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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (29 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Pero ese no había sido el final de su carrera. Fue capturado por la reina araña, una mujer llamada Galiana que había creado inicialmente todo el lío de los arácnidos. Durante meses, Galiana lo había retenido prisionero y por último lo liberó al negociarse un alto el fuego. A partir de entonces, se había formado un extraño vínculo entre los dos antiguos adversarios. Cuando la incómoda paz comenzó a agrietarse, fue Clavain el que bajó para tratar de arreglar las cosas con la reina araña. Y era en esa misión donde se suponía que había «desertado», cuando se unió a los combinados y aceptó que las máquinas remodeladoras entraran en su cráneo para convertirlo en una de las arañas de mente de colmena.

Y en ese punto era más o menos cuando Clavain desaparecía de la historia. Antoinette repasó de modo superficial los restantes registros y halló sobre él numerosos informes anecdóticos que asomaban de forma dispersa a lo largo de los siguientes cuatrocientos y pico años. Era posible, eso no podía negarlo. Clavain ya tenía sus años cuando desertó, pero con la hibernación y la dilatación temporal que acompañaba de manera natural a tal cantidad de viajes estelares, podría no haber vivido subjetivamente más que unas pocas décadas de esos cuatro siglos. Y eso sin contar siquiera con la clase de terapias de rejuvenecimiento que eran posibles antes de la plaga. Cierto, podía tratarse de Clavain, pero también podía ser otra persona con el mismo nombre. ¿Qué posibilidades había de que la vida de Antoinette Bax se cruzara con un importante personaje histórico? A ella no le sucedían cosas así.

Algo la distrajo. Había jaleo en el exterior del despacho, sonidos de cosas que se caían y rebotaban. La voz de Xavier se alzó protestando. Antoinette apagó el terminal y salió.

Lo que se encontró hizo que soltara un grito ahogado. Xavier estaba apoyado contra una pared, con los pies a un par de centímetros sobre el suelo. Allí lo sostenía (dolorosamente, dedujo ella) el manipulador de un proxy policial de múltiples brazos y color negro brillante. La máquina, que de nuevo le recordó a una aterradora mezcla de enormes tijeras negras, había irrumpido en la oficina arrojando al suelo vitrinas y tiestos con plantas.

Antoinette miró al proxy. Aunque todos parecían más o menos idénticos, estaba segura de que se trataba del mismo (o, al menos, controlado por el mismo piloto) que había subido a bordo del Ave de Tormenta, que le devolvía ahora la visita.

—Mierda —dijo Antoinette.

—Señorita Bax. —La máquina bajó a Xavier hasta el suelo sin demasiados miramientos. Xavier tosió tratando de recuperar el aliento, mientras se frotaba una zona en carne viva debajo de la garganta. Intentó hablar, pero todo lo que pudo emitir fue una serie de roncas vocales entre carraspeos.

—El señor Liu estaba dificultando el curso de mis investigaciones —dijo el proxy.

Xavier volvió a toser.

—Yo... solo... no me aparté del camino a tiempo. —¿Estás bien, Xave? —preguntó Antoinette.

—Sí, perfectamente-dijo él, tras recuperar parte del color que unos momentos antes había perdido. Se volvió hacia la máquina, que ocupaba la mayor parte del despacho y echaba unas cosas a un lado mientras examinaba otras con su multitud de extremidades—. ¿Qué cojones quiere?

—Respuestas, señor Liu. Respuestas justo para las mismas preguntas que me ocupaban en nuestra última entrevista.

Antoinette estudió a la máquina.

—¿Este cabrón te ha hecho una visita mientras yo estaba fuera? Fue la máquina la que respondió:

—Desde luego que sí, señorita Bax. Al verla a usted tan poco dispuesta a colaborar, lo consideré necesario. Xavier miró a Antoinette.

—Abordó el Ave de Tormenta —corroboró ella. —¿Y?

El proxy derribó un archivador y hurgó aburrido entre los papeles desperdigados.

—La señorita Bax me mostró que estaba trasladando a un pasajero en una arqueta de sueño frigorífico. Su historia, que fue verificada por el hospicio Idlewild, afirmaba que se había producido una especie de confusión administrativa y que el cuerpo estaba siendo devuelto al hospicio.

Antoinette se encogió de hombros, pues sabía que iba a tener que salir de aquello con un farol.

—¿Y qué?

—El cuerpo ya estaba muerto. Y usted nunca llegó al hospicio. Viró en dirección al espacio interplanetario poco después de que yo me marchase. —¿Y por qué iba a hacer algo así?

—Eso es, señorita Bax, precisamente lo que me gustaría saber. —El proxy dejó los papeles y empujó el archivador a un lado con un coletazo rechinante de una afilada extremidad, impulsada por un pistón—. Le pregunté al señor Liu, pero no me fue de ninguna ayuda. ¿No es así, señor Liu?

—Le conté lo que sabía.

—Quizá también debiera tomarme un interés particular en usted, señor Liu, ¿no cree? Tiene un pasado muy interesante, a juzgar por los informes policiales. Conocía muy bien a James Bax, ¿verdad?

Xavier se encogió de hombros.

—¿Y quién no?

—Usted trabajó para él. Eso implica una relación más que circunstancial, me parece a mí.

—Teníamos un acuerdo comercial. Yo arreglaba su nave, reparo un montón de naves. Eso no significa que estuviésemos casados.

—Pero sin duda era consciente de que James Bax era para nosotros una fuente de preocupaciones, señor Liu. Un hombre al que no preocupaba demasiado la distinción entre lo que es correcto y lo que no. Un individuo no muy interesado en algo tan intrascendente como la ley.

—¿Cómo podría estarlo? —lo increpó Xavier—. Los cabrones como vosotros cambian la ley según les conviene.

El proxy se movió con velocidad cegadora y se convirtió en un borroso remolino negro. Antoinette notó la brisa que provocó su gesto, y lo siguiente que supo era que la máquina volvía a tener a Xavier clavado a la pared, esta vez más alto y, por lo que parecía, aplicando mucha más fuerza. Xavier se ahogaba y se aferraba a los manipuladores de la máquina en un desesperado esfuerzo por liberarse.

—¿Sabía usted, señor Liu, que el caso Merrick nunca se ha podido cerrar satisfactoriamente?

Xavier era incapaz de responder.

—¿El caso Merrick? —preguntó Antoinette.

—Lyle Merrick —respondió el proxy—. Ya conoce al tipo. Un mercader, como su padre. Al otro lado de la ley. —Lyle Merrick murió... Xavier comenzaba a ponerse azul.

—Pero el caso nunca se cerró, señorita Bax. Desde el principio quedaron una serie de cabos sueltos. ¿Qué sabe de la Resolución Mandelstam? —¿Es por casualidad otra de sus putas nuevas leyes?

La máquina dejó que Xavier cayera al suelo. Estaba inconsciente. O al menos Antoinette confió en que lo estuviera.

—Su padre conocía a Lyle Merrick, señorita Bax. Xavier Liu conocía a su padre. Así, es casi seguro que el señor Liu conocía a Lyle Merrick. Si añadimos a eso su afición a transportar cadáveres por la zona de guerra sin un motivo lógico, no es de extrañar que ustedes dos nos resulten de gran interés.

—Si vuelve a tocar una sola vez más a Xavier...

—¿Qué, señorita Bax?

—Yo...

—Usted no hará nada. Aquí carece de poder. Ni siquiera hay micrófonos ni cámaras de seguridad en este cuarto. Lo sé. Lo he comprobado antes. —Cabrón.

La máquina se inclinó hacia ella.

—Claro que podría llevar encima alguna clase de artefacto oculto, me imagino. Antoinette se apretó contra una de las paredes del despacho. —¿Cómo?

El proxy extendió un manipulador. Ella se aplastó aún más y contuvo el aliento, pero no sirvió de nada. El proxy palpó el lateral de su rostro con la extremidad. Fue bastante suave, pero Antoinette era terriblemente consciente del daño que podía causarle si así lo deseaba. Entonces el manipulador acarició su cuello y siguió adelante, entreteniéndose sobre sus pechos. —Maldito... cabrón.

—Creo que podría llevar un arma, o drogas. —Hubo un borrón metálico, seguido de la misma abominable brisa. Ella se estremeció pero apenas duró un instante. El proxy le había arrancado la cazadora. Su chaqueta favorita de color ciruela estaba hecha andrajos. Debajo llevaba un peto ajustado sin mangas, negro, con bolsillos para el equipo. Antoinette se retorció y maldijo, pero la máquina siguió sosteniéndola con firmeza. Dibujó formas sobre el peto, apartándolo de su piel.

—Tengo que asegurarme, señorita Bax.

Antoinette pensó en el piloto, insertado quirúrgicamente en una lata de acero, en alguna zona de la panza de un cúter policial que tenía que estar estacionado por allí cerca. Poco más que un sistema nervioso central y algunos tristes añadidos.

—Puto enfermo.

—Solo estoy siendo... concienzudo, señorita Bax.

Hubo un estrépito y un traqueteo detrás de la máquina. El proxy se detuvo. Antoinette contuvo la respiración, igual de sorprendida. Se preguntó si el piloto había informado a otros proxys de que la diversión estaba servida en la mesa.

La máquina se apartó de ella y giró muy lentamente. Se enfrentaba a un muro de color marrón anaranjado y ondulaciones oscuras. Antoinette calculó que al menos eran doce: seis o siete orangutanes y más o menos la misma cantidad de gorilas mejorados de espalda plateada. Todos habían sido incrementados para alcanzar una bipedación completa y cargaban con armas, algunas improvisadas y otras no tanto.

El espalda plateada jefe tenía entre las manos una llave inglesa ridículamente grande. Al hablar, su voz resultaba casi por completo subsónica; algo que, más que oír, Antoinette notó en el estómago.

—Déjala ir.

El proxy calculó sus posibilidades. Muy probablemente podría deshacerse de todos los hiperprimates. Disponía de láseres, pistolas de pegamento y otras cosas desagradables. Pero se armaría un auténtico jaleo y acabaría teniendo que explicar muchas cosas. Y no había garantías de que no sufriera cierto daño antes de pacificar o matar a todos los primates.

No merecía la pena, en especial cuando había poderosos sindicatos y lobbies políticos de parte de la mayoría de las especies de hiperprimates. La Convención de Ferrisville tendría muchos más problemas para explicar la muerte de un gorila o de un orangután que la de un ser humano, en especial en el Carrusel Nueva Copenhague.

El proxy se retiró al tiempo que replegaba la mayoría de sus extremidades. Por un instante la pared de hiperprimates se negó a dejarlo marchar, y Antoinette temió que fuese a producirse un baño de sangre. Pero sus rescatadores solo querían dejar clara su postura.

Se apartaron y el proxy se escabulló.

Antoinette soltó un suspiro. Quería dar las gracias a los hiperprimates, pero su preocupación inmediata y principal era Xavier. Se arrodilló junto a él y le tocó el lateral del cuello. Notó sobre sí el cálido aliento animal.

—¿Él bien?

Miró el maravilloso rostro del espalda plateada. Era como una figura grabada en carbón.

—Eso creo. ¿Cómo lo habéis sabido? Aquella voz extraordinariamente grave tronó: —Xavier pulsa botón de alarma, nosotros venimos. —Gracias.

El espalda plateada se irguió, descollando sobre ella. —Nos gusta Xavier. Xavier nos trata bien.

Después inspeccionó los restos de su chaqueta. Su padre se la había regalado por su decimoséptimo cumpleaños. Desde el primer momento le había venido un poco pequeña (cuando se la ponía, se parecía más a la chaquetilla de un torero), pero a pesar de eso siempre había sido su favorita y siempre había tenido la sensación de lograr que le quedara bien. Ahora estaba destrozada, y no cabía ni pensar en arreglarla.

Cuando los primates se marcharon y Xavier estuvo de nuevo en pie, débil pero básicamente ileso, hicieron lo posible por ordenar aquel desastre. Les llevó varias horas, la mayor parte de las cuales se las pasaron volviendo a clasificar los documentos. Xavier siempre había sido meticuloso en su contabilidad. A pesar de que la compañía iba directa a la bancarrota, decía que antes muerto que darles a los avaros cabrones de los acreedores más munición de la que ya tenían.

A medianoche, el lugar volvía a parecer respetable. Pero Antoinette sabía que aquello no había acabado. El proxy regresaría, y la próxima vez se aseguraría de que no pudiera aparecer un grupo de rescate primate. Y aunque el proxy nunca descubriera qué había estado haciendo ella en realidad en la zona de guerra, las autoridades tenían un millón de maneras de ponerla fuera de juego. De hecho, el proxy ya podría haberse incautado del Ave de Tormenta. Lo único que hacía (Antoinette debía recordar que detrás de él había un piloto humano) era jugar con ella, convertir su vida en un pozo de preocupaciones mientras él tenía algo entretenido a lo que dedicarse cuando no estaba hostigando a algún otro.

Pensó en preguntarle a Xavier por qué se tomaba aquel bicho tanto interés en los socios de su padre, y en particular por el caso de Lyle Merrick, pero decidió apartar todo aquello de su mente, al menos hasta la mañana.

Xavier salió y compró un par de cervezas más. Se las pulieron mientras volvían a colocar en su sitio los últimos muebles.

—Las cosas se arreglarán, Antoinette —dijo.

—¿Estás seguro de eso?

—Te lo mereces —respondió él—. Eres buena persona. Todo lo que pretendías era honrar los deseos de tu padre.

—¿Y entonces por qué me siento tan idiota? —No deberías —dijo, y la besó.

Hicieron de nuevo el amor (era como si hubiesen pasado días desde la última vez) y después Antoinette se quedó dormida, se hundió a través de capas de inquietud cada vez más difusa hasta alcanzar la inconsciencia. Y entonces el sueño de propaganda demarquista volvió a apoderarse de ella: ese en el que ella aparecía en una nave de línea que era asaltada por las arañas, el mismo en que era conducida a su base en un cometa y preparada quirúrgicamente para su reclutamiento en la mente de colmena.

Pero en esta ocasión había una diferencia. Cuando los combinados venían a abrir su cabeza e insertar dentro las máquinas, el que se inclinaba sobre ella se bajaba la blanca mascarilla quirúrgica para revelar un rostro que pudo reconocer gracias a los libros de historia, a partir de los avistamientos anecdóticos más recientes. Era la cara de un viejo patriarca barbudo, de pelo blanco, arrugado y lleno de personalidad, triste y alegre al mismo tiempo. Una cara que, bajo otras circunstancias, podría haber parecido amable y sabia como la de un abuelo.

Era el rostro de Nevil Clavain.

—Te advertí que no volvieras a cruzarte en mi camino —dijo.

El Nido Madre quedaba ya un minuto luz por detrás de ellos cuando Clavain dio instrucciones a la corbeta de rotar sobre sí misma y dar paso a la combustión de deceleración, siguiendo los datos de navegación que le había proporcionado Skade. El paisaje estrellado giró como una máquina impulsada por un engranaje bien engrasado, y las sombras de su pálida iluminación se derramaron sobre Clavain y las formas reclinadas de sus dos pasajeros. Las corbetas eran las naves más ágiles de la flota intrasistema combinada, pero incrustar a tres ocupantes dentro del casco se parecía a un problema matemático de empaquetamiento óptimo. Clavain estaba insertado en el puesto del piloto, donde tenía a su alcance los controles táctiles y las lecturas visuales. Era posible gobernar la nave sin mover un párpado, pero también estaba diseñada para resistir el periodo de ataques cibernéticos que podían dañar las órdenes neuronales rutinarias. Clavain la controlaba, en cualquier caso, mediante control táctil, a pesar de que apenas había movido un dedo en horas. Los informes tácticos zarandeaban su campo visual tratando de captar de su atención, pero no había rastro de actividad enemiga en un radio de seis horas luz.

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