Con el salvoconducto en inglés y árabe bajo el brazo, donde se detallaba el itinerario y que iban armados, salieron en dirección al convento de Santa Catalina. Allá tenían que conseguir dos cartas: una serviría para entrar en el monasterio del Sinaí, y la otra era para el monje procurador que tenían en Suez, que sería el intermediario entre ellos y los camelleros beduinos. Las cartas, de hecho, eran unos permisos que debía expedir el temido arzobispo griego Porfirio Logothetes, que debía dar su conformidad al número de camellos, de beduinos que los acompañarían, el itinerario y la estancia en el convento. Todo dependía de la voluntad y el capricho del jerarca, que no tenía precisamente unas relaciones muy fluidas con los latinos.
Conforme se acercaban a Santa Catalina, al padre Ubach le sudaban las manos. La sudoración aumentó cuando, después de recorrer el jardincito que daba a un pasillo corto que desembocaba en una especie de recibidor, encontraron el primer escollo. Se tuvo que secar dos o tres veces las manos en el hábito antes de tenderla para estrechar la del secretario del arzobispo. Sin prestar atención a la carta de recomendación que traían de la embajada belga, el secretario les dio la bienvenida a una sala pequeña situada delante del despacho del arzobispo.
—¿Cuántos son y qué ruta planean seguir en su viaje? —les preguntó inquisitivamente aquel joven de ojos grandes y una respetable barba negra.
—En total seremos cinco. Tres beduinos y nosotros dos —dijo Ubach, señalando primero al sacerdote belga, y a sí mismo después—. Tenemos intención de salir por Suez, ir hacia las fuentes de Moisés o Uyun Musa, Serabit al Jadim, pasar por los uadis de Garandel y Mukateb y por el oasis de Feiran antes de llegar a Gabal Musa, es decir, antes de tocar el cielo del Sinaí.
—¿Cuántos camellos quieren para el periplo? —siguió preguntándoles.
—Dos para montar y un tercero para las provisiones, y los beduinos correspondientes —respondió el padre Ubach.
—Imposible —sentenció el secretario del arzobispo meneando a izquierda y derecha su barba espesa—. No pueden llevar sólo un camello de carga. Piensen que tienen que llevar la tienda de campaña, dos camas, una cocina, provisiones y otros accesorios que necesitarán para el viaje. Por tanto, necesitarán dos o tres camellos para transportarlo todo.
Los miedos de Ubach se confirmaban. Aunque contaba con que no le pondrían las cosas fáciles, no pensaba que las artimañas para conseguir dinero del arzobispado fuesen tan evidentes.
—Señor —empezó el padre Ubach en un tono cargado de humildad—, somos dos religiosos y estudiantes pobres, viajamos con lo mínimo, gastando lo menos posible. Nuestra tienda de campaña será la bóveda del cielo. Dormiremos al raso; por tanto, nuestra cama será la dura tierra, igual que la de los beduinos. Y por lo que respecta a la cocina, sinceramente —reconoció llevándose la mano al pecho—, no la necesitaremos porque nos contentamos con comer frío y alimentarnos de conservas que esperamos poder comprar aquí, en El Cairo.
Ante la sensata respuesta del monje y visiblemente incómodo e irritado, el joven secretario contraatacó:
—De acuerdo. Si pretenden viajar en esas condiciones y no necesitan más de tres camellos, les sugiero que, como mínimo, consideren llevarse un cuarto camello para el dalil, el encargado de guiar su caravana.
—Discúlpeme, señor —contestó el padre Ubach arqueando las cejas, y sin entender por qué estaba manteniendo una entrevista con ese hombre en lugar de con el arzobispo—. No acabo de entender la necesidad que nos plantea. Los beduinos encargados de conducir los camellos deben de haber hecho tantas veces el camino que me atrevería a decir que podrían hacerlo con los ojos cerrados. Por tanto, no creo que necesitemos ningún dalil que nos guíe.
—Los beduinos no siempre saben el camino y, suponiendo que sea así, siguen necesitando un guía de la caravana, una persona que se responsabilice ante el Gobierno y las autoridades de lo que les pueda pasar, que pueda responder ante las eventuales adversidades que pueden presentarse durante una travesía por el desierto.
—Tengo entendido que los monjes del monasterio del Sinaí se han ganado hábil y admirablemente la simpatía de los beduinos de aquella península y que procuran que nadie perturbe la paz de sus caravanas. Por tanto, perdone, pero no sé a qué se deben esos temores de que podamos sufrir alguna adversidad. Ellos son los primeros interesados en que no haya ningún incidente.
El secretario no se acobardó al ver la tenacidad del padre Ubach, no se dio por vencido y siguió intentando obligarlo a pasar por el aro y salirse con la suya.
—Lo siento, pero no puedo ahorrarle ese cuarto camello. Es casi una obligación. Si pasase cualquier cosa y el dalil no fuese con ustedes, la responsabilidad recaería sobre nuestra conciencia. No hay más que hablar. Si quieren hacer el viaje, tienen que llevar un cuarto camello con guía. Por tanto, se llevan cuatro camellos para nueve días de viaje de Suez al Sinaí, a razón de sesenta y cinco francos por camello, sin contar el derecho de entrada al Sinaí, que son ciento veinticinco francos.
El padre Ubach estaba a punto de perder la paciencia. No aceptaba que aquel simple intermediario con ínfulas impropias de su posición se hubiese arrogado la potestad de hacer de su capa un sayo con los destinos del padre Vandervorst y el suyo, pero se contuvo. Se encomendó a la Virgen de Montserrat y, haciendo acopio de su calma benedictina, le espetó:
—Me extraña mucho lo que acaba de decirnos. Francamente, siempre había oído decir que si se pagaban sesenta y cinco francos, se tenía derecho a viajar doce días, y no nueve, como dice usted. Además, si el Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo no nos hace el favor de perdonarnos los ciento veinticinco francos del tributo de entrada al monasterio, tendremos que renunciar a nuestro proyecto de peregrinar allí. —Ubach cambió ligeramente el tono para intentar hacerlo recapacitar, y apelando al lado espiritual de aquel frío secretario—. Nuestros exiguos recursos no nos lo permiten en las condiciones que nos plantea. —Y de golpe, se dio cuenta de que todavía tenía un as en la manga—: Por otro lado, no sé qué dirá el excelentísimo señor embajador de Bélgica si sabe que su recomendación no ha servido de nada —le soltó a bocajarro mientras miraba el sobre que el secretario ni siquiera se había molestado en abrir.
El joven secretario miró al monje, y después echó un vistazo a la carta. Rompió el sello, sacó una hoja de papel y la leyó. Después de reflexionar unos instantes, se levantó de la butaca que ocupaba al lado del padre Ubach y entró corriendo en el despacho. Los dos religiosos se sorprendieron con la reacción del secretario.
—¡Ha funcionado! —exclamó de manera contenida el padre Vandervorst.
—Que Dios permita que así sea —contestó el padre Ubach.
Ni un minuto después de que el secretario los dejara, salió con porte serio y les dijo:
—¿Quieren ver al arzobispo?
—Desde luego, y con muchísimo gusto, señor —respondieron complacidos—. Para nosotros será una gran satisfacción poder decir que hemos saludado y que conocemos al Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo.
—Pasen, entonces. —Se apartó a un lado del umbral de la puerta y con un gesto los invitó a entrar en el despacho del arzobispo. Era una habitación pequeña, modesta y soleada. Detrás de una mesa de escritorio que tenía como fondo una librería con las baldas repletas de gruesos volúmenes, encontraron sentado al arzobispo del Sinaí. Porfirio Logothetes era un hombre con unas facciones marcadamente helénicas que resaltaban la majestad de su jerarquía y al mismo tiempo le daban un cierto aire de indiferencia muy especial, como si estuviera por encima del bien y del mal. De hecho, su diócesis sólo incluía los monasterios de Santa Catalina y el de Tor, un pequeño pueblo de la costa, con un número insignificante de súbditos griegos y beduinos. Seguramente el hecho de saberse la verdadera autoridad del monasterio de la Montaña Sagrada del Sinaí lo hacía más distante. Ubach le tenía respeto, pero no comulgaba con el estatus que le otorgaba la iglesia grecocismática. En los tiempos antiguos estos arzobispos habían vivido en el monasterio del Sinaí, pero desde hacía unos ciento cincuenta años no lo hacían y, al margen de alguna visita aislada, preferían vivir en el monasterio de Santa Catalina de El Cairo, con todo lo que ello comportaba: estar bien comunicados con el mundo y con el poder. «Tanto si quieren como si no, acaban envileciéndose», pensaba Ubach.
En el Sinaí, gobernaban a través de una especie de vicario que llevaba el título de archimandrita.
—¿Quiénes son y qué desean? —les preguntó con una voz grave que surgió de su barba y sus bigotes bien peinados. Llevaba en la cabeza una especie de casquete de terciopelo morado, del mismo color que la túnica, parecido al kalluze griego, pero un poco más chafado y en forma piramidal, del que bajaba un velo que le cubría los hombros. Se levantó, y antes de invitar a los dos religiosos a sentarse en un sofá que quedaba a dos pasos de su escritorio, les tendió la mano para que se la besasen respetuosamente. Aunque el corazón le latía igual que el día que recibió el sacerdocio, Ubach tomó la iniciativa.
—Los sirvientes del Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo son dos pobres estudiantes que se han dedicado a estudiar las Sagradas Escrituras en la escuela de los padre dominicos de Jerusalén y que, apasionados por los estudios bíblicos y enamorados de la Montaña Santa del Sinaí, desearían hacer un peregrinaje y, al mismo tiempo, si es posible, seguir el itinerario del pueblo de Israel por el desierto de la Arabia Pétrea, tal y como dicen los libros sagrados del Éxodo y de los Números.
El arzobispo asentía sacudiendo la cabeza y cuando el padre Ubach se calló, volvió a preguntar:
—¿Y por dónde pasarán?
—Por Suez, Uyun Musa, el uadi Garandel, Serabit al Jadim, el uadi Mukateb y Feiran hasta Gabal Musa, el Sinaí —volvió a repetir Ubach, tal como había explicado al secretario unos minutos antes.
—¿Y qué itinerario tienen pensado para la vuelta? —se interesó el arzobispo.
—Si no pudiésemos volver por Áqaba, pasaríamos por Nakhl y de allí subiríamos a Cadesbarne, Petra y las regiones de Moab hasta llegar a Jerusalén.
El arzobispo Logothetes se atusó la barba y dijo:
—Necesitarán cuatro camellos: tres para ustedes, pues según me han dicho no necesitan más, y un cuarto para el dalil que les sirva de guía. El precio para ir hasta el Sinaí es de sesenta y cinco francos por cada camello. Para volver, pueden ir por donde quieran después de arreglar cuentas con el guía de los camellos y de pagar cinco francos diarios por camello.
Ubach lo miró con preocupación, tragó saliva e insistió:
—Monseñor, querría pedirle, por favor, que no nos obligue a aceptar la compañía de un guía de caravana, porque eso causaría un descalabro a nuestra ya de por sí escueta economía.
—No puedo consentir una petición tan osada —respondió enérgicamente—. Es más, deben recordar que tienen que realizar otro pago: el derecho de entrada al monasterio, que es de ciento veinticinco francos.
Ubach tenía la impresión de que no llegarían a ninguna parte porque era la segunda vez que chocaba con la misma negativa, primero del secretario y después del arzobispo. Decidió volver a adoptar una actitud humilde para apelar a su compasión. Sin exagerar y sin perder sus grandes dotes para la persuasión, inició su relato:
—Monseñor, me gustaría que supiese que desde que empezamos nuestros estudios hace cuatro años nos hemos privado y abstenido de muchísimas cosas necesarias, e incluso, en ocasiones, nos hemos saltado alguna comida. Y seguramente debe preguntarse por qué. Pues por ningún otro motivo que poder ahorrar para cumplir nuestro único objetivo, nuestra única meta: antes de abandonar estas tierras benditas para volver a nuestro destino, queremos visitar el Sinaí; seguramente, si no lo hacemos ahora, nunca podremos hacerlo, porque dudo de que vuelva a presentarse una ocasión tan propicia. —Hizo una pausa y aprovechó para mirarlo a los ojos. El arzobispo le indicó con un gesto de la mano que continuase. Y así lo hizo—: Monseñor, creo que será muy doloroso volver a nuestros países sin haber podido admirar este antiquísimo y venerado monasterio del cual, usted, Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo, es el superior; o sin haber podido siquiera hojear un solo volumen de su célebre y riquísima biblioteca.
Ubach notaba que el arzobispo se iba ablandando y que aquella rigidez y firmeza que había demostrado hace unos instantes iban debilitándose. Aprovechó para redondear su discurso apelando a la condición de monseñor Logothetes de facilitador, dejándole claro que él era quien tenía el poder.
—Y también pienso en qué dirán nuestros discípulos cuando, comentando un día el Pentateuco, se enteren de que por tan poca cosa —y el padre Ubach entrecerró los ojos y juntó los dedos índice y pulgar para mostrar que estaban uno al lado del otro como ellos estaban a un palmo de conseguir su objetivo—, por casi nada, hemos perdido una ocasión excepcional de hacer un estudio tan interesante que aclarará pasajes difíciles de este libro.
Se hizo un silencio y, como si despertase de un sueño corto e intenso, el arzobispo reaccionó. Se levantó de golpe, abrió la librería y sacó unos cartapacios. Ubach y Vadervorst seguían sus movimientos con la mirada, perplejos.
—Aquí, en los protocolos, está consignada la tarifa para los turistas que viajan a la península y de ningún modo podemos modificarla ni hacer ninguna excepción. ¿Me entienden? Si fuesen peregrinos —empezó a decir de manera atribulada mientras no dejaba de pasar páginas y páginas de aquel libro voluminoso—, podríamos hacerles pasar como tales, igual que con los rusos, a quienes aplicamos una tarifa más baja, pero… así será imposible.
—¡Es imposible que encuentre a alguien con más pinta de peregrino que nosotros, monseñor! —exclamó el padre Ubach—. ¿Ha visto, Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo, a algún turista que viaje con un solo camello de carga, sin cocina, sin cama, sin tienda de campaña, resignado a dormir a la intemperie exponiéndose, tal vez no a la muerte, pero si a contraer alguna enfermedad con graves consecuencias, sólo por amor al estudio de las Sagradas Escrituras?
El arzobispo volvió a conmoverse por las sentidas palabras, tan honestas y llenas de razón, de aquel monje que lo miraba a través de los vidrios redondos de sus gafas. Y empezó a dar señales que hicieron pensar a Ubach que el gran Porfirio Logothetes empezaba a ceder.