El ascenso de Endymion (16 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Me interrumpiré aquí.

En este momento de la narración me sentía tentado, aun sabiendo que el gas de cianuro puede invadir la caja de gato de Schrödinger en cualquier momento, de describir mi odisea entre los mundos con gran detalle. En realidad, era lo más parecido a una auténtica aventura desde que Aenea y yo habíamos llegado a la Vieja Tierra cuatro años estándar antes.

En las treinta horas transcurridas desde que Aenea anunció perentoriamente mi partida inmediata por teleyector, yo había entendido que el viaje sería similar al anterior. Desde Vector Renacimiento hasta Vieja Tierra, habíamos atravesado parajes desiertos o abandonados a través de mundos como Hebrón, Nueva Meca, Bosquecillo de Dios y mundos sin nombre como el planeta selvático donde habíamos dejado oculta la nave del cónsul. En uno de los pocos planetas donde habíamos encontrado habitantes —irónicamente, Mare Infinitus, un mundo oceánico poco poblado— el contacto había sido catastrófico para todos los participantes: yo había volado la mayor parte de su plataforma flotante, ellos me habían capturado, apuñalado, disparado y casi ahogado. En el ínterin, yo había perdido algunos de los bienes más valiosos que llevábamos, entre ellos la vieja alfombra voladora que databa de los tiempos de la leyenda de Siri y Merin y la antigua pistola calibre 45 que quizás hubiera pertenecido a la madre de Aenea, Brawne Lamia.

Pero en casi todo nuestro trayecto el río Tetis nos había llevado por paisajes despoblados... ominosamente despoblados en Hebrón y Nueva Meca, como si algo hubiera espantado a los habitantes.

Esto era distinto. Lusus desbordaba de vitalidad. Por primera vez comprendí por qué estos panales planetarios se llamaban Colmenas.

Viajando por regiones deshabitadas, la niña, el androide y yo habíamos quedado librados a nuestros propios recursos. Ahora, solo y desarmado en mi kayak, me encontré saludando a policías de Pax y sacerdotes renacidos. El canal sólo tenía treinta metros de anchura, con bordes de hormigón y plástico, sin tributarios ni escondrijos. Había sombras bajo los puentes y rampas, como bajo el portal teleyector de río arriba, pero el tráfico fluvial atravesaba continuamente esos lugares oscuros. No había sitio donde esconderse.

Por primera vez pensé en la locura del viaje por teleyector. Mi ropa llamaría la atención en cuanto saliera del kayak. Mi tipo físico era una rareza. Mi acento de Hyperion sería extraño. No tenía dinero, chip de identidad, licencia para VEM, tarjetas de crédito, documentos de Pax ni lugar de residencia. Deteniendo el kayak junto a un bar costero —el olor a bistec asado o comidas similares me hacía salivar de hambre, el olor a levadura me hacía pensar en cerveza fría— comprendí que me arrestarían a los dos minutos de entrar en ese lugar.

Había gente que viajaba entre los mundos de Pax —millonarios, empresarios y aventureros dispuestos a afrontar meses de sueño criogénico y años de deuda temporal viajando con transporte de Mercantilus entre las estrellas, con la certidumbre de que el trabajo, el hogar y la familia los aguardarían en su estable universo cristiano a su regreso—, pero era infrecuente, y nadie viajaba entre los mundos sin dinero y sin autorización de Pax. En cuanto yo entrara en ese café, bar, restaurante o lo que fuera, alguien llamaría a la policía local o los militares de Pax. Al registrarme verían que no tenía la cruz, que era un pagano en un universo de cristianos renacidos.

Relamiéndome los labios, con un gruñido en el estómago, los brazos pesados por la fatiga y la gravedad adicional, los ojos lagrimeando por falta de sueño y frustración, me alejé del café y seguí río abajo, esperando que el próximo teleyector no estuviera muy lejos.

Y aquí resisto la tentación de describir las maravillosas imágenes y sonidos, la gente extraña que vi y los riesgos que corrí. Nunca había estado en un mundo tan colonizado, tan apiñado, tan interior como Lusus, y me podría haber pasado un mes explorando la hirviente Colmena que entreví desde el río de orillas de hormigón.

Al cabo de seis horas de viajar corriente abajo por el canal, pasé bajo el arco y aparecí en Freude, un mundo activo y poblado sobre el cual sabía poco y que no podría haber identificado sin los archivos de navegación del comlog. Aquí dormí al fin, ocultando el kayak en un tubo de cloaca de cinco metros, encorvado bajo tentáculos de fibro-plástico industrial enredados en una alambrada.

Dormí un día y una noche estándar en Freude, pero allí los días eran de treinta y nueve horas estándar y apenas anochecía cuando encontré el próximo arco, menos de cinco kilómetros río abajo, y me trasladé de nuevo.

Desde el soleado Freude, poblado por ciudadanos de Pax con sus trajes de arlequín y capas brillantes, el río me llevó a Nevermore, con sus cavilosas aldeas talladas en la roca y sus castillos de piedra encaramados sobre barrancos bajo cielos lúgubres. En la noche de Nevermore los cometas surcaban el firmamento y criaturas semejantes a cuervos —más parecidas a gigantescos murciélagos que a aves— batían alas membranosas tapando el fulgor de los cometas con sus cuerpos negros.

Aquí me saludaron balsas comerciales, y devolví el saludo, remando hacia un tramo de aguas blancas que casi volcó el kayak y puso a prueba mi destreza de remero. Sonaban sirenas en los avizores castillos de Nevermore cuando atravesé el siguiente portal y me encontré bajo el opresivo sol de un mundo que el comlog me describió como Vitus-Gray-Balianus B. Nunca lo había oído nombrar, ni siguiera en los viejos atlas de la Hegemonía que Grandam guardaba en su vehículo, y que yo había estudiado con sigilo cuando podía.

El río Tetis nos había llevado por mundos desérticos en el viaje a Vieja Tierra, pero éstos habían sido los mundos extrañamente despoblados de Hebrón y Nueva Meca... desiertos sin vida, ciudades abandonadas. En Vitus-Gray-Balianus B, casas de adobe se apiñaban a orillas del río, y a cada kilómetro había una acequia por donde el agua era extraída para irrigar los sembradíos. Por suerte el río servía aquí como calle mayor y carretera central, y yo había salido de la sombra del antiguo teleyector al amparo de una enorme chalana, así que seguí remando tranquilamente en medio del intenso tráfico fluvial: esquifes, balsas, barcazas, remolcadores, lanchas eléctricas, casas flotantes e incluso barcas de levitación EM desplazándose a tres o cuatro metros de la superficie del río.

La gravedad era leve, quizá menos de dos tercios de Vieja Tierra o Hyperion, y por momentos pensaba que mis golpes de remo elevarían el kayak por encima del agua. Pero si la gravedad era leve, la luz del sol era tan agobiante como una palma gigantesca y sudorosa. Al cabo de media hora había agotado la segunda botella de agua y supe que tendría que detenerme para buscar más.

Se pensaría que un mundo de gravedad menor tendría habitantes esbeltos —la antítesis vertical de los toneles lusianos— pero la mayoría de los hombres, mujeres y niños que vi en los transitados carriles del río eran bajos y robustos como lusianos. Las ropas eran brillantes, como los atuendos de arlequín de los pobladores de Freude, pero cada persona usaba un solo tono: ceñidos trajes carmesíes, capas de intenso tono cerúleo, vestidos de
chiffon
color esmeralda con complejos sombreros y bufandas, fluidas colas de chiffon amarillo y turbantes de ámbar brillante. Las puertas y postigos de las casas, tiendas y tabernas de adobe también estaban pintados con estos colores distintivos y me pregunté cuál sería el significado. ¿Casta? ¿Preferencia política? ¿Posición económica o social? ¿Parentesco? Fuera lo que fuese, yo no pasaría inadvertido cuando fuera a la costa a buscar agua, con mi ropa de opaco color caqui y algodón gastado.

Pero debía ir a la costa o morirme de sed. Al pasar una de las muchas acequias, amarré el kayak mientras una barcaza salía de la acequia y caminé hacia una estructura circular de madera y adobe, esperando que fuera un pozo artesiano. Había visto que muchas mujeres de túnica color azafrán llevaban algo que parecían vasijas de agua. Sólo temía que al extraer agua de allí violara alguna ley, corolario, regla de casta, mandamiento religioso o costumbre local. No había visto ninguna presencia de Pax en el río —ni el negro de los sacerdotes ni el rojo y negro de la policía—, pero eso no significaba nada. Según el comlog, había muy pocos mundos —aun en el Confín, donde estaba Vitus-Gray-Balianus B—, donde Pax no tuviera cierta presencia. Me calcé el cuchillo de caza en el bolsillo trasero, bajo el chaleco, y mi único plan era abrirme paso a puñaladas hasta el bote si se formaba una multitud. Si llegaba la policía de Pax, con pistolas paralizantes o de dardos, mi viaje habría terminado.

Pronto terminaría, al menos por un tiempo, por razones muy diferentes, pero yo no tenía modo de saberlo (salvo por el dolor de espalda que me acompañaba desde antes de irme de Lusus) mientras me aproximaba cautelosamente al pozo, si eso era.

Era un pozo.

Nadie se alarmó por mi altura y mis colores opacos. Nadie —ni siquiera los niños vestidos de rojo y azul que interrumpieron su juego para mirarme un instante— se interpuso ni pareció reparar en ese dudoso forastero. Mientras bebía y llenaba ambas botellas, tuve la impresión —aunque ignoro por qué— de que los habitantes de Vitus-Gray-Balianus B, o al menos de esta aldea a orillas de la abandonada ruta teleyectora del río Tetis, eran demasiado corteses para señalarme, mirarme o preguntarme qué me proponía. Mientras tapaba la segunda botella disponiéndome a regresar al kayak, tuve la sensación de que un mutante de tres cabezas —o, exagerando la nota, el Alcaudón mismo— podría haber bebido de ese pozo artesiano en esa grata tarde sin que los ciudadanos lo importunaran con preguntas.

Había dado tres pasos en el polvoriento camino cuando sentí el dolor. Me encorvé, jadeando sin aliento, y caí sobre una rodilla, y luego de lado. Me arqueé de dolor. Habría gritado si la desgarradora punzada me hubiera dejado aliento y energía. Boqueando como un pez, me puse en posición fetal y cabalgué sobre olas de tormento.

Debo aclarar que el dolor y la incomodidad no me eran desconocidos. Cuando estaba en la Guardia Interna, un estudio de las fuerzas armadas de Hyperion mostró que la mayoría de los conscriptos enviados al sur para luchar contra los rebeldes de la Garra de Hielo tenían poco estómago para el dolor. Los habitantes de las ciudades del norte de Aquila y las más refinadas ciudades de las Nueve Colas rara vez habían experimentado un sufrimiento que no pudieran eliminar con una píldora, un autocirujano o un autodoc.

Como pastor y campesino, yo tenía más experiencia en tolerancia al dolor: cortes accidentales, un pie pisoteado por una bestia de carga, magulladuras y contusiones por caídas en terreno pedregoso, una contusión practicando lucha en el campamento, ampollas por cabalgar, incluso los labios hinchados y los ojos morados de las riñas del campamento durante la Convocatoria de los Varones. Y en mi servicio militar me habían herido tres veces: en dos ocasiones, traumatismos provocados por esquirlas cuando unas minas mataron a mis compañeros; en la tercera, el rayo de un francotirador, y esta última lesión fue tan grave que acudió un sacerdote para pedirme que aceptara el cruciforme antes de que fuera demasiado tarde.

Pero nunca había experimentado un dolor como éste.

Gimiendo y resollando, mientras los corteses ciudadanos al fin reparaban en el forastero, alcé la muñeca y exigí una explicación al comlog. No me respondió. Entre oleadas de dolor insoportable, pregunté de nuevo. Ninguna respuesta. Entonces recordé que la maldita cosa estaba en modalidad de niño obediente. La llamé por el nombre y repetí la pregunta.

«¿Puedo activar la función biosensora latente, M. Endymion?», preguntó esa imbécil IA.

Yo no sabía que el aparato tenía una función biosensora, latente o no. Asentí con un gemido y me encorvé en una posición fetal aún más cerrada. Era como si alguien me hubiera apuñalado la espalda y retorciera la hoja. El dolor me atravesaba como corriente circulando por un cable. Vomité en el polvo. Una bella mujer de túnica blanca retrocedió un paso y alzó una sandalia blanca.

—¿Qué es? —resoplé—. ¿Qué está pasando?

Me palpé la espalda, buscando sangre o una herida. Esperaba encontrar una flecha o una lanza, pero no había nada.

«Inicio de estado de choque, M. Endymion —dijo esa IA lobotomizada de la nave del cónsul—. La presión sanguínea, la resistencia dérmica, el ritmo cardíaco y el recuento de atropina, todo ello lo confirma.»

—¿Por qué? —insistí con un largo gemido, mientras el dolor rodaba desde mi espalda hacia todo mi cuerpo.

Vomité de nuevo. Tenía el estómago vacío pero seguía vomitando. Esa gente de atuendo brillante se mantenía a distancia, sin formar una muchedumbre de curiosos, sin cometer la impertinencia de mirar o cuchichear, pero obviamente demorándose en su camino.

—¿Qué está mal? —jadeé, tratando de susurrarle al comlog—. ¿Qué es lo que causa esto?

«Una perdigonada —dijo la voz de hojalata—. Puñalada. Lanza, cuchillo, flecha. Herida de arma energética. Rayo, láser, cuchillo omega, hoja pulsátil. Concentración de dardos. Tal vez una aguja larga y fina insertada en la parte superior del riñón, el hígado y el bazo.»

Retorciéndome, me palpé de nuevo la espalda, saqué el cuchillo envainado y lo tiré. El chaleco y la camisa no estaban quemados ni chamuscados. Ningún objeto afilado salía de mis carnes.

El dolor me arrasó de nuevo y gemí. No había hecho eso cuando me disparó el francotirador ni cuando aquella bestia me pisó el pie.

Me costaba pensar, pero mi pensamiento seguía esta dirección:
Nativos... poder mental... envenenamiento... agua... rayos invisibles... castigándome por...

Desistí del esfuerzo y gemí de nuevo. Alguien se acercó. Tenía una falda o toga azul brillante y sandalias inmaculadas, las uñas de los pies pintadas de azul.

—Perdón —murmuró en inglés de la vieja Red con mucho acento—. ¿Estás en apuros?

—Aaaahhhh —respondí, acentuando el gemido con más vómito seco.

—¿Puedo ayudar?

—Ohh... ahhh... —dije, casi desmayándome de dolor. Puntos negros bailaron en mi visión hasta que ya no pude ver las sandalias ni las uñas azules, pero el tormento no cesaba, no podía escapar hacia la inconciencia.

Túnicas y togas susurraban a mi alrededor. Olí perfume, colonia, jabón, sentí manos fuertes en los brazos, en las piernas y en los costados. Cuando quisieron levantarme, una punzada me perforó la espalda y la nuca.

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