—Te he preguntado dónde están las reliquias —dijo el líder de los Guardianes, deteniéndose en cada una de las palabras.
El chico se puso a temblar de la cabeza a los pies. No podía articular palabra y sólo era capaz de acompañar el movimiento incontrolado de su cuerpo con sacudidas compulsivas de cabeza. Negaba una y otra vez.
Rashid tuvo que interpretar esos gestos.
—¿No? ¿Qué quiere decir que no? —El muchacho tenía la boca desencajada y le colgaba el labio inferior mientras daba cabezazos—. ¿Me estás diciendo que no han recuperado el fardo? ¿Que se ha perdido? —La actitud de Rashid había cambiado. Lejos quedaba ya el estado de relajación al que Ashraf lo había llevado antes de las malas noticias. Cogió al chico por los hombros y lo zarandeó.
—¡Contéstame, por favor! —le requirió con urgencia—. ¡No me hagas perder la paciencia porque te arrepentirás! —lo amenazó.
Sin saber cómo, el chico sacó una voz del interior de su cuerpo estremecido.
—No lo hemos encontrado, señor. Después de que retiraran los escombros y los tres cuerpos, no había ni rastro del fardo. No sabemos qué ha podido pasar.
Rashid se llevó las manos a la cabeza. Hundió los dedos entre sus cabellos húmedos sin parar de resoplar, lo que no hacía presagiar nada bueno.
—¡Desaparece de mi vista! ¡Largo! —gritó, y su voz retumbó en las paredes de los baños.
El chico se fue por donde había venido como alma que lleva el diablo.
Rashid pensaba a un ritmo frenético. Debía apoderarse de unas reliquias desconocidas, cuya existencia prácticamente nadie conocía. Sin embargo, ahora habían desaparecido después de ese desgraciado accidente, y no había forma de saber a manos de quién habían ido a parar. Rashid decidió que quizá pasar un buen rato dentro de la piscina le aclararía las ideas. Antes de zambullirse, cerró los ojos y movió los labios. Sabía que debía decir una breve plegaria mientras metía primero el pie izquierdo y se sumergía, después, hasta la altura del cuello en aquel tanque de agua caliente.
Respiró profundamente y levantó la vista siguiendo las nubes de vapor que se elevaban hacia el techo de vidrios de colores. Cerró los ojos y le pareció tener una revelación.
Cuando se recuperó del susto, Saleh asomó la cabeza por detrás de una rendija. Era una grieta realmente estrecha, pero le había permitido seguir todo lo ocurrido antes de aquella fuerte explosión. Pasando como pudo entre los escombros, llegó hasta el lugar que ocupaba minutos antes su tío Abdul.
—¡Tío, tío! ¿Estás bien? ¿Estás bien? Tío, por favor, ¡contesta! —gritaba en vano Saleh a un cuerpo sin vida que difícilmente podría responderle. Cubierto de polvo de cabeza a los pies, el tío Abdul estaba apoyado sobre la mesa y, bajo el brazo, Saleh vio sobresalir la manga de una de aquellas túnicas que uno de los otros dos hombres había estado observando con tanta devoción. Mientras lloraba, le levantó el brazo frío, sacó la prenda de ropa y la puso junto con las otras dos que estaban dentro del fardo, que con la explosión se había caído de la mesa. Las levantó, las sacudió, las dobló con mucho cuidado y las guardó dentro del fardo. Más tarde ya decidiría qué hacer con él.
La reunión de los Guardianes había tomado una decisión.
—¡Hay que recuperarlo sea como sea! —gritó Rashid.
—No estamos seguros de si el sobrino de Abdul se llevó el fardo con las reliquias —apuntó uno de los Guardianes.
—¿Y crees que no vale la pena investigarlo, Kamal? En el café no se encontró a nadie más aparte de los cuerpos sin vida de nuestros dos hombres y el de Abdul, pero allí había dos trabajadores, uno de los cuales era su sobrino, el beduino, de quien curiosamente no se ha vuelto a saber nada desde el día del trágico accidente. ¿No os parece muy raro que no apareciera el día del entierro de su tío? No puede haberse esfumado sin más. —Y chasqueó los dedos.
—Dicen que ha vuelto a su pueblo —apuntó Ahmed.
—Pues si eso es verdad, debemos averiguar dónde vive. Iremos a buscarlo y le tiraremos de la lengua. No sé por qué, pero estoy convencido de que ese maldito beduino tiene las túnicas, y sólo con pensar que pueden caer en manos equivocadas me pongo enfermo.
Monasterio de Montserrat, marzo de 1910
Un dolor de oídos lo atormentaba. Por la tarde, el padre Bonaventura Ubach había quedado para reunirse en privado con el padre abad. Debía decirle algo importante, así que necesitaba estar en plenas facultades, no podía distraerse con un maldito dolor de oídos. Al poco de volver a Montserrat después de su viaje a Tierra Santa, el dolor que no lo había dejado vivir tranquilo años antes reapareció. Sin embargo, ahora sabía combatirlo y estaba dispuesto a hacerlo. El padre Bonifaci, el encargado de la farmacia, le había recomendado que se aplicase aceite de oreja de oso y, con sólo probarlo, supo que había dado en el clavo. Por eso, aquella mañana, el padre Ubach salió a buscar una de las plantas más distinguidas que crecían en las grietas de las rocas de la montaña. La planta no sólo tenía la propiedad de aliviar las hemorroides, reducir la presión arterial, mejorar la tos y los resfriados, sino que también era una excelente aliada contra el dolor de oído, como el que sufría el padre Ubach. Solía crecer cerca de la Santa Cueva, donde la leyenda decía que se había aparecido la imagen de la Madre de Dios.
Salió del monasterio en dirección hacia aquel lugar. Enseguida, abandonó los caminos más frecuentados y tuvo que internarse en un encinar denso y sombrío. El padre Ubach notó que el bosque se cerraba sobre su cabeza con su espeso ramaje, cubierto de musgo, y que la luz se desvanecía poco a poco dejando sólo un tenue hilo de luz para seguir el Camí de l’Arrel, lleno de helechos, esparragueras, bruscos y otros arbustos con los que se arañaba el hábito. Se detuvo un momento para comprobar si iba por el buen camino. Hacía tanto tiempo que no se perdía por aquellos senderos que no las tenía todas consigo y no estaba seguro de ir por donde debía. Inspiró profundamente y dejó que un fuerte aroma de bellotas y de hojas húmedas le llenasen los pulmones; una vez situado, retomó la marcha por un sendero escarpado que lo llevó hasta la ladera de solana de la montaña. Empezaba a vislumbrar las cimas y las paredes más soleadas; allí, entre grietas y pliegues tortuosos que la naturaleza había esculpido, crecía la oreja de oso, y muy cerca, estaban las cuevas. Ubach se remangó un poco las faldas del hábito para subir mejor por la pared. Sacó un pequeño cuchillo y cortó la planta de raíz.
Mientras cortaba el pedúnculo, lamentó tener que llevársela, porque admiraba aquella maravilla de la flora. Consideraba un prodigio de la naturaleza que, en un entorno tan inhóspito y poco propicio, aquella planta fuese capaz de conquistar su espacio y crecer de manera insolente entre las rocas. Después de coger un buen manojo, extraería el aceite, mojaría un algodón con él, lo calentaría ligeramente y se lo aplicaría en la oreja dolorida; en este caso, en ambas. Se dejaría los algodoncitos, se taparía la cabeza con la capucha para protegerse de golpes de aire, y esperaría a que llegara la hora de ir a ver al abad.
Ubach bajó de la pared y, mientras se sacudía el hábito, oyó una voz que le decía:
—¿Ya tiene lo que necesitaba?
El monje, sorprendido porque no pensaba que hubiese nadie allí arriba, se giró de golpe y vio la figura de un hombre que salía del interior de la gruta. Era de edad madura, de complexión corpulenta y con los hombros un poco encorvados. Se había recogido el cabello en una cola de caballo, su barba era blanca e iba vestido con una camisa de color indefinible; como calzado, llevaba unos zapatos muy gastados.
—¡Buenos días nos dé Dios! —saludó de manera afable a su invitado. El padre Ubach supuso que aquéllas serían sus tierras.
No tuvo que preguntar ni quién era ni de dónde venía porque él mismo se encargó de despejar las dudas del monje.
—Estoy pasando unos días en esta cueva, unos días de retiro de la vida activa mundana —añadió—. Lo hago todos los años. Vengo aquí a rezar.
—¿Y eso? —se atrevió a preguntar el padre Ubach, que ahora estaba sentado en una piedra al lado de la entrada de la cueva.
—Es una costumbre que me viene de tiempo atrás. Un antepasado mío fue ermitaño de san Onofre, ¿sabe? Supongo que a eso se debe mi afición. Aunque —apuntó mientras se llevaba lentamente la mano a la parte superior de la cabeza para rascarse la coronilla— tengo que reconocer que soy un admirador y humilde seguidor del eremitismo; la forma de actuar de aquellos hombres de Dios, abanderados del amor místico, fieles servidores de la tradición cristiana de Montserrat…
—¿Y qué busca exactamente?
—De joven, solía triscar por estos mundos de Dios persiguiendo no sé muy bien qué, y fíjese usted, al final, he acabado encontrando en esta sierra maravillosa, entre estos senderos medio escondidos por el boscaje, siempre bordados de romero y de otras hierbas curativas —y le señaló el manojo de oreja de oso que sostenía Ubach en sus manos—, lo que buscaba. Estoy seguro de que en estos senderos, en estos parajes —y abrió los brazos para abarcar la boca de la gruta—, en alguno de sus rincones, está esculpido el secreto de la huella humilde de aquellos anacoretas que encontraron la paz y la sabiduría. Y lo hicieron aquí, en esta austeridad. Considere esta cueva mi celda de retiro y de meditación. Un lugar donde cobijarse de los ruidos que nos impiden oír la palabra de Dios. Y mire que incluso viajé hasta el lejano Oriente. Al volver, he visto que el verdadero conocimiento de todas las cosas sólo puedo hallarlo en mi interior, cuando me siento en paz conmigo mismo, y eso ha ocurrido aquí.
Ubach lo escuchaba, aunque sin salir de su asombro. No sabía que todavía hubiese ermitaños, y mucho menos en las cuevas de la montaña.
—Y a usted… —preguntó el ermitaño al padre Ubach—. ¿Qué lo trae hasta aquí arriba? ¿La oreja de oso?
—Sí y no —contestó el monje.
—¿En qué quedamos? —preguntó el anacoreta frunciendo el ceño.
—Venir a recoger la planta me ha servido de excusa para salir a tomar un poco el aire. Tengo que hablar con el abad de una cuestión delicada, y no sé cómo hacerlo.
—¿Confía en usted mismo, en sus posibilidades?
—Sss…í —dijo finalmente.
—No lo veo muy convencido.
—Sí, sí, estoy plenamente convencido de lo que quiero hacer. En realidad, ya he hecho lo que debía hacer: me he formado en cuerpo y alma para realizar un trabajo para el que me considero preparado, pero tengo miedo de la respuesta del abad. Temo que no lo vea del mismo modo que yo.
—¿Ve aquel árbol de allí? —Y el ermitaño señaló un árbol frutal que se alzaba lozano ante ellos.
—Lo veo —dijo Ubach después de girarse hacia el bosque.
—¡Muy bien! ¿Y ve aquellos otros árboles, más jóvenes, que se yerguen decididos hacia arriba? —preguntó el ermitaño.
—Sí, claro, los veo. —Ubach miró aquellos cinco troncos robustos y sanos que apuntaban hacia el cielo.
—Muy bien —repitió el ermitaño—. Pues ahí tiene la respuesta a sus dudas.
El monje no sabía qué responder ni tampoco adónde quería ir a parar con aquel juego. Se quedó observando en silencio el árbol frutal y el resto de árboles de alrededor. Y no acertaba a responder nada que le pareciera coherente.
—Lo siento, pero no sé verla, no sé decirle.
—Fíjese. Un hombre observador y estudioso como usted puede adivinarlo. —Y añadió—: A menudo, tenemos las respuestas más sencillas justo delante de nuestras narices.
Ubach no dejaba de fijarse, pero no hallaba respuesta alguna.
Después de un rato de intentarlo, finalmente desistió.
—Me rindo, me doy por vencido.
—Oh, no, querido, esto no es ninguna guerra, porque precisamente usted saldrá ganando.
El ermitaño se levantó y en tres zancadas llegó hasta el árbol. Se situó debajo mismo de la copa, se agachó y arrancó un esqueje del árbol y otro del árbol vecino, y volvió a la entrada de la cueva, donde el padre Ubach lo esperaba con inquietud e incertidumbre.
—¿Cómo se puede saber que uno ya está listo? —preguntó de manera retórica—. Pues precisamente así. —Y le enseñó las dos ramas—. Como usted está preparado, abandona el árbol para seguir su camino, pero sin olvidar nunca sus orígenes. —Ubach estaba boquiabierto—. ¿Me entiende?
Ubach meneó la cabeza de izquierda a derecha.
—Francamente, no —reconoció el monje.
—Muchos árboles alargan las ramas hasta tocar el suelo, para que echen raíz y empiecen una nueva vida ligada al árbol madre. Como si fuese un árbol nido, como si a partir de un esqueje, de un brote, surgiera uno nuevo; pero, en realidad, tiene las raíces en un árbol de al lado, alto y frondoso, cuyas ramificaciones, estas ramas, han decidido campar por su cuenta, al margen del tronco central. Sin embargo, fíjese —decía señalando con un dedo el suelo por donde sobresalían las raíces—, sabe muy bien dónde tiene sus orígenes. —El ermitaño hizo una pausa para que Ubach pudiese asimilar sus palabras y continuó—: Es muy sencillo, el árbol representa el monasterio, y por tanto el abad y usted son estas ramas, parten del mismo árbol, pero están listas para seguir cada uno su propio camino. Usted es el que se va del monasterio para cumplir ese trabajo para el que ha estado preparándose. ¿Me sigue? —preguntó el ermitaño.
—Sí, ahora sí… —Ubach comprendió por fin la metáfora.
—¿El abad lo conoce, lo aprecia y le tiene suficiente confianza?
—¡Sí, por supuesto! —aseguró Ubach.
—Pues no se preocupe. Su sabiduría le permitirá entender que es el momento de irse para iniciar un proyecto más importante.
Ubach se veía entonces capaz no solamente de convencer al abad de que había llegado el momento de abandonar la quietud de su celda de Montserrat, sino también de persuadirlo de que estaba destinado a llevar a cabo aquel proyecto.
—Reverendísimo Dom, tengo que plantearle un proyecto para el que me he preparado durante los últimos años que he pasado estudiando en Tierra Santa, y que ahora me veo capaz de llevar a buen puerto.
—Hermano Ubach, usted es un ejemplo de esfuerzo, de fidelidad, de sacrificio y de constancia. Su vida se ha centrado en el conocimiento de la palabra de Dios. —El abad Deàs hizo una pequeña pausa para seguir alabándolo—. Y no sólo como ejercicio espiritual y de devoción, sino que su trabajo de investigación histórica, así como su conocimiento y su dominio lingüístico son verdaderamente destacables.