El ascenso de Endymion (13 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—¿Cuándo fue eso?

—¿Qué?

—¿Cuándo fue? —repitió. A nuestras espaldas, el Mississippi surgía de la oscuridad y regresaba a la oscuridad con la velocidad de un tren de levitación magnética.

—Abril. Principios de mayo. Qué sé yo.

Aenea asintió.

—¿Y qué usaba el señor Wright esa noche?

Nunca había sentido ganas de golpearla o gritarle. Hasta este momento.

—Qué sé yo. ¿Por qué iba a recordar eso?

—Inténtalo.

Suspiré y miré las oscuras colinas en la noche negra.

—Maldición, no lo sé... Su traje de lana gris. Sí, recuerdo que estaba sentado junto al piano. Usaba ese traje gris con botones grandes.

Aenea asintió de nuevo.

—La fiesta de cumpleaños de Bets fue a mediados de marzo —dijo, mientras la lluvia tamborileaba sobre nuestras capuchas—. El señor Wright no vino porque tenía un resfriado.

—¿Y? —dije, sabiendo muy bien a qué se refería.

—Y yo recuerdo fragmentos del futuro —insistió, al borde de las lágrimas—. Temo confiar en esos recuerdos. Si digo que nos veremos de nuevo, puede ser como el traje gris del señor Wright.

Callé un largo minuto. El tamborileo de la lluvia evocaba puñetazos sobre ataúdes cerrados.

—Entiendo —dije al fin.

Aenea se me acercó y me rodeó con los brazos. Nuestros ponchos crujieron. Sentí la tensión en su espalda y la nueva blandura de su pecho mientras nos abrazábamos torpemente.

Aenea retrocedió.

—¿Me permites la linterna un momento?

Se la di. Ella echó hacia atrás el nailon de la cabina del kayak y alumbró la estrecha franja de madera bruñida que había bajo la fibra de vidrio. Un botón rojo relucía en la lluvia bajo el panel protector transparente.

—¿Ves eso?

—Sí.

—No lo toques por nada del mundo.

Solté una risotada. Entre las cosas que había leído en la biblioteca de Taliesin había obras del teatro del absurdo como
Esperando a Godot
. Tuve la sensación de haber entrado en una dimensión surrealista.

—Hablo en serio —dijo Aenea.

—¿Para qué poner un botón que no puede tocarse? —pregunté, enjugándome la cara mojada.

Aenea sacudió la cabeza.

—Quise decir que no lo toques a menos que sea absolutamente necesario.

—¿Cómo sabré si es absolutamente necesario, pequeña?

—Lo sabrás —dijo ella, y me abrazó de nuevo—. Será mejor que pongamos esto en el río.

Me agaché para besarle la frente. Lo había hecho muchas veces en esos años, deseándole buena suerte antes de uno de sus retiros, acomodándola en la cama, besándole la cara pegajosa cuando tenía fiebre o agotamiento. Pero cuando me agaché para besarla, Aenea irguió la cara. Por primera vez desde que nos habíamos conocido en la polvorienta confusión del Valle de las Tumbas de Tiempo, la besé en los labios.

Creo que he mencionado que la mirada de Aenea es mucho más potente e íntima que el contacto físico con otras personas, como una descarga eléctrica. Este beso fue aún más intenso. Esa noche en Hannibal, en la ribera oeste del río llamado Mississippi, en el mundo antaño llamado Tierra, ahora perdido en alguna parte de la Nube Magallánica Menor, en la oscuridad y la lluvia, yo tenía treinta y dos años, pero nunca había experimentado una sensación tan estremecedora como ese primer beso.

Retrocedí alarmado. El miniláser me mostró el destello de esos ojos oscuros, donde vi cierta picardía y quizás alivio, como si una larga espera hubiera concluido. Y algo más.

—Adiós, Raul —dijo Aenea, y alzó su extremo del kayak.

Abrumado de emoción, apoyé la proa en las oscuras aguas y entré en la cabina. A. Bettik la había hecho para mí, como un traje de medida. Procuré no apretar el botón rojo mientras movía el cuerpo. Aenea empujó y el kayak flotó en veinte centímetros de agua. Ella me entregó el remo de dos palas, la mochila, el miniláser.

Apunté el haz al agua que había entre ambos.

—¿Dónde está el portal teleyector? —pregunté. Oí las palabras desde lejos, como si las hubiera dicho otro. Mi mente y mis emociones aún estaban detenidas en ese beso. Yo tenía treinta y dos años. La niña acababa de cumplir dieciséis. Mi misión era protegerla y mantenerla con vida hasta que pudiéramos regresar a Hyperion y a la casa del viejo poeta. Esto era descabellado.

—Lo verás —dijo—. Poco después del amanecer.

Estaba a varias horas, pues. Esto era teatro del absurdo.

—¿Y qué hago después de encontrar la nave? ¿Dónde nos encontraremos?

—Hay un mundo llamado T'ien Shan —dijo Aenea—. Significa «Montañas del Cielo». La nave sabrá cómo encontrarlo.

—¿Está en Pax?

—Cerca —dijo ella, y su aliento se condensó en el aire frío—. Estaba en el Confín de la Hegemonía. Pax lo incorporó al protectorado y prometió enviar misioneros, pero todavía no lo han integrado.

—T'ien Shan —repetí—. De acuerdo. ¿Cómo te encontraré? Los planetas son grandes.

En la trémula luz de la linterna vi sus ojos oscuros, humedecidos por la lluvia, las lágrimas o ambas cosas.

—Encuentra una montaña llamada Heng Shan, la Sagrada Montaña del Norte. Cerca habrá un sitio llamado Hsuan'k'ung Ssu. Significa «Templo Suspendido en el Aire». Estaré allí.

Gesticulé con fastidio.

—Sensacional. Sólo tengo que parar en una guarnición de Pax y pedir instrucciones para llegar al Templo Suspendido en el Aire. Tú estarás esperando por allí.

—En T'ien Shan sólo hay unos pocos miles de montañas —suspiró ella—. Y muy pocas ciudades. La nave puede encontrar Heng Shan y Hsuan'k'ung Ssu desde la órbita. No podrás aterrizar allí, pero podrás desembarcar.

—¿Por qué no podré aterrizar? —pregunté, harto de acertijos dentro de enigmas dentro de incógnitas.

—Ya verás, Raul —respondió ella con voz trémula—. Vete, por favor.

La corriente intentaba arrastrarme, pero remé para permanecer en mi sitio. Aenea me siguió, caminando a orillas del río. El cielo parecía más claro hacia el este.

—¿Estás segura de que nos veremos allá? —grité en medio de la menguante lluvia.

—No estoy segura de nada, Raul.

—¿Ni siquiera de que sobreviviremos a todo esto? —No sé qué quise decir con «todo esto». Ni siquiera sé qué quise decir con «sobrevivir».

—Ni siquiera —dijo la niña, y vi su vieja sonrisa, llena de picardía, ansiedad y una tristeza mezclada con involuntaria sabiduría.

La corriente me arrastraba.

—¿Cuánto tardaré en llegar a la nave?

—Creo que sólo unos días —respondió. Ya estábamos a varios metros de distancia, y la corriente me internaba en el Mississippi.

—Y cuando encuentre la nave, ¿cuánto tardaré en llegar a... T'ien Shan?

Aenea gritó la respuesta, pero las palabras se perdieron en el ruido del oleaje contra el casco del kayak.

—¿Qué? —pregunté—. No pude oírte.

—Te amo —dijo Aenea, con voz clara y brillante.

El río me arrastró y no pude hablar. Mis brazos no respondieron cuando intenté remar contra la poderosa corriente.

—¡Aenea! —Apunté la linterna hacia la costa y entreví un destello de su poncho, su rostro ovalado y pálido a la sombra de la capucha—. ¡Aenea!

Ella gritó algo, saludó con el brazo. Devolví el saludo.

La corriente se aceleró. Viré bruscamente para esquivar un árbol entero que había encallado en un banco de arena, y luego llegué a la corriente central y me dirigí hacia el sur. Miré hacia atrás, pero las paredes de los últimos edificios de Hannibal me ocultaron a la niña.

Un minuto después oí el zumbido de los repulsores EM de la nave, pero cuando miré arriba sólo vi sombras. Tal vez era Aenea sobrevolando. Tal vez era una nube baja en la noche.

El río me arrastró hacia el sur.

5

El padre capitán De Soya salió del sistema de Pacem en el
Raquel
, un crucero arcángel similar a la nave que le habían ordenado comandar. Muerto por el terrible vórtice del motor instantáneo clasificado, ahora conocido en la flota como motor Gedeón, De Soya resucitó en dos días en vez de los tres habituales —los capellanes de resurrección corrieron el riesgo de una resurrección fallida, dada la urgencia de las órdenes del padre capitán— y se encontró en la estación estratégica de Pax en Omicron
2
-Epsilon
3
, en órbita de un mundo inerte y rocoso que giraba en la oscuridad más allá de Epsilon Eridani, en el Viejo Vecindario, a sólo un puñado de años-luz de donde había estado la Vieja Tierra.

De Soya tuvo un día para recobrar sus facultades y luego fue trasladado a su escuadra, a cien mil kilómetros de la base militar. La alférez que pilotaba la lanzadera hizo lo posible para darle un buen vistazo de su nueva nave y De Soya no pudo dejar de emocionarse.

El
Rafael
era obviamente de tecnología avanzada. No era —como todas las naves de Pax que De Soya había visto anteriormente— un derivado de modelos de la Hegemonía. Parecía demasiado delgada para el vacío y demasiado complicada para la atmósfera, pero creaba la impresión general de ser una máquina mortífera y aerodinámica. El casco, un compuesto de aleaciones flexibles y zonas de energía pura, permitía rápidos cambios de forma y función que habrían sido imposibles unos años antes. Mientras la lanzadera se acercaba al
Rafael
en un lento y largo arco balístico, el exterior de la nave pasó del cromo plateado a un negro opaco e invisible. Al mismo tiempo, el liso casco central devoró botalones de instrumentos y habitáculos, dejando sólo ampollas con armamentos y sondas de campo de contención. O bien la nave estaba realizando chequeos para trasladarse fuera del sistema, o bien los oficiales sabían que la lanzadera traía al nuevo comandante y estaban alardeando un poco.

De Soya sabía que ambos supuestos eran casi seguramente ciertos.

Antes que el crucero desapareciera en la negrura, De Soya notó que las esferas de los motores de fusión se arracimaban como perlas alrededor del eje central en vez de concentrarse en un solo cúmulo como en su vieja nave-antorcha, el
Baltasar
. También notó que el motor Gedeón hexagonal era mucho más pequeño en esta nave que en el prototipo
Rafael
. Antes que la nave se volviera invisible, atinó a ver las luces de los habitáculos traslúcidos y la clara cúpula de la cubierta de mando. Por las lecturas que había hecho en Pacem y las inyecciones de instrucciones ARN que le habían dado en la jefatura de la flota, De Soya sabía que esas zonas claras podían generar epidermis blindadas más gruesas, pero él disfrutaba del paisaje y preferiría esa ventana hacia el espacio.

—Abordando el
Uriel
, señor —anunció la alférez.

De Soya asintió. El
Uriel
parecía un clon de la nueva
Rafael
, pero mientras la lanzadera desaceleraba, el padre capitán distinguió los generadores omega adicionales, los relucientes cubículos de conferencias y las complejas antenas de comunicaciones que hacían de esa nave la nave insignia del grupo de ataque.

—Advertencia de amarre, señor —dijo la alférez.

De Soya asintió y se sentó en el diván de aceleración número dos. El contacto fue tan suave que no sintió ningún temblor cuando las grapas de conexión se cerraron y la nave y sus umbilicales rodearon la lanzadera. De Soya sintió la tentación de alabar a la joven piloto, pero no pudo con sus viejos hábitos de mando.

—La próxima vez —dijo— intente la aproximación final sin esa señal de último momento. Es un alarde y la oficialidad de una nave-insignia no lo ve con buenos ojos.

La joven piloto puso cara larga. De Soya le apoyó una mano en el hombro.

—Aparte de eso, buen trabajo. Con gusto la tendría como piloto de mi nave de descenso.

La alicaída joven sonrió.

—Ojalá pudiera, señor. Este puesto... —Calló, comprendiendo que había ido demasiado lejos.

—Lo sé —dijo De Soya, acercándose a la cámara de presión—. Lo sé. Pero por ahora alégrese de no formar parte de esta cruzada.

La cámara se abrió y el silbato de una guardia de honor lo recibió a bordo del
Uriel
, el arcángel, si el padre capitán De Soya recordaba correctamente, que el Viejo Testamento describía como jefe de las huestes angélicas celestiales.

A noventa años-luz, en un sistema estelar que estaba a sólo tres años-luz de Pacem, el
Rafael
original se trasladó al espacio real con una violencia que habría expulsado la médula de los huesos humanos, cortado las células humanas como acero candente y esparcido las neuronas humanas como canicas en un declive. Rhadamanth Nemes y sus hermanos no disfrutaron de la sensación, pero tampoco gritaron ni hicieron muecas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Nemes, mirando el planeta pardo que crecía en la pantalla. El
Rafael
desaceleraba a doscientos treinta gravedades. Nemes no estaba sentada en el diván de aceleración, sino que se aferraba de un poste como un viajero que va a trabajar en un autobús apiñado.

—Svoboda —dijo uno de sus hermanos varones.

Nemes asintió. Ninguno de los cuatro habló de nuevo hasta que el arcángel estuvo en órbita y la nave de descenso se desprendió y aulló en el aire.

—¿El estará aquí? —le preguntó Nemes. Unos microfilamentos unían sus sienes con la consola de la nave.

—Claro que sí —dijo la hermana gemela de Nemes.

En Svoboda vivían algunos humanos, pero desde la Caída se habían apiñado en los domos de campo de fuerza de la zona crepuscular y no tenían la tecnología para rastrear el arcángel ni la nave de descenso. No había bases de Pax en este sistema. El lado diurno de ese mundo rocoso hervía derritiendo el plomo, y en el lado nocturno la fina atmósfera estaba al borde del congelamiento. Bajo la inservible superficie, sin embargo, había más de ochocientos mil kilómetros de túneles donde cada corredor era un cuadrado perfecto de treinta metros. Svoboda era uno de los nueve mundos laberínticos descubiertos en los primeros días de la Hégira y explorados en tiempos de la Hegemonía. Hyperion había sido otro de esos nueve mundos. Ningún humano vivo ni muerto conocía el secreto de los laberintos y sus creadores.

Nemes atravesó una feroz tormenta de amoníaco en el lado oscuro, sobrevoló un peñasco de hielo sólo visible en infrarrojo y amplificación, plegó las alas de la nave y descendió por la abertura cuadrangular de la entrada del Laberinto. Este túnel giraba una vez y luego se extendía en línea recta durante kilómetros. El radar profundo mostraba un panal de pasajes debajo de él. Nemes continuó tres kilómetros, giró a la izquierda en el primer empalme de túneles, descendió a medio kilómetro de la superficie mientras viajaba cinco kilómetros al sur y aterrizó.

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