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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (28 page)

BOOK: El arte del asesino
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—Lars, por favor, tranquilízate —le rogó Knutas—. Siéntate.

Knutas jamás había visto a su taciturno y complaciente colega reaccionar de forma tan agresiva. Le explicó que debía ofrecer a Karin algo lo bastante atractivo como para poder retenerla, pero ese razonamiento a Norrby le resbaló.

—Vaya, ¿así que eso es lo hay que hacer para progresar en este trabajo, amenazar con dejarlo? Joder, qué cosa tan rastrera.

—Pero, por favor, Lars —insistió Knutas—. Sé realista. Tú y yo tenemos la misma edad y yo no estoy pensando aún en tirar la toalla. Creo que estaré aquí hasta que me saquen por obligación. Estamos hablando, como mucho, de otros diez años, en el caso de que me jubile un poco antes de los sesenta y cinco, como tengo pensado hacer. Entonces se requerirá que alguien ocupe mi puesto. Karin es quince años más joven que nosotros. Para entonces tendrá la experiencia y la fuerza necesarias. Además, tú eres un extraordinario portavoz de prensa y quiero que te ocupes en especial de eso. Nadie lo hace mejor que tú. Y, por supuesto, conservarás el sueldo que percibes.

—¡Qué considerado! —bufó Norrby—. Esto no me lo habría esperado yo nunca de ti, Anders.

Al salir, cerró de un portazo.

Knutas se quedó descontento con la conversación y consigo mismo. Ni siquiera había llegado al que, quizá, fuera el punto más sensible de todos: su decisión de apartar a Lars Norrby de las labores de investigación.

Capítulo 71

El tañido de las campanas de la catedral se oyó en todas las callejuelas y los rincones de Visby.

Dentro, en la catedral, las hileras de bancos se iban llenando poco a poco. Una atmósfera contenida pesaba sobre los allegados del difunto. Todos parecían estar pensando en la manera brutal en que Egon Wallin había acabado sus días. Nadie merecía un destino semejante, y en el rostro del sacerdote se podía leer la rabia contenida. El galerista, además, fue una persona apreciada, cordial y con sentido del humor. Su familia había enriquecido la ciudad con el arte durante más de cien años y él mismo contribuyó no poco al florecimiento de la vida artística de Visby. Muchos quisieron asistir y honrarle en aquel día.

Knutas se colocó junto a la imponente puerta de entrada, desde donde observaba con discreción a los asistentes al funeral. Monika Wallin, de luto riguroso, llegó del brazo de sus hijos. La investigación está definitivamente paralizada, pensó. Últimamente no había avanzado nada. Ninguna de las pistas ni de las hipótesis condujo a nada concreto que les perrmtiera seguir avanzando. En sus momentos más pesimistas había empezado a desconfiar verdaderamente de que pudieran resolver aquel asesinato. Cuando ocurrió el robo en Waldemarsudde, pensó que el caso se iba a solucionar, pero no fue así; al menos de momento.

Suspiró para sus adentros y distinguió a Karin entre la multitud. Las reacciones ante la noticia de que ella iba a convertirse en subcomisaria desde el 1 de junio no se habían hecho esperar. La Brigada de homicidios se dividió en dos bandos, uno a favor y otro en contra. Knutas se sorprendió de que el nombramiento provocara una grieta tan profunda. Estaban en contra, sobre todo, los compañeros varones de más edad, mientras que aplaudían el nombramiento las mujeres y los colegas jóvenes.

Quien realmente le sorprendió fue Thomas Wittberg. Karin y él siempre habían sido muy buenos amigos en el trabajo, pero Thomas estaba entre los que reaccionaron con más violencia ante la noticia de que ella iba a ser nombrada subcomisaria. La relación entre ambos se cortó a partir de conocerse la noticia. La inspectora no dejaba traslucir su malestar, pero el comisario comprendía que estaba dolida. Era increíble cómo actuaban las personas cuando cambiaban las circunstancias y sucedía algo inesperado. Entonces, se ponían en juego las relaciones y quedaba claro quiénes eran los amigos de verdad.

Observó a los asistentes al entierro. Muchos parecían allegados de la familia. Saludaban afectuosamente a Monika Wallin, que aún no se había sentado y permanecía de pie en el atrio de la catedral junto a su hijo mayor, que estaba tenso pero contenido y parecía claramente molesto con la situación.

Knutas no conocía a buena parte de los presentes. Llegó un grupo de hombres, todos ellos con más de cincuenta; supuso que serían colegas de negocios del mundo del arte. Se preguntó si aparecería Hugo Malmberg, el socio de Egon Wallin en Estocolmo. Para su irritación, cayó en la cuenta de que, aunque se presentara, no lo reconocería. ¡Qué fallo! Sólo lo había visto en fotografías de hacía más de diez años y, además, llevaba mucho tiempo sm mirarlas. Evidentemente, debería haber refrescado la memoria antes del funeral. No se explicaba cómo podía haber sido tan torpe.

Los hombres de aquel grupo hablaban discretamente entre ellos, con las cabezas muy próximas, como si no quisieran que ningún extraño oyese lo que comentaban. ¿Sería alguno de ellos?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos: acababa de descubrir la presencia de Mattis Kalvalis. No fue difícil reconocerlo entre la gente. Llevaba un largo abrigo de lana a cuadros de tonos rosa y negro y una bufanda de color amarillo chillón. Aquel día tenía el cabello rojo, alborotado en todas direcciones, la cara, blanca como la tiza, y se había pintado los ojos con lápiz negro.

Era curioso que hubiese viajado desde Lituania para asistir al entierro de Egon Wallin. Al fin y al cabo, la relación entre ambos era muy reciente. Quizá hubieran mantenido un contacto más íntimo de lo que el artista había dejado entrever. Aquello avivó de nuevo las sospechas de Knutas, quien nunca había podido desechar la idea de que tal vez hubo algo entre ellos.

Mattis Kalvalis se acercó a saludarlo.

—¿Estás aquí sólo para asistir al entierro? —osó preguntarle el policía en su torpe inglés.

Percibió un ligero temblor en una de las cejas del pintor.

—En realidad, voy de camino a Estocolmo, pero hoy quería estar aquí. Egon Wallin significó mucho para mí. No llevábamos mucho trabajando juntos, pero hizo mucho en tan poco tiempo. Además, era un buen amigo. Yo lo apreciaba sinceramente.

Las palabras de Mattis Kalvalis parecían sinceras. A continuación se disculpó y se encaminó hacia la viuda. Knutas no se había fijado antes en lo delgado que estaba. Tenía los hombros cargados, y el abrigo parecía grande sobre aquel cuerpo tan escuálido. Se preguntó si no estaría enganchado a las drogas. Sus movimientos eran temblorosos y hablaba siempre de una forma incoherente. Algo que incluso Knutas podía apreciar, pese a su rudimentario inglés.

La catedral estaba a rebosar. Fue una ceremonia preciosa.

El único detalle digno de mención que se produjo durante el entierro fue que el hijo de Egon Wallin tropezó al acercarse al féretro y estuvo a punto de desplomarse en una gran maceta de mármol llena de azucenas blancas. La rosa que llevaba en la mano se le cayó y se le partió el tallo. Knutas se compadeció de él cuando con un gesto afligido balbució unas palabras que nadie pudo entender y depositó la rosa sobre la tapa negra y brillante del ataúd.

Capítulo 72

No quedaba más remedio que reconocerlo. Habían llegado a un punto muerto en las pesquisas sobre el asesinato de Egon Wallin. El comisario estaba cada vez más convencido de que el culpable no era de Gotland, e incluso ni siquiera sueco tal vez.

La investigación tenía muchos datos, indicios y pistas que apuntaban en distintas direcciones y parecían imposibles de encajar. A la hora de la verdad, ni siquiera estaban seguros de que hubiese alguna relación entre el asesinato y el robo en Waldemarsudde. Quizá sólo hubieran colocado allí la escultura para despistar a los sabuesos.

Knutas seguía teniendo un contacto fluido con Kurt Fogestam, de la policía de Estocolmo, donde la investigación estaba también en punto muerto.

Un aspecto positivo era que, con el tiempo, la histeria mediática se había apaciaguado, de modo que podían trabajar en paz. Se analizaron varias veces tanto la información recopilada como los datos útiles aportados por los testigos, pero eso tampoco coadyuvó a que avanzara la investigación. Knutas estaba decepcionado, pues tampoco habían adelantado nada en los asuntos de los cuadros robados que aparecieron en casa de Egon Wallin y el del enigmático huésped de Muramaris. Aún no habían logrado descubrir quién era.

El ministerio de Agricultura nunca encargó informe alguno sobre el futuro del sector azucarero y allí nadie conocía al tal Alexander Ek. Se analizaron los cabellos hallados en la furgoneta y se comprobó que pertenecían a Egon Wallin. Con ello, la cosa estaba clarísima: el huésped de la casa era el autor del asesinato; pero ¿dónde estaba?

Capítulo 73

Hugo Malmberg, acostado en su cama en la suite del hotel Wisby, no podía dormir. El funeral constituyó un suplicio. Fue estúpido pensar que se sentiría mejor si asistía. Pero la presencia de la familia, los parientes y los amigos de Egon Wallin le hizo darse cuenta de lo solo que se encontraba.

El hecho de que alguien pudiera significar más después de muerto era ciertamente absurdo. Cuando Egon Wallin vivía, mantuvieron una relación, sí. Fue apasionada y magnífica en muchos sentidos, pero no había estado enamorado. Lo estuvo al principio, lógicamente, pero luego, como suele suceder, la cosa se fue enfriando. Una vez satisfecha la curiosidad inicial, solía cansarse bastante pronto. Se veían cuando surgía la ocasión, sin exigencias ni expectativas. Ambos sacaban buen provecho de aquellos encuentros, pero después cada cual se iba por su lado y casi se olvidaban el uno del otro hasta que volvían a encontrarse de nuevo. Al menos, por su parte había sido así.

Ahora, tras la muerte trágica y violenta de Egon, se sorprendió a sí mismo echándolo de menos mucho más de lo que lo hiciera cuando su amante de Gotland estaba vivo.

Quizá empezaba a hacerse viejo. Cumpliría los sesenta y tres en su próximo cumpleaños. Hubo algo en el entierro que le hizo pensar en su pasado. La soledad lo aterraba. El vacío se había ido adueñando de él y a menudo pensaba en la decisión que tomó en el pasado y de la cual ahora se arrepentía. De haber tomado otras decisiones en la vida, quizá no se encontraría tan solo. Cierto que su círculo de conocidos era amplio, pero no había nadie que se ocupara realmente de él. De alguna manera, era esencial que alguien se hiciera cargo de uno en el otoño de la existencia. Alguien cercano, con el que existiera una profunda relación.

Con todo, había disfrutado de una buena vida, de eso no se podía quejar. Tenía una exitosa carrera y nunca le había faltado el dinero. Eso le proporcionaba una libertad de la que disfrutó plenamente. Compró siempre lo que quiso y llevaba una existencia acomodada. Viajar, había viajado a todos los continentes. Pudo satisfacer sus necesidades y su trabajo era original y estimulante. En realidad, lo único que faltaba en su vida era un amor profundo. Quizá lo hubiese podido tener con Egon. Si estuviera vivo.

Egon Wallin mantenía una actitud maravillosa respecto a la pintura, se podía pasar horas enteras hablando de una obra o de un detalle de un cuadro y reflexionar sin tasa acerca de cuál fue la intención del artista con esto o con lo otro. Quizá era eso lo que echaba de menos. Egon era auténtico; su alegría, sincera, y su curiosidad por la vida, insaciable.

Habría de transcurrir mucho tiempo antes de que volviese a Gotland. Si es que volvía alguna vez. La isla estaba demasiado unida a Egon. Ahora tendría que olvidarlo todo, olvidar toda aquella historia execrable. Ya le daba igual quién fuera el asesino. Lo primero que iba a hacer apenas llegara a casa sería reservar un viaje hacia el sol y el calor. A Brasil, quizá, o a Tailandia. Se tenía bien merecidas unas vacaciones, después de lo que había pasado.

Desistió del intento de quedarse dormido. Se levantó de la cama, metió los pies en las zapatillas del hotel y se abrochó el albornoz. Sacó una botellita de whisky del minibar, vertió el contenido en un vaso y se sentó en el sofá de la sala de estar de la suite. Encendió un cigarrillo y expelió el humo con lentitud.

Sería enormemente agradable volver a casa.

Se lo estaba diciendo cuando oyó un ruido al otro lado de la ventana. La suite estaba en el último piso, pero había un tejadillo al lado. El edificio era viejo y fue construido con diferentes alturas y salientes.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y miró inquieto fuera. Llegaba la luz mortecina de una farola, pero no iluminaba gran cosa. Por lo visto no pasaba nada, sería un gato. Cerró de nuevo las cortinas, volvió al sofá y bebió un buen trago de whisky, que le quemó agradablemente la garganta de camino hacia el esófago. Recordó que el viernes estaba invitado a un gran evento en Riddarhuset, la Casa de la Nobleza. Sería agradable. Tenía muchos amigos entre los nobles.

Otro ruido. Se estremeció y miró el reloj. Las dos y cuarto.

Apagó a toda prisa el cigarrillo, se levantó y apretó el interruptor de la luz. La habitación quedó a oscuras. Luego, se deslizó hasta la ventana, se situó a un lado, pegado a la pared, y aguardó. Al momento oyó un crujido y, luego, un ruido sordo. Sonaba como si hubiera alguien por encima de él y a un lado. No sabía qué hacer, y no se atrevía a mirar afuera por miedo a que lo vieran, pese a que estaba a oscuras. Entonces distinguió el centelleo de una luz. A través de una rendija de las cortinas pudo ver que el foco de una linterna alumbraba la ventana.

Aguardó unos minutos con los músculos en máxima tensión.

Después, llevado por un impulso, asió una lámpara de mesa con un pesado pie de cerámica. Desmontó la pantalla, la dejó con cuidado en el suelo y agarró con fuerza el pie de la lámpara. Aquella fue la mejor arma que pudo encontrar. Permanecía de pie al lado de la ventana en un rincón de la sala; había logrado parapetarse casi por completo detrás de las pesadas cortinas. Sólo tenía en la cabeza el cruel destino de Egon. Y las amenazas que él mismo había recibido: la hoja en el buzón de la puerta y las misteriosas llamadas telefónicas.

Tenía un nudo en el estómago a causa de la aterradora sensación de que había llegado su momento. Alguien andaba buscando venganza y había llegado su turno.

Tal como había presentido, no tardó mucho en oír unos golpecitos tenues que quebraron el silencio, como si alguien tratase de abrir la ventana. Parecía claro que empuñaba un palo. La madera cedió. Unos dedos enguantados intentaban abrirse paso a tientas a la escasa luz. Quitaron el pestillo de la segunda ventana.

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