El ascenso de Endymion (46 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Así que revoloteamos. Y esperamos. Y al cabo de treinta minutos, una mujer joven dobló por el sendero y nos saludó con entusiasmo.

No era Aenea.

Admito mi decepción. Mi deseo de ver de nuevo a mi joven amiga había llegado al extremo de la obsesión, y supongo que tenía fantasías absurdas: Aenea y yo corriendo por un prado, ella de nuevo una niña, yo su protector, ambos riendo de placer mientras yo la alzaba y la balanceaba...

Bien, al menos había un prado. La nave siguió revoloteando y extendió una escalera. La joven mujer cruzó el arroyo, saltando en las piedras con perfecto equilibrio, y se acercó sonriendo.

Tenía poco más de veinte años, con una gracia y aplomo que recordaba de mil imágenes de mi joven amiga. Pero yo nunca había visto a esta mujer.

¿Aenea pudo cambiar tanto en cinco años? ¿Se habrá disfrazado para ocultarse de Pax? ¿O yo me he olvidado de su aspecto?
Esto parecía improbable. No, imposible. La nave me había asegurado que para Aenea habían transcurrido cinco años y algunos meses si me esperaba en este mundo, pero todo mi viaje —incluida la fuga criogénica— había durado sólo cuatro meses. Yo sólo había envejecido unas semanas. No podía haberla olvidado. Nunca la olvidaría.

—Hola, Raul —saludó la joven de cabello oscuro.

—Hola.

Ella se acercó y me ofreció la mano. Su apretón era firme.

—Soy Rachel. Aenea te describió perfectamente. —Se echó a reír— Desde luego, no esperábamos que nadie más nos visitara en una nave estelar... —Señaló la nave que flotaba allí como un globo meciéndose en el viento.

—¿Cómo está Aenea? —pregunté, y mi voz me sonó extraña— ¿Dónde está?

—Está en el templo, trabajando. Es el turno más intenso, y no pudo escaparse. Me pidió que viniera a ayudarte a disponer de tu nave.

No pudo escaparse
. ¿Qué cuernos era esto? Había pasado por un infierno con cálculos renales y una pierna rota, tropas de Pax que me perseguían, un mundo sin tierra, un alienígena que me había devorado y regurgitado... ¿y ella no podía escaparse? Me mordí el labio, resistiendo el impulso de decir lo que pensaba. Admito que mis emociones eran fuertes en ese momento.

—¿Disponer de mi nave? ¿A qué te refieres? —pregunté, mirando en torno—. Tiene que haber un sitio donde pueda aterrizar.

—No lo hay —dijo la joven llamada Rachel. Mirándola bajo la brillante luz del sol, comprendí que quizá fuera un poco mayor que Aenea. Tenía ojos pardos e inteligentes, el cabello desaliñado como el de Aenea, la tez bronceada por largas horas de sol, las manos callosas, arrugas en las comisuras de los ojos.

—¿Por qué no hacemos lo siguiente? —propuso Rachel—. ¿Por qué no bajas lo que necesitas de la nave, traes un comlog o comunicador para llamarla cuando desees, sacas dos dermotrajes y dos respiradores del armario y le dices a la nave que regrese a la tercera luna? Allí hay un cráter profundo donde podrá ocultarse, pero esa luna está en órbita cuasigeosincrónica y mantiene una cara hacia este hemisferio todo el tiempo. Si la llamas, regresará en pocos minutos.

La miré con suspicacia.

—¿Para qué dermotrajes y respiradores? —La nave los tenía. Estaban diseñados para ámbitos de vacío benigno donde no se requería una armadura espacial—. El aire parece bastante denso aquí.

—Lo es —dijo Rachel—. A esta altitud hay una atmósfera asombrosamente rica en oxígeno. Pero Aenea me encargó que te pidiera los dermotrajes y respiradores.

—¿Por qué? —pregunté.

—No sé, Raul —dijo Rachel. Sus ojos eran plácidos, aparentemente libres de engaño o maldad.

—¿Por qué esconder la nave? ¿Pax está aquí?

—Todavía no, pero hace seis meses que los esperamos. En este momento no hay naves espaciales en la zona de T'ien Shan, con excepción de la tuya. Tampoco hay naves aéreas. Ni deslizadores, VEMs, tópteros ni cópteros, sólo las paravelas de los voladores, y nunca estarían tan alto.

Asentí con un titubeo.

—Hoy los dugpas vieron algo que no pudieron explicar —continuó Rachel—. La mancha de tu nave contra Chomo Lori, quiero decir. Pero al fin lo explicarán todo como
tendrel
, así que no será un problema.

—¿Qué es
tendrel
? ¿Y quiénes son los dugpas?


Tendrel
son señales. Adivinaciones dentro de la tradición budista chamanista predominante en esta región de las Montañas del Cielo. Los dugpas son los... bien, la palabra significa literalmente «más altos». Las gentes que viven a mayor altura. También están los drukpas, las gentes del valle, las fisuras inferiores, y los drungpas, las gentes del valle boscoso, los que viven en los grandes bosques de helecho y bambú de los confines occidentales de Phari.

—¿Conque Aenea está en el Templo? —insistí, resistiéndome a seguir la «sugerencia» de ocultar la nave.

—Sí.

—¿Cuándo puedo verla?

—En cuanto vayamos allá. —Rachel sonrió.

—¿Cuánto hace que conoces a Aenea?

—Cuatro años, Raul.

—¿Naciste en este mundo?

Ella sonrió de nuevo, paciente con mi interrogatorio.

—No. Cuando conozcas a los dugpas y los demás, verás que no soy nativa. La mayoría de la gente de esta región tiene sus raíces en la China, el Tibet y otros lugares del Asia.

—¿De dónde eres tú? —pregunté de mal humor.

—Nací en Mundo de Barnard, un apartado planeta agrícola. Maizales, bosques, largos atardeceres y algunas buenas universidades, pero no mucho más.

—Oí hablar de él —dije. Eso me despertaba más sospechas. Las «buenas universidades» que habían dado fama a Mundo de Barnard en tiempos de la Hegemonía se habían convertido tiempo atrás en academias y seminarios de la Iglesia. Tuve el súbito deseo de ver el pecho de esa mujer, de comprobar si llevaba un cruciforme. Habría sido demasiado fácil deshacerme de la nave y caer en una trampa de Pax—. ¿Dónde conociste a Aenea? ¿Aquí?

—No, no aquí. En Amritsar.

—¿Amritsar? Nunca lo oí nombrar.

—No me extraña. Amritsar es un mundo marginal en la escala Solmev, en los confines del Confín. Sólo fue colonizado hace un siglo... refugiados de una guerra civil en Parvati. Varios miles de sijs y de sufíes sobreviven allí. Aenea fue contratada para diseñar un centro comunitario en el desierto y yo fui contratada para estudiar el terreno y supervisar las cuadrillas de construcción. He estado con ella desde entonces.

Asentí, poco convencido. Sentía algo que no era sólo decepción. Se parecía a la furia pero rayaba en los celos. Pero eso era absurdo.

—¿Y A. Bettik? —pregunté, temiendo súbitamente que el androide hubiera muerto—. ¿Está...?

—Ayer partió para el mercado de Phan en nuestro viaje quincenal de aprovisionamiento —dijo la mujer llamada Rachel. Me tocó el brazo—. A. Bettik está bien. Regresará mañana con el claro de luna. Vamos. Busca tus petates. Dile a la nave que se oculte en la tercera luna. Será mejor que Aenea te lo explique todo.

Terminé por llevar poco más que una muda de ropa, buenas botas, mis pequeños binoculares, un pequeño cuchillo, los dermotrajes y respiradores y una miniunidad de comunicaciones. Guardé todo en una mochila, bajé al prado y le ordené a la nave lo que debía hacer. Había llegado a tal extremo de antropomorfismo que esperaba que la nave se resistiera a volver a modalidad de hibernación —para colmo en una luna sin aire—, pero la nave reconoció la orden, sugirió comunicarse una vez por día para verificar si la unidad de comunicaciones funcionaba y se alejó, reduciéndose hasta desaparecer como un globo al que le han cortado el cordel.

Rachel me dio un
chuba
de lana y me lo puse sobre la chaqueta térmica. Reparé en el arnés de nailon que ella llevaba sobre la chaqueta y los pantalones, el equipo metálico de escalamiento, y le pregunté qué era.

—Aenea tiene un arnés para ti en el templo —dijo, colocando las cosas en la abrazadera—. Esta es la tecnología más avanzada de este mundo. Los metalúrgicos de Potala cobran una cifra principesca por este material... grapas, poleas, hachas, martillos, ganchos, flechas, tubos.

—¿Lo necesitaré? —pregunté dubitativamente. En la Guardia Interna habíamos aprendido algunas técnicas elementales de escalada (uso de cuerdas, aprovechamiento de las grietas, esas cosas) y yo había escalado un poco cuando trabajaba con Avrol Hume en el Pico, pero no sabía auténtico montañismo. No me agradaban las alturas.

—Lo necesitarás, pero te acostumbrarás pronto —me aseguró Rachel, y se puso en marcha, brincando sobre las piedras y subiendo por la senda hacia el borde del peñasco. Su equipo tintineaba como los cencerros de una cabra montes.

La marcha de diez kilómetros por la abrupta ladera fue bastante fácil una vez que me acostumbré al reborde angosto, el vertiginoso precipicio, el resplandor de la increíble montaña del norte y las arremolinadas nubes de abajo, y la desbordante energía de esa rica atmósfera.

—Sí —dijo Rachel cuando mencioné el aire—. Esta atmósfera tan rica en oxígeno sería un problema si hubiera bosques o sabanas inflamables. Tendrías que ver las tormentas eléctricas del monzón. Pero el bosque de bonsai de la fisura y los bosques de helechos del lado lluvioso de Phari es todo lo que tenemos en material combustible. Son todas especies resistentes al fuego. La madera de bonsai que usamos en el edificio es tan compacta que casi no arde.

Caminamos un rato en silencio. Mi atención estaba en el reborde. Acabábamos de doblar un recodo estrecho que me obligó a agachar la cabeza bajo el saliente cuando el borde se ensanchó, la vista se abrió y me encontré frente a Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire.

Desde ese lugar bajo al este del Templo, aún parecía mágicamente suspendido en el aire. Algunos edificios más viejos tenían bases de ladrillo o piedra, pero la mayoría estaban construidos sobre aire. Estas pagodas estaban protegidas por el saliente de roca que se elevaba a setenta y cinco metros de los edificios principales, pero las escaleras y plataformas zigzagueaban casi hasta el vientre del saliente.

Nos mezclamos con la gente. Los
chubas
multicolores y las cuerdas no eran el único común denominador: la mayoría de los rostros que me escudriñaban con amable curiosidad parecían ser asiáticos; eran personas relativamente bajas por ser un mundo de gravedad estándar; saludaban y se apartaban respetuosamente mientras trepábamos por escalas, atravesábamos salas que olían a incienso y sándalo, cruzábamos porches y puentes colgantes y subíamos delicadas escaleras. Pronto estuvimos en los niveles superiores del templo, donde la construcción avanzaba deprisa. Las pequeñas figuras que yo había visto con los binoculares ahora cobraban vida, seres humanos jadeando bajo pesados cestos llenos de piedras, individuos que olían a sudor y trabajo. La silenciosa eficiencia que yo había presenciado desde la terraza de la nave se convirtió en una algarabía de martillazos, vibraciones de cincel, ecos de picos y obreros que gritaban y gesticulaban en medio del caos controlado típico de toda obra en construcción.

Después de varias escaleras y tres largas escalas que llegaban a la plataforma más alta, me detuve para recobrar el aliento antes de subir la última escalerilla. A pesar de la abundancia de oxígeno, escalar era trabajoso. Noté que Rachel me miraba con una tolerancia que bien se podía confundir con indiferencia.

Una mujer joven se asomó por la plataforma alta y bajó grácilmente. Por un segundo sentí fuertes palpitaciones —¡Aenea!—, pero luego vi cómo se movía la mujer, vi su cabello corto y oscuro, y supe que no era mi amiga.

Rachel y yo nos alejamos del pie de la escalerilla en cuanto la mujer brincó en los últimos peldaños. Era corpulenta y maciza, tan alta como yo, con rasgos fuertes y asombrosos ojos violetas. Aparentaba cuarenta o cincuenta años estándar, estaba muy bronceada y en gran estado físico y, por las arrugas que tenía en las comisuras de los ojos y la boca, parecía que también disfrutaba de la risa.

—Raul Endymion —dijo, extendiendo la mano—. Soy Theo Bernard. Ayudo a construir cosas.

Asentí. Su apretón era tan firme como el de Rachel.

—Aenea está terminando. —Theo Bernard señaló la escalerilla.

Miré de reojo a Rachel.

—Sube —me dijo Rachel—. Nosotras tenemos cosas que hacer.

Inicié el ascenso. La escalerilla de bambú tendría sesenta escalones, y mientras subía noté que la plataforma de abajo era angosta y el abismo no tenía fondo.

Al llegar a la plataforma, vi las toscas cabañas y las piedras cinceladas donde se alzaría el último edificio. Reparé en las incontables toneladas de piedra que comenzaban diez metros por encima de mí, donde el saliente se curvaba hacia fuera y hacia arriba como un techo de granito. Avecillas con cola bifurcada revoloteaban entre las grietas y fisuras.

Luego fijé mi atención en la figura que salía del galpón más grande.

Era Aenea: ojos francos y oscuros, sonrisa desinhibida, pómulos afilados y manos delicadas, el cabello claro cortado al descuido y ondeando en el viento fuerte. No era mucho más alta que la última vez —podría haberle besado la frente sin agacharme— pero estaba cambiada.

Contuve el aliento. Había visto crecer y madurar a otras personas, pero la mayoría eran amigos míos cuando yo también crecía. No tenía hijos, y sólo había podido observar atentamente a alguien que maduraba durante los cuatro años de mi amistad con esta niña. Comprendí que en muchos sentidos Aenea aún era como al cumplir los dieciséis años —cinco atrás, para ella—, aunque ahora estaba menos mofletuda, con pómulos más afilados y rasgos más firmes, caderas más anchas y senos más prominentes. Usaba pantalones de sarga, botas altas, una camisa verde que yo recordaba de Taliesin Oeste, una chaqueta color caqui que flameaba al viento. Sus brazos y piernas eran más fuertes, más musculosos, que en Vieja Tierra.

Todo había cambiado en ella. La niña había desaparecido. La reemplazaba una mujer, una mujer extraña que se me acercó deprisa por la tosca plataforma. No eran sólo los rasgos fuertes y las carnes más firmes. Era su solidez, su presencia. Aenea siempre había sido la persona más vital, más animosa, más completa que yo había conocido, aun en su niñez. Ahora la niña ya no estaba, o estaba sumergida en la adulta, y yo veía la solidez dentro de esa aura animada.

—¡Raul! —exclamó, acercándose y aferrándome los brazos.

Por un segundo creí que iba a besarme en la boca, como lo había hecho la niña de dieciséis años durante nuestros últimos minutos en vieja Tierra. En cambio, alzó la mano y me tocó la cara, acariciándome la mejilla. Sus ojos oscuros relucían con... ¿qué? No era mera alegría. Vitalidad, quizá. Felicidad, esperaba yo.

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