El arte del asesino (27 page)

Read El arte del asesino Online

Authors: Mari Jungstedt

BOOK: El arte del asesino
7.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Recorrieron la sala de música, la biblioteca y el piso superior donde se hallaban los dormitorios, mientras Anita Thorén le iba contando la historia de la casa. Fuera estaban el taller de Ellen y la vivienda, bastante amplia, donde vivía el hombre que se ocupaba del jardín.

—Él es el único que vive aquí en invierno —explicó Anita—. Mi marido y yo vivimos en la ciudad y venimos por aquí de vez en cuando a dar una vuelta.

—¿Y para qué se usan esas casas de allá? —preguntó Knutas señalando la hilera de casitas de madera, todas idénticas, que se alzaban en la linde del bosque—. Parecen de nueva construcción.

—Las alquilamos en verano. Acompáñame.

Lo guio hasta las casas del final de la llanura de Muramaris, justo en el borde del bosque. Abrió la puerta de una de ellas y se la mostró. Eran sencillas, pero disponían de todas las comodidades. Por debajo de la explanada, justo donde ellos se encontraban, arrancaban unas escaleras que descendían hasta la playa.

Algo apartada, vio una casa de madera pintada de rojo que parecía antigua.

—Esa es la casa de Rolf de Maré —aclaró Amta Thorén—. La mandó construir Ellen para que su hijo pudiera pasar aquí los veranos y gozar de tranquilidad.

Entraron. Una sencilla cocina con hornilla de leña, un amplio dormitorio con dos camas y un servicio pequeño con ducha componían la casa. No había más.

—Entonces, así es como vivía —murmuró Knutas deslizando la mirada por las paredes cubiertas con papel pintado de colores claros con motivos florales—. ¿Y Dardel también estuvo aquí?

—Sí, claro, hubo unos años en los que pasaba mucho tiempo aquí. Como es sabido, vivían su homosexualidad de la manera más abierta posible en aquella época. Rolf de Maré era asimismo el mecenas del pintor, lo ayudaba económicamente y fue un gran apoyo psicológico para él. La vida de Dardel no fue precisamente sencilla. Incluso cuando no se veían, mantenían el contacto por carta. Además, pasaron mucho tiempo juntos en París. Rolf de Maré fundó la compañía vanguardista de Ballet Sueco de París, y Dardel pintó los decorados y diseñó el vestuario de varias representaciones. También viajaron mucho juntos; recorrieron África, Sudamérica y toda Europa. Rolf fue la persona más cercana a Dardel, con excepción quizá de Thora, con quien más tarde se casó, y, por supuesto, Ingrid, su hija.

Mientras escuchaba el relato de Anita Thorén, una idea empezó a germinar raíces en su subconsciente. Allí, en aquella casa húmeda y fría de techos bajos, desde donde podía intuir la presencia del mar, sintió que se encontraba justo en el centro en torno al cual giraba aquel caso.

—¿Esta casa también se alquila? —preguntó.

—Sí. Pero sólo durante el verano. En invierno el agua está cerrada. Y, por otra parte, entonces no tenemos demandas. Salvo en algún caso especial.

Knutas prestó atención.

—¿Qué casos excepcionales?

—Bueno, alguna vez hemos hecho una excepción. Por ejemplo, no hace mucho estuvo aquí un investigador que quería alquilarla para trabajar en un proyecto.

Él sintió que tenía la boca seca.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unas semanas; tengo que ver mi agenda para decírtelo con exactitud. Creo que lo tengo aquí anotado.

La mujer abrió el bolso y sacó una pequeña agenda. Knutas contuvo la respiración mientras ella buscaba en sus notas.

—Vamos a ver… Sí, aquí está: la alquiló desde el 16 hasta el 23 de febrero.

Knutas cerró los ojos y volvió a abrirlos de nuevo. Egon Wallin fue asesinado el 23 de febrero. Las fechas coincidían.

—¿Quién la alquiló? ¿Cómo se llamaba?

—Alexander Ek. Era de Estocolmo.

—¿Cuántos años tenía y qué aspecto?

Anita Thorén lo miró sorprendida.

—Era joven, unos veinticinco años, quizá. Alto y fuerte, no era un hombre con sobrepeso, pero sí muy musculoso. Como un culturista.

—¿Le pediste el carné de identidad?

—No, no me pareció necesario. Además, era muy simpático. Tuve la impresión de que ya había estado aquí antes, pero cuando se lo pregunté me dijo que no.

Aquello le bastó. Echó un vistazo rápido a la casa y asió a Anita del brazo y prácticamente la empujó para salir de allí.

—Luego seguiremos hablando de ello. Ahora hay que cerrar la casa para que vengan a hacer un registro técnico. Nadie puede poner un pie aquí hasta que no finalice el registro.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Espera.

Telefoneó al fiscal Smittenberg y le solicitó permiso para efectuar el registro de la casa, después llamo a Karin y le pidió que diera las órdenes necesarias para poner en marcha el cordón policial y para que enviase patrullas con perros policía.

—¿Qué ocurre?

La dueña lo miraba inquieta cuando Knutas dejó de hablar por teléfono.

—Las fechas en que la casa fue alquilada coinciden con la del asesinato del galerista Egon Wallin. El robo de
El dandi moribundo
puede que esté relacionado con el asesinato. Y es posible que vuestro huésped investigador esté involucrado.

Capítulo 67

El que la policía acordonara Muramaris y registrase la casa de Rolf de Maré sólo pasó desapercibido a los medios un día. El martes por la tarde, una persona que paseaba por la zona descubrió la cinta azul y blanca que contorneaba la casa y empezó a extenderse el rumor. Para no entorpecer la instrucción del sumario, la policía se negó a hacer comentario alguno acerca del cordón policial.

Johan estaba a punto de consumirse de frustración, porque nadie decía nada. Pia y él estaban en la redacción después de haber ido a dar una vuelta por los alrededores de Muramaris y filmar el lugar lo mejor que pudieron. Se vieron obligados a internarse en el bosque para poder captar algunas imágenes que a duras penas mostraban el área. La policía había cerrado la carretera de acceso.

Max Grenfors llamó, como de costumbre, para exigir algo con lo que pudieran abrir la emisión.

Johan no había conseguido ponerse en contacto ni con Anita Thorén ni con nadie que tuviera algo que decir. Se tiraba de los pelos con la mirada perdida en el vacío, mientras Pia, su compañera, editaba las imagines.

—¡Joder!, no tengo ningún texto —se quejó—. ¡Lo único que puedo contar es que no tenemos nada que contar! La policía no suelta prenda, a la dueña no la he podido entrevistar, y no hay vecinos. ¿Qué coño vamos a hacer?

Pia dejó de teclear en el ordenador y dejó de mirar la pantalla, donde pasaban las imágenes del bosque con el magnífico edificio a fondo. Sacó su caja de rapé y tomó una bolsita.

—Sí, ¿quién porras puede saber algo…? Espera un momento, hay un restaurante aquí que abre en verano. Conozco a una chica que trabaja allí en vacaciones; es algo rebuscado, lo sé, pero puedo llamarla.

Diez minutos después, salían de nuevo para Muramaris para hacer un reportaje in situ. Johan informaría de las últimas novedades con la casa al fondo, aunque ésta sólo se viera en parte, a causa del cordón policial. Aquello resultaría mucho más impactante en televisión. Resultaba que la amiga de Pia Lilja era la novia del hijo de Anita Thorén y, además, estaba increíblemente bien informada. Conocía lo del cordón policial y les informó de la relación que Nils Dardel había tenido con Muramaris y de que, supuestamente, pintó allí el cuadro robado. La joven dijo también que, según había oído, la policía sospechaba que el asesino estaba de alquiler en la casa de Rolf de Maré en la fecha en que Egon Wallin fue asesinado.

Capítulo 68

Aquella información en la televisión lo hizo estremecerse de tal manera que a punto estuvo de derramar el café que tenía en la taza. Desde luego, lo esperaba. Antes o después se conocería la relación, con eso ya contaba. Pero no tan pronto. Observó al reportero que estaba allí, con Muramaris, al fondo; lo conocía de otras veces. Le molestó su forma de hablar, tan prepotente, a pesar de que no tenía ni puñetera idea de lo que se trataba.

Como si no tuviese bastante con la policía pisándole los talones, ahora tenía que preocuparse también por los periodistas. Había algo en la expresión del tipo de la tele que despertaba en él la irritación. ¿Quién cojones se creía que era? Ahora aparecía su nombre en la pantalla; ah, sí, se llamaba Johan Berg.

Aquella tarde no veía la televisión solo, y tuvo que esforzarse para no mostrar su irritación. Debía mantener la compostura. Eso era casi lo más duro de todo el plan. Hacer como si nada ocurriese, actuar como si todo fuera como de costumbre… cuando le habría gustado gritarle al resto del mundo lo que hacía y por qué lo hacía. Aquellos dos segundos habían quedado prendidos en su interior y el dolor no desaparecería en tanto no concluyera lo que se había propuesto. Sólo entonces podría sentirse hombre. Cuando hubiese lavado la mierda. Limpiado todo. Entonces podrían empezar de nuevo y todo iría bien.

Aquel día había entrenado en el gimnasio más tiempo del habitual. Le parecía que cuanto más entrenaba, mejor control tenía de sí mismo. De alguna manera, le servía para dar salida a la frustración, la ansiedad y las dudas que sentía. Al contemplar su cuerpo en los incontables espejos de la sala de musculación, se sentía reforzado; la imagen del espejo no dejaba lugar a dudas: sería capaz de ejecutar su plan. Nadie lo iba a detener. Ni la policía, ni ningún reportero engreído, que creía ser alguien por el mero hecho de salir en la pantalla de televisión. Menudo imbécil. Que se atreviera a provocarlo, si tenía valor.

Capítulo 69

El hombre que alquiló la casa en Muramaris había dado una identidad falsa. No existía ningún Alexander Ek en la dirección que facilitó. Pagó el alquiler al contado, y la furgoneta que utilizó fue localizada en una empresa de alquiler de vehículos de Visby. La policía interrogó detenidamente al jardinero, que había pasado fuera casi toda la semana, pero se encontraba allí el día de la llegada del huésped y vio la furgoneta y también la pegatina de la empresa de alquiler de vehículos adherida en el cristal trasero y se quedó con ella grabada en la memoria. La furgoneta se alquiló por el mismo tiempo que la casa; también con nombre falso. Todo inducía ahora a pensar que el autor del asesinato era el desconocido inquilino de Muramaris. En la casa de Rolf de Maré se analizaron con lupa todas las huellas.

En la cama y el cuarto de baño se encontraron cabellos, unos rubios y otros tan negros como el carbón; fuera, en el suelo aparecieron colillas de cigarrillos de la marca Lucky Strike; y en una bolsa de basura olvidada en la parte posterior de la casa descubrieron un frasco de maquillaje y unas lentillas de usar y tirar de color azul muy vivo.

El hecho de que la policía acordonara la zona de Muramaris atrajo la atención de los medios de comunicación, y los locales hicieron inmediatamente acto de presencia y formularon las preguntas habituales. Knutas había ordenado a Norrby que no dijera ni palabra acerca de la relación existente entre Muramaris y el autor del asesinato de Egon Wallin. Pese a ello, extrañamente, Johan Berg dio a conocer esos datos en su colaboración en el informativo de la noche. Knutas se alegró de que al menos no supiera exactamente cuál era esa relación. Revisaron las listas de pasajeros de los barcos y, en efecto, entre ellos encontraron un Alexander Ek que había viajado desde Nynäshamn el miércoles 16 de febrero, para regresar el domingo día 23. Había viajado sin coche.

—Bueno, al menos sabemos el día que llegó el asesino y el que se marchó —afirmó Karin cuando el grupo encargado de la investigación se reunió en comisaría para mantener una reunión, avanzada ya la tarde.

—Alquiló una furgoneta de la empresa Avis en Ostercentrum —informó Sohlman haciéndole señas a Karin para que apagase la luz—. Era de color blanco, de este modelo. Estamos analizando el vehículo en estos momentos. Las huellas encontradas en la nieve en la calle Norra Murgatan coinciden con el dibujo de los neumáticos de esa furgoneta, así que no cabe la menor duda: el asesino usó ese vehículo.

Capítulo 70

El miércoles por la mañana, cuando Knutas acababa de llegar al trabajo, Karin llamó a la puerta de su despacho.

—Adelante.

Apenas la vio, supo de qué le iba a hablar. Se le formó un nudo en la garganta. Era como si se fuera a decidir su futuro. La verdad es que el hecho de que Karin le importara tanto era una locura. No obstante, desde que le expuso su propuesta el lunes, trató de no pensar en ello, pero por las noches tuvo pesadillas: soñaba que Karin se iba y lo dejaba solo. Quince años juntos codo con codo habían dejado en él una profunda huella. No era tan fácil borrarla. Nunca encontraría a nadie como Karin.

Karin se sentó en la silla del otro lado de la mesa sin que su rostro dejara entrever en absoluto lo que pensaba. Knutas aguardaba en silencio la sentencia.

A medida que pasaban los segundos, empezó a desesperarse cada vez más.

—Lo acepto, Anders. Me quedo. Pero con una condición. No quiero tener nada que ver con la prensa.

Entonces esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto la separación entre los incisivos que a él tanto le gustaba.

Knutas sintió como un mareo. Aquello era demasiado bueno para ser cierto.

Saltó de la silla, se apresuró a dar la vuelta a la mesa y abrazó a su querida compañera.

—¡Gracias, Karin! Estupendo. ¡No sabes lo feliz que soy! ¡No te arrepentirás! ¡Te lo prometo!

Por un momento, ella permaneció quieta entre sus brazos. Luego, se separó poco a poco de él.

—Sí, Anders, yo también creo que será divertido e interesante para mí.

—Cuando hayamos terminado la investigación de este caso, te invitaré a una buena cena. ¡Esto hay que celebrarlo!

Miró el reloj. Tenía que hablar con Norrby antes de la reunión. Quería comunicar cuanto antes la noticia de que Karin iba a ascender a subcomisaria. Entonces recordó algo:

—¿Lo sabe Martin?

—Sí, se lo dije ayer por la tarde.

—¿Cómo se lo tomó?

—Ningún problema, en absoluto, ya sabes cómo es. No se preocupa de forma innecesaria.

Contaba con que la reacción de Lars Norrby sería airada, pero no tanto.

—¿Qué cojones dices? ¿Así me agradeces el trabajo de todos estos años? Veinticinco años llevamos trabajando juntos, ¡veinticinco años!

Su colega se levantó cuan alto era y lo miró enfurecido. Knutas, sentado en su vieja silla, nunca se había sentido tan incómodo.

Lars escupía las palabras.

—¿Y qué demonios has pensado que voy a hacer? ¿Sentarme mano sobre mano en el despacho y esperar hasta que me llegue la pensión? ¿Se puede saber qué he hecho mal?

Other books

Betrayed by Melinda Metz - Fingerprints - 5
Emerald by Garner Scott Odell
The Loom by Sandra van Arend
James Bond Anthology by Ian Fleming
Tumbleweed Weddings by Donna Robinson