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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (46 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Tras quince horas, había simulado una brusca parada a trompicones del motor. Skade reconocería el modo de fallo, era casi de libro de texto. Sin duda pensaría que Clavain había tenido la mala suerte de no morir en un estallido instantáneo e indoloro. Ahora tendría la oportunidad de alcanzarlo y su agonía sería mucho más prolongada. Si Skade reconocía el tipo de fallo que Clavain había tratado de simular, llegaría a la conclusión de que los mecanismos de autorreparación de la nave tardarían unas diez horas en arreglarlo. Y pese a todo, para ese modo de fallo en particular solo era posible una reparación parcial. Quizá Clavain lograra encender de nuevo la antorcha de fusión, catalizada mediante antimateria, pero el motor no volvería a funcionar a máxima potencia. En el mejor de los casos, podría exprimir seis gravedades de la corbeta, y no le sería posible mantener esa aceleración durante mucho tiempo.

En cuanto viera la llamarada de la corbeta, en cuanto reconociera el titubeo delator, Skade sabría que el éxito era suyo. Nunca deduciría que él había dedicado las diez horas de gracia no a reparar el motor defectuoso, sino a soltarse en un lugar completamente diferente. Por lo menos, Clavain confiaba en que nunca lo adivinara.

Su último movimiento había consistido en enviar un mensaje a Antoinette Bax, asegurándose de que la señal no pudiera ser interceptada por Skade ni por ninguna otra fuerza hostil. Había avisado a Antoinette de dónde estaría flotando, y le había explicado cuánto tiempo era razonable esperar que sobreviviera, equipado únicamente con un traje espacial de baja resistencia, sin sistemas sofisticados de reciclaje. Según sus propios cálculos, Antoinette podría alcanzarlo a tiempo y arrastrarlo lejos de la zona de guerra antes de que Skade tuviera la oportunidad de darse cuenta de lo que sucedía. Todo lo que Antoinette tenía que hacer era acercarse al volumen aproximado de espacio que él le había indicado y barrerlo con su radar, y antes o después se toparía con su silueta.

Pero solo disponía de una ventana de oportunidad. Solo tenía una posibilidad de convencerla, y ella habría de ponerse en marcha de inmediato. Si optaba por pedirle una confirmación o aguardaba un par de días sin decidir qué hacer, Clavain estaba muerto.

Se encontraba por completo en sus manos.

Clavain hizo lo que pudo por ampliar la autonomía del traje. Activó unas rutinas neuronales raramente usadas que le permitían ralentizar su propio metabolismo, de modo que usara tan poco aire y energía como fuera posible. No había ningún motivo para permanecer consciente; no le proporcionaba otra cosa que la oportunidad de reflexionar de modo inacabable sobre si iba a vivir o a morir.

A la deriva y solo en el espacio, Clavain se dispuso a hundirse en la inconsciencia. Pensó en Felka, a la que no creía probable volver a ver nunca, y caviló sobre su mensaje. No sabía si prefería que fuese cierto o que no. Confió además en que Felka encontrara algún modo de perdonarle la deserción, que no lo odiara por ello y que no la molestara el hecho de que siguiera adelante a pesar de su súplica.

Mucho tiempo atrás también había desertado para pasarse al bando de los combinados, porque había considerado que era lo más adecuado bajo aquellas circunstancias. Casi no había tenido tiempo para planear su deserción ni valorar si era correcta o no. El momento en que tenía que tomar la decisión se había presentado de pronto, y supo que no tenía vuelta atrás.

En la actualidad ocurría lo mismo. El momento se había presentado solo... y lo había aprovechado, plenamente consciente de las consecuencias y a sabiendas de que podía estar equivocándose, que sus miedos resultaran carecer de fundamento o ser fruto de la imaginación paranoica de un hombre viejo, muy viejo. Pero sabía que debía hacerlo.

Sospechaba que para él las cosas siempre habían sido así.

Recordó cuando yacía bajo los cascotes derruidos, en una bolsa de aire bajo un edificio derrumbado de Marte. Sucedió unos cuatro meses estándares después de la campaña de la elevación de Tarsis. Se acordó del gato con la columna rota al que había mantenido con vida, y cómo había compartido sus raciones con el animal herido incluso cuando la sed parecía un ácido que le deshacía la boca y la garganta, hasta cuando el hambre había sido peor, mucho peor que el dolor de sus heridas. Recordó que el gato había muerto poco después de que los rescataran a ambos de los escombros, y se preguntó si no habría sido para él más bondadoso morir antes, y no ver prolongada su dolorosa existencia unos cuantos días más. Y aun así, sabía que si le ocurriera otra vez lo mismo, volvería a mantener vivo al gato, sin importar lo vano que fuese el gesto. No se debía solo a que mantener con vida al gato le había proporcionado algo en lo que concentrarse aparte de su propia incomodidad y su miedo. Había algo más, aunque no le era fácil decir qué. Pero tenía la sensación de que era el mismo impulso que lo empujaba hacia Yellowstone, el mismo impulso que le había hecho buscar la ayuda de Antoinette Bax.

Solo y asustado, lejos de cualquier mundo, Nevil Clavain cayó en la inconsciencia.

17

Las dos mujeres condujeron a Thorn hasta una sala del interior de la Nostalgia por el Infinito. La pieza central de la habitación era un enorme aparato visualizador, colocado en medio de la cámara como un solitario y grotesco globo ocular. Thorn tuvo la irremediable sensación de ser analizado intensamente, como si no solo el ojo, sino toda la esencia de la nave lo estudiara con enorme interés, como un búho, y no poca malicia. Entonces comenzó a asimilar los detalles de lo que tenía delante. Por todas partes había señales de daños. Hasta el propio aparato visualizador daba la impresión de haber sido objeto de reparaciones recientes y apresuradas.

—¿Qué ha pasado aquí? —Preguntó Thorn—. Parece como si se hubiera desarrollado un tiroteo o algo así.

—Nunca lo sabremos con seguridad —respondió la inquisidora Vuilleumier—. Resulta obvio que la tripulación no permaneció tan unida como pensábamos durante la crisis Sylveste. Por las evidencias internas, parece como si se hubiese producido alguna clase de disputa entre facciones a bordo de la nave.

—Siempre habíamos sospechado algo así —añadió la otra mujer, Irina—. Evidentemente, había problemas bullendo justo bajo la superficie. Parece que lo que sucedió alrededor de Cerbero/Hades fue suficiente para hacer estallar un motín. La tripulación debió de matarse entre sí, y dejaron la nave a cargo de sí misma.

—Muy conveniente para nosotros —dijo Thorn.

Las mujeres intercambiaron miradas.

—Quizá debamos pasar al tema que nos interesa —dijo Vuilleumier.

Le pusieron una película. Era holográfica y se reprodujo en el gran ojo. Thorn supuso que era una síntesis informática preparada a partir de los datos que la nave había reunido en múltiples bandas sensoriales y puntos de vista. Lo que presentaba era una perspectiva divina, propia de un ser capaz de englobar planetas enteros y sus órbitas.

—Debo pedirte que aceptes algo —dijo Irina—. Es difícil, pero necesario.

—Dime de qué se trata —respondió Thorn.

—Toda la raza humana se halla al borde de una extinción repentina y catastrófica.

—Esa es toda una afirmación. Confío en que puedas apoyarla.

—Puedo y lo haré. El concepto esencial con el que debes quedarte es que la extinción, si ha de suceder, comenzará aquí y ahora, alrededor de Delta Pavonis. Pero esto no es más que el inicio de algo que será mucho mayor y descarnado.

Thorn no pudo evitar sonreír.

—Entonces Sylveste estaba en lo cierto, ¿es eso?

—Sylveste desconocía por completo los detalles y los riesgos que estaba asumiendo. Pero tenía razón en uno de sus postulados: creía que los amarantinos había sido aniquilados por una intervención externa, y que eso guardaba alguna relación con su repentino surgimiento como cultura que viajaba entre las estrellas.

—¿Y a nosotros nos va a suceder lo mismo?

Irina asintió.

—Parece que el mecanismo será distinto esta vez, pero los responsables son los mismos.

—¿Y de quién se trata?

—Máquinas —le explicó Irina—. Máquinas interestelares de una antigüedad inmensa. Durante millones de años se han ocultado entre las estrellas, a la espera de que una nueva cultura perturbara el gran silencio galáctico. Solo existen para detectar la aparición de la inteligencia y entonces extinguirla. Los llamamos inhibidores.

—¿Y ahora están aquí?

—Eso sugieren las pruebas.

Le enseñaron lo que había sucedido hasta el momento, cómo un escuadrón de máquinas inhibidoras había llegado hasta el sistema y se había dedicado a desmantelar tres mundos. Irina compartió con Thorn sus sospechas de que probablemente habían sido las actividades de Sylveste las que las habían atraído hasta allí, y que podían quedar todavía más oleadas que se abalanzaban sobre el sistema de Resurgam procedentes de lugares aún más lejanos, alertadas por el frente de onda expansiva de la señal, fuese cual fuese, que había activado a las primeras máquinas.

Thorn vio morir los tres planetas. Uno era un mundo metálico; los otros dos, lunas rocosas. Las máquinas se apiñaban y se multiplicaban en las superficies de las lunas, al tiempo que las cubrían con una placa de formas industriales especializadas. Desde los ecuadores, unos penachos de materia extraída eran escupidos al espacio. Las lunas estaban siendo ahuecadas como una manzana. Los penachos de material se dirigían a las fauces de tres colosales plantas de procesado que orbitaban alrededor de los cuerpos agonizantes. Desde allí brotaban unos riachuelos de materia refinada, separada según las distintas menas, isótopos y granulosidades, que avanzaban en dirección al espacio interplanetario mediante lentas parábolas arqueadas.

—Eso solo fue el principio —dijo Vuilleumier.

Le mostraron entonces cómo los ríos de materia provenientes de las tres lunas desmanteladas convergían sobre un punto común del espacio. Era un lugar situado en la órbita del mayor gigante gaseoso del sistema, el cual llegaría allí justo en el mismo momento exacto que las tres corrientes de materia.

—Fue entonces cuando nuestro interés pasó al gigante —dijo Irina.

Las máquinas inhibidoras eran terriblemente difíciles de detectar. Solo con un gran esfuerzo habían logrado distinguir la presencia de otro enjambre de máquinas alrededor del gigante, en este caso más reducido. Durante mucho tiempo no habían hecho otra cosa que esperar, preparadas para la llegada de los hilos de masa, los cien trillones de toneladas de material sin tratar.

—No lo comprendo —dijo Thorn—. Ya hay un montón de lunas alrededor del gigante gaseoso. ¿Por qué tenían que complicarse en desmantelar satélites de otros sitios, si luego los iban a necesitar allí?

—Esos satélites no son del tipo adecuado —dijo Irina—. La mayoría de las lunas alrededor del gigante no son más que pelotas de hielo, minúsculos núcleos rocosos rodeados de volátiles congelados o en estado líquido. Necesitaban desgajar núcleos metálicos, y eso significaba buscar un poco más lejos.

—¿Y ahora qué van a hacer?

—Pues parece que fabricar otra cosa —dijo Irina—. Algo muy grande. Algo que necesita cien trillones de toneladas de materia prima. Thorn devolvió su atención al ojo.

—¿Cuándo comenzó esto? ¿Cuánto hace que los hilos de materia alcanzaron Roe?

—Hace tres semanas. La cosa, sea lo que sea, está comenzando a tomar forma. —Irina tecleó en un brazalete que llevaba en la muñeca, lo que hizo que el ojo realizara un zoom sobre la vecindad del gigante.

La mayor parte del planeta permanecía en sombra. Por encima de la zona iluminada (un creciente de color hueso atravesado por pálidas franjas de ocre y beige) colgaba algo, un filamento con forma de arco que debía de cubrir muchos miles de kilómetros de un extremo al otro. Irina se aproximó más, hacia el centro del arco.

—Por lo que podemos deducir, se trata de un objeto sólido —explicó Vuilleumier—. Un arco de círculo de cien mil kilómetros de radio. Está en órbita ecuatorial alrededor del planeta, y sus extremos siguen creciendo.

Irina volvió a acercar la imagen y enfocó justo en el punto medio del arco, cada vez mayor. Aparecía allí una hinchazón, que con aquella resolución apenas era una mancha de forma romboidal. Tocó unos cuantos controles más desde su brazalete, y el borrón se aclaró y expandió hasta ocupar todo el volumen de visualización.

—Era, de hecho, una antigua luna —explicó Irina—, una bola de hielo de unos cuantos cientos de kilómetros de punta a punta. Circularizaron la órbita por encima del ecuador en pocos días, sin que la luna se desgajara por culpa de las tensiones dinámicas. Entonces las máquinas construyeron unas estructuras dentro; debemos suponer que se trata de un equipo adicional de procesamiento. Uno de los hilos de materia cae sobre la luna aquí, por esta estructura con forma de boca. Me temo que no podemos hacer conjeturas sobre lo que sucede en el interior. Todo lo que sabemos es que dos estructuras tubulares están brotando de cada extremo de la luna, a proa y a popa de su movimiento orbital. A esta escala parecen bigotes, pero en realidad los tubos tienen sus buenos quince kilómetros de grosor. Ahora mismo se extienden setenta mil kilómetros a cada lado de la luna, y crecen en longitud a un ritmo de doscientos ochenta kilómetros cada hora.

Irina asintió, sin dejar de fijarse en la evidente incredulidad de Thorn.

—Sí, los datos son correctos. Lo que ves aquí ha sido construido en los últimos diez días estándares. Nos enfrentamos a una capacidad industrial que no se parece a nada conocido, Thorn. Nuestras máquinas pueden convertir un pequeño asteroide metalífero en una nave espacial en pocos días, pero hasta eso parece increíblemente lento en comparación con los procesos de los inhibidores.

—Diez días para crear ese arco. —A Thorn se le erizaban los pelillos de la nuca, para su vergüenza—. ¿Creéis que seguirán incrementándolo hasta que los extremos se junten?

—Parece probable. Si los extremos han de formar un anillo, se encontrarán en algo menos de noventa días.

—¡Tres meses! Tienes razón, nosotros no podríamos hacer algo así. Nunca hubiéramos podido, ni siquiera durante la Belle Époque. Pero, ¿por qué? ¿Por qué trazan un anillo alrededor del gigante gaseoso?

—No lo sabemos... todavía. Pero hay más. —Irina hizo un gesto en dirección al ojo—. ¿Continuamos?

—Enseñádmelo —dijo Thorn—. Quiero verlo todo.

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