, si las usamos cuanto antes.

El tremor se intensificó y luego amainó. Ilia supuso que en esos momentos estaba tocando un punto realmente sensible. Pero el capitán seguía escuchándola.

—Es posible que el arma que perdimos en los límites del sistema fuera la más poderosa de las que teníamos —añadió—, pero las seis de las que nos desembarazamos eran, al menos según mis estimaciones, inferiores a las demás en la escala destructiva. Creo que podemos conseguirlo, capitán. ¿Puedo contarle mi plan? Propongo que usemos como diana los tres planetas de los que están saliendo los ríos de materia. El noventa por ciento de la masa extraída sigue en órbita alrededor de esos cuerpos colapsados, aunque cada vez bombean más y más hacia Roe. Casi todas las máquinas inhibidoras continúan alrededor de esas lunas. Puede que no sobrevivieran a un ataque por sorpresa y, aunque lo hicieran, podemos dispersar y contaminar esas reservas de materia. —Comenzó a hablar más rápido, ebria ante el modo en que el plan se desarrollaba en su mente—. Quizá las máquinas sean capaces de reagruparse, pero tendrán que encontrar nuevos mundos que desmantelar. Y en eso también podemos pararles los pies. Cabe usar las otras armas del alijo para hacer pedazos todos los posibles candidatos que encuentren. Podemos envenenar sus pozos, impedir que hagan más prospecciones. Eso les hará difícil, quizás hasta imposible, terminar lo que sea que tienen planeado para el gigante gaseoso. Tenemos una posibilidad, pero hay truco, capitán. Tendrá usted que ayudarnos a lograrlo.

Volvió a estudiar el brazalete. Seguía sin suceder nada, y se permitió suspirar mentalmente de alivio. Por el momento no lo presionaría mucho más. Ya solo discutir la necesidad de contar con su cooperación la había llevado más lejos de lo que imaginaba posible.

Pero entonces llegó: un aullido lejano pero creciente de carácter furioso. Lo oyó bramar mientras se acercaba a través de kilómetros de pasillos.

—Capitán...

Pero era demasiado tarde. El vendaval arremetió contra la esfera de mando y la arrojó contra el suelo con toda su ferocidad. La colilla del cigarrillo voló de la mano de Volyova y dio varias vueltas a la cámara, atrapada en un remolino de aire estancado. Ratas y diversos objetos sueltos de la nave bailaban con ella.

Volyova tuvo dificultades para hablar.

—Capitán... no pretendía... —Pero incluso respirar se hacía difícil. El viento la tumbó resbalando por el suelo, mientras agitaba los brazos como molinos. El ruido era insoportable, como una amplificación de todos los años, de todas las décadas de dolor que John Brannigan había padecido.

Entonces el vendaval se extinguió y la sala volvió a quedar en calma. Todo lo que había necesitado el capitán era abrir una compuerta presurizada en alguna otra zona de la nave, que comunicara con una de las cámaras que, por lo general, se mantenían en un vacío extremo. Era muy probable que nada de aire se hubiese escapado realmente al espacio durante esa demostración de fuerza, pero el efecto había sido tan inquietante como una verdadera rotura del casco.

Ilia Volyova se puso en pie. No parecía haberse roto nada. Se quitó el polvo de encima y, temblando, encendió otro cigarrillo. Fumó durante al menos dos minutos, hasta que sus nervios se relajaron lo suficiente.

Entonces volvió a hablar, con calma y serenidad, como un padre que se dirige a un bebé que acaba de sufrir una rabieta.

—Muy bien, capitán. Ha dejado muy clara su postura, no quiere oír hablar de las armas del alijo. De acuerdo, está en su derecho y no puedo decir que me sienta sorprendida. Pero comprenda esto: aquí no estamos hablando de un pequeño problema regional. Esas máquinas inhibidoras no han llegado solo a Delta Pavonis.

Han alcanzado espacio humano. Esto es solo el principio. No se detendrán aquí, ni siquiera después de haber barrido toda vida de Resurgam por segunda ocasión en un millón de años. Eso solo será un precalentamiento, después vendrá otro sitio. Puede que sea Borde del Firmamento, o tal vez Shiva-Parvati. Quizá Grand Tetón, Giro a la Deriva, Zastruga... Puede que incluso Yellowstone. Quizá incluso el Primer Sistema. Probablemente carezca de importancia, porque una vez caiga uno, a los otros no les faltará mucho. Será el fin, capitán. Puede que lleve décadas o siglos, no importa. Seguirá siendo el final de todo, el rechazo definitivo de todo gesto humano, de todo pensamiento humano desde el alba de los tiempos. Seremos erradicados de la existencia. Le garantizo algo: se lo pondremos difícil, aunque el resultado nunca esté en duda. ¿Pero sabe qué? No estaremos allí para verlo, ni un maldito minuto. Y eso me fastidia más de lo que pueda imaginarse.

Le dio otra calada al cigarrillo. Las ratas se habían escabullido de vuelta a la oscuridad y el cieno, y la nave casi había recuperado la normalidad. Parecía que el capitán le había perdonado aquella indiscreción. Prosiguió:

—Las máquinas no nos han prestado todavía mucha atención, pero supongo que al final llegarán hasta nosotros. ¿Y quiere saber cuál es mi teoría de por qué no nos han atacado aún? Podría deberse a que todavía no nos ven, a que sus sentidos estén sintonizados para detectar señales de vida a escalas mucho mayores que una única nave. Pero también podría ser porque no hay necesidad de preocuparse por nosotros, porque sería una pérdida de tiempo complicarse la vida arrasándonos individualmente, cuando el plan en el que están trabajando será mucho más eficaz. Sospecho que así es como piensan, capitán, en una dimensión mucho mayor y más lenta de la que nosotros estamos acostumbrados. ¿Por qué molestarse en aplastar una sola mosca, cuando estás a punto de exterminar a toda la especie? Y si vamos a hacer algo al respecto, tenemos que empezar a pensar un poco como ellos. Necesitamos el alijo, capitán.

La sala se sacudió; la iluminación de las pantallas falló, lo mismo que las luces de alrededor. Volyova miró el brazalete y no se extrañó de ver que la nave volvía a estar en proceso de entrar en la catatonía. Los servidores se apagaban en todos los niveles y abandonaban las tareas que tuvieran asignadas. Incluso algunas de sus bombas de sentina estaban muriendo, y pudo detectar el sutil cambio del ruido de fondo según las unidades se caían del coro. Los pasillos de la nave, auténticas conejeras, quedarían sumidas en la oscuridad, y ya no se podía asegurar que los ascensores alcanzaran su destino. La vida volvería a resultar complicada y, durante unos días (quizás algunas semanas), simplemente sobrevivir a bordo de la nave iba a consumir casi todas sus energías.

—Capitán... —dijo en voz baja, dudando que alguien la escuchara en esos momentos—. Capitán, tiene que comprenderlo. No voy a irme. Y ellos tampoco.

Sola, de pie en la oscuridad, Volyova se fumó lo que le quedaba del cigarrillo, y cuando terminó sacó su linterna, la encendió y abandonó el puente.

La triunviro estaba ocupada. Tenía mucho trabajo por delante.

Remontoire estaba sobre la piel adhesiva del cometa de Skade y hacía gestos a una nave que se aproximaba. Esta se acercó reluctante y se dirigió hasta la oscura superficie con evidente suspicacia. Era una nave pequeña, apenas más grande que la corbeta que los había llevado inicialmente hasta allí a los tres. Unas torretas globulares brotaban de su casco y giraban a un lado y a otro. Remontoire parpadeó al recibir el resplandor rojizo de un láser de puntería. Después, el haz lo dejó atrás y dibujó diagramas en el suelo, en busca de bombas trampa.

—Dijiste que erais dos-intervino el comandante de la nave, cuya voz zumbó en el casco de Remontoire—. Solo veo a uno.

—Skade ha resultado herida. Está dentro del cometa, bajo el cuidado del maestro de obra. ¿Por qué me habláis con la voz?

—Podrías preparar una trampa.

—Soy Remontoire. ¿No me reconocéis?

—Espera. Vuélvete a la izquierda para que pueda ver tu rostro por la visera.

Transcurrió un tiempo mientras la nave merodeaba por la zona y lo escrutaba. Entonces se acercó y disparó su juego de presas, que se clavaron con fuerza en el suelo, donde seguían anclados los tres cables seccionados. Remontoire notó el temblor de los impactos a través de la membrana, y la resina epoxídica se tensó bajo sus pies.

Trató de establecer comunicación neuronal con el piloto. ¿Aceptáis ya que soy Remontoire?

Observó que se abría una esclusa cerca de la parte delantera de la nave. De ella salió un combinado cubierto con una armadura completa de batalla. La figura se deslizó hasta la superficie del cometa y posó los pies a apenas dos metros de donde él se encontraba. Portaba una pistola, con la que apuntó sin vacilar a Remontoire. Las demás armas de la nave también se centraban en él. Pudo notar sus amplios cañones sobre sí, y supo que no haría falta más que un leve movimiento en falso para que esas armas abrieran fuego.

El combinado se conectó neuronalmente con Remontoire.

[¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién es el maestro de obra?].

Me femó que son asuntos del Consejo Cerrado. Todo lo que puedo contaros es que Skade y yo estábamos aquí en un asunto de seguridad combinada. Este cometa es uno de los nuestros, como ya habréis deducido.

[Tu mensaje de socorro decía que erais tres. ¿Dónde está la nave que os trajo?].

Ahí es donde las cosas empiezan a complicarse. Remontoire trató de entrar en la cabeza del hombre; sería mucho más sencillo si pudiera volcarle directamente sus recuerdos. Pero las barreras neuronales del otro combinado eran sólidas.

[Limítate a contármelo].

Clavain vino con nosotros. Robó la corbeta.

[¿Por qué iba a hacer algo así?].

De verdad, no puedo contártelo. No sin revelar la naturaleza de este cometa. [Deja que lo adivine. ¿Otra vez asuntos del Consejo Cerrado?]. Ya sabes cómo es esto.

[¿Hacia dónde se dirigió Clavain con la corbeta?].

Remontoire sonrió, no tenía sentido seguir jugando al ratón y al gato. Probablemente hacia el interior del sistema, ¿adónde si no? No va a regresar al Nido Madre.

[¿Y cuánto hace de esto con exactitud?]. Más de treinta horas.

[Necesitará menos de trescientas para llegar a Yellowstone. ¿No pensaste en avisarnos antes?].

He hecho lo que he podido. Teníamos una especie de problema médico al que enfrentarnos. E hizo falta mucha persuasión para que el maestro de obra me permitiera enviar una señal de regreso al Nido Madre.

[¿Problema médico?].

Remontoire hizo un gesto en dirección a la superficie costrosa y agrietada del cometa, hacia el rizado hueco de entrada por el que había aparecido inicialmente el maestro de obra.

Como os conté, Skade resultó herida. Me parece que deberíamos llevarla de vuelta al Nido Madre lo antes posible.

Remontoire comenzó a caminar, escogiendo con cuidado cada paso. Las armas que montaba la nave no dejaron de seguirlo, listas para convertirlo en un cráter en miniatura en cuanto parpadease.

[¿Está viva?].

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