El ascenso de Endymion (47 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Me quedé mudo. Intenté hablar, me interrumpí, alcé la mano derecha para tocarle la mejilla, la bajé.

—Raul... caray. ¡Es tan bueno verte! —Ella me apartó la mano de la cara y me abrazó con violenta intensidad.

—Lo mismo digo, pequeña. —Le palmeé la espalda, sintiendo el tosco paño de su chaqueta.

Ella retrocedió sonriendo, me aferró los brazos.

—¿Fue terrible el viaje para conseguir la nave? Cuéntame.

—¡Cinco años! —exclamé—. ¿Por qué no me dijiste...?

—Lo dije. Lo grité.

—¿Cuándo? ¿En Hannibal? ¿Cuando yo estaba...?

—Sí. Luego grité que te amaba, ¿recuerdas?

—Recuerdo eso pero... si supieras... cinco años...

Ambos hablábamos al mismo tiempo. Quería contarle todo: los teleyectores, el cálculo renal en Vitus-Gray-Balianus B, la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete, el mundo nuboso, el calamar aéreo. Le hacía preguntas y no la dejaba responder.

Aenea sonreía de oreja a oreja.

—Estás igual, Raul. Estás igual. Pero claro, para ti sólo han sido un par de semanas de viaje y un sueño frío a bordo de la nave.

Sentí un chispazo de furia en medio del vértigo de felicidad.

—Maldición, Aenea. Debiste hablarme de la deuda temporal. Y de la teleyección a un mundo sin ríos ni suelo sólido. Pude haber muerto.

Aenea asentía.

—Pero no lo sabía con certeza, Raul. No había certidumbres... sólo las posibilidades habituales. Por eso A. Bettik y yo incluimos la vela en el kayak. —Sonrió de nuevo—. Parece que funcionó.

—Pero sabías que sería una larga separación. Años para ti. —No lo planteé como pregunta.

—Sí.

Me puse a hablar, sentí que mi enfado se disipaba tan pronto como había surgido, le cogí los brazos.

—Es bueno verte, pequeña.

Ella me abrazó de nuevo, besándome en la mejilla como cuando era niña y yo la divertía con bromas o comentarios.

—Vamos —dijo—. El turno vespertino ha terminado. Te mostraré nuestra plataforma y te presentaré a nuestra gente.

¿Nuestra plataforma?
La seguí por escalerillas y puentes que no había visto mientras caminaba con Rachel.

—¿Te encuentras bien, Aenea? ¿Está todo bien?

—Sí. —Ella miró por encima del hombro y me sonrió de nuevo—. Todo está bien, Raul.

Cruzamos una terraza en el costado de la más alta de las tres pagodas que estaban una encima de otra. La plataforma temblaba un poco mientras recorríamos la angosta terraza, y toda la estructura vibró cuando pisamos la estrecha plataforma que unía las pagodas. Noté que había gente que salía de la pagoda del oeste y cogía el angosto camino de la ladera.

—Esta parte tiembla, pero es muy resistente —dijo Aenea, notando mi aprensión—. Se abren agujeros en la roca y se insertan vigas de resistente pino bonsai. Eso soporta toda la infraestructura.

—Se deben pudrir —dije mientras la seguía por un puente colgante. Oscilamos en el viento.

—Así es. Las han reemplazado varias veces en los ocho siglos que tiene el templo. Nadie sabe cuántas veces. Sus registros son más endebles que los suelos.

—¿Y te han contratado para mejorar el lugar? —dije. Habíamos llegado a una terraza de madera color vino. En una punta había una escalerilla que conducía a otra plataforma y a un puente más angosto.

—Sí —dijo Aenea—. Soy en parte arquitecta, en parte maestra mayor de obras. Supervisé la construcción de un templo taoísta cerca de Potala cuando llegué, y el Dalai Lama pensó que podría terminar las obras en el Templo Suspendido en el Aire. Han sido motivo de frustración para varios aspirantes en las últimas décadas.

—Cuando llegaste —repetí. Habíamos llegado a una plataforma alta en el centro de la estructura. Estaba rodeada por barandas bellamente talladas y había dos pequeñas pagodas justo en el borde. Aenea se detuvo en la puerta de la primera pagoda.

—¿Un templo? —dije.

—Mi casa.

Aenea sonrió, señalando el interior. Me asomé. La habitación cuadrangular tenía sólo tres metros por tres, un piso de madera bruñida con dos pequeñas esteras
tatami
. Lo más asombroso era la pared de enfrente... que no existía. Habían puesto biombos
shoji
y la habitación terminaba en el aire.

Un sonámbulo podía precipitarse al vacío. La brisa que barría la ladera agitaba las hojas de tres ramas de sauce, puestas en una bella vasija color mostaza sobre una tarima de madera, contra la pared oeste. Era el único adorno.

—Nos quitamos los zapatos en los edificios, salvo en los corredores por donde pasaste antes —dijo Aenea. Me condujo a la otra pagoda. Era casi idéntica a la primera, salvo por los biombos
shoji
, que aquí estaban cerrados, y un diván en el piso—. Cosas de A. Bettik —dijo Aenea, señalando un armario pintado de rojo—. Aquí es donde dormirás tú. Entra.

Se quitó las botas, fue hasta la estera
tatami
, abrió el
shoji
y se sentó en la estera con las piernas cruzadas. Yo me quité las botas, apoyé la mochila en la pared sur y fui a sentarme junto a ella.

—Bien —dijo, cogiéndome de nuevo los brazos—. Cáspita.

Por un minuto no pude hablar. Me pregunté si la altitud o la abundancia de oxígeno me estaban provocando tanta emoción. Me puse a mirar las hileras de personas que salían del templo y recorrían las veredas y puentes. Frente a nuestra puerta abierta se erguía el reluciente macizo de Heng Shan, con hielos chispeantes a la luz del atardecer.

—Cielos, pequeña —murmuré—. Esto es hermoso.

—Sí. Y mortífero si no te andas con cuidado. Mañana A. Bettik te llevará a la ladera y te dará un curso para refrescar tus conocimientos de montañismo.

—Un curso para principiantes, mejor dicho.

No podía dejar de mirarle la cara, los ojos. Temía provocar una descarga eléctrica si le tocaba la piel. Recordé el cosquilleo que sentía cada vez que nos tocábamos cuando ella era niña.

—Bien, cuando llegaste aquí, el Dalai Lama, sea quien fuere, dijo que podías trabajar en el templo. ¿Pues cuándo llegaste aquí? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cuándo conociste a Rachel y Theo? ¿A quién más conoces aquí? ¿Qué sucedió después de que nos despedimos en Hannibal? ¿Qué pasó con la gente de Taliesin? ¿Te buscan las tropas de Pax? ¿Dónde aprendiste tanta arquitectura? ¿Todavía hablas con los leones y tigres y osos? ¿Cómo...?

Aenea se echó a reír y alzó una mano.

—Una cosa por vez, Raul. También yo necesito que me hables de tu viaje.

La miré a los ojos.

—Soñé que conversábamos —le dije—. Tú mencionabas los cuatro pasos... aprender el idioma de los muertos... aprender...

—El idioma de los vivos —concluyó ella—. Sí, yo también tuve ese sueño.

Sin duda enarqué las cejas.

Aenea sonrió y me cogió las manos. Tenía manos más grandes, y me cubrían el puño. Recordé que antes sus dos manos desaparecían en una de las mías.

—Recuerdo el sueño, Raul. Y soñé que tenías dolor en la espalda...

—Cálculo renal —dije con disgusto.

—Sí. Bien, supongo que si podemos compartir sueños a años-luz de distancia, todavía somos amigos.

—Años-luz —repetí—. De acuerdo, ¿cómo los recorriste, Aenea? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué otra cosa has sido?

Ella asintió y empezó a hablar. El viento que atravesaba los biombos le agitaba el cabello. Mientras hablaba, la luz del atardecer se intensificaba y trepaba por la alta montaña del norte y el peñasco del este y el oeste.

Aenea había sido la última en marcharse de Taliesin Oeste, pero eso fue sólo cuatro días después de que yo inicié mi viaje por el Mississippi. Los otros aprendices se habían marchado por diferentes teleyectores, y la nave de descenso había usado el resto de su potencia para trasladarlos a los portales: en el puente Golden Gate, en el borde del Gran Cañón, sobre los rostros de piedra del monte Rushmore, más allá de las oxidadas rampas de lanzamiento del parque histórico del Puerto Espacial Kennedy, al parecer en todo el hemisferio occidental de Vieja Tierra. El teleyector de Aenea estaba en la casa de adobe de una aldea pueblo, al norte de la desierta ciudad de Santa Fe. A. Bettik se había teleyectado con ella. Sentí un aguijonazo de celos, pero no dije nada.

Su primera teleyección la había llevado a un mundo de alta gravedad llamado Ixión. Pax tenía efectivos allí, pero se concentraban en el hemisferio opuesto. Ixión nunca se había recobrado totalmente de la Caída, y la alta meseta selvática adonde habían llegado Aenea y A. Bettik era un laberinto de malezas y ruinas pobladas por tribus guerreras de neomarxistas y resurgencistas nativoamericanos, una mezcla volátil desestabilizada por grupos de ARNistas errabundos que procuraban recobrar todas las especies registradas de los dinosaurios de Vieja Tierra.

Aenea contó la historia con gracia. Cómo ocultaron la piel azul de A. Bettik y su carácter de androide con grandes manchas de la pintura facial que usaban los lugareños, el descaro de una niña de dieciséis años exigiendo dinero —en este caso, alimentos y pieles— para dirigir obras de reconstrucción en las viejas ciudades de Canbar, Iliumut y Villa Mao... Pero había funcionado. No sólo Aenea había contribuido a reconstruir tres de los viejos centros urbanos y muchos hogares, sino que había iniciado una serie de «círculos de discusión» que atraían apersonas de varias tribus guerreras.

Aenea hablaba con reserva, pero quise saber qué eran esos «círculos de discusión».

—Nada del otro mundo. Ellos planteaban cosas, yo sugería temas de reflexión, la gente hablaba.

—¿Les enseñabas? —pregunté, pensando en la profecía según la cual la hija del cíbrido John Keats sería La Que Enseña.

—En el sentido socrático, supongo.

—¿Qué significa...? Ah sí.

Recordé que en la biblioteca de Taliesin me había iniciado en la lectura de Platón. Sócrates, maestro de Platón, enseñaba mediante preguntas, extrayendo verdades que ya estaban dentro de la gente. Yo pensaba que esa técnica era sumamente dudosa en el mejor de los casos.

Aenea continuó. Algunos miembros de su grupo de discusión se habían convertido en adherentes devotos que regresaban todas las noches y la seguían cuando ella se mudaba de una ciudad de Ixión a otra.

—Discípulos —señalé.

Aenea frunció el ceño.

—No me gusta mucho esa palabra, Raul.

Me crucé de brazos y miré el fulgor de las nubes de abajo y la brillante luz del atardecer en el pico del norte.

—Tal vez no te guste, pequeña, pero me parece la palabra correcta. Los discípulos siguiendo a su maestra por doquier, tratando de vislumbrar una nueva chispa de conocimiento.

—Alumnos siguiendo a su maestra —corrigió Aenea.

—De acuerdo —dije, pues no deseaba distraerla con una discusión—. Adelante.

No había mucho que contar acerca de Ixión, dijo ella. Aenea y A. Bettik estuvieron en ese mundo un año local, cinco meses estándar. La mayor parte de las construcciones se hacían con bloques de piedra y el diseño era clásico antiguo, casi griego.

—¿Qué hay de Pax? ¿Nunca fueron a curiosear?

—Algunos misioneros participaron en las discusiones. Uno de ellos, un tal padre Clifford, se hizo buen amigo de A. Bettik.

—¿No te denunció? Aún nos deben estar buscando.

—Estoy segura de que el padre Clifford no me denunció. Pero al fin algunos efectivos de Pax comenzaron a buscarnos en el hemisferio occidental donde trabajábamos. Las tribus nos ocultaron un mes más. El padre Clifford asistía a las discusiones nocturnas aun mientras los deslizadores sobrevolaban la jungla para encontrarnos.

—¿Qué sucedió?

Me sentía como un chiquillo que hacía preguntas sólo para que la otra persona siguiera hablando. Habían sido sólo unos meses de separación —incluido ese sueño frío lleno de sueños— pero había olvidado cuánto adoraba el sonido de la voz de mi joven amiga.

—Nada. Terminé el último trabajo, un viejo anfiteatro para obras dramáticas y reuniones comunitarias. A. Bettik y yo nos marchamos. Algunos de mis alumnos también se fueron.

Pestañeé.

—¿Contigo? —Rachel había dicho que había conocido a Aenea en un mundo llamado Amritsar y había viajado con ella hacia aquí. Tal vez Theo hubiera venido de Ixión.

—No, nadie vino conmigo desde Ixión —murmuró Aenea—. Tenían otros sitios adonde ir, cosas que enseñar.

La miré un instante.

—¿Quieres decir que los leones y tigres y osos ahora permiten que otros se teleyecten? ¿O se están abriendo todos los portales?

—No —respondió Aenea, aunque no supe a cuál pregunta—. Los teleyectores siguen muertos como siempre. Es sólo... algunos casos especiales.

Preferí no insistir en ello. Aenea continuó.

Después de Ixión, se había teleyectado al mundo de Alianza Maui.

—¡El mundo de Siri! —exclamé, recordando la voz de Grandam cuando me enseñaba las cadencias de los
Cantos
de Hyperion. Ese era el ámbito de uno de los cuentos de los peregrinos.

Aenea asintió y continuó. Alianza Maui había sido escenario de una revolución y de ataques de la Hegemonía en tiempos de la Red, se había recobrado durante el interregno de la Caída. Nuevos colonos habían llegado en tiempos de la expansión de Pax y los lugareños, en la mejor tradición de Siri, habían luchado desde sus islas móviles y junto a sus delfines hasta que la flota de Pax y la Guardia Suiza los aplastaron con dureza. Ahora Alianza Maui estaba totalmente cristianizado. Los residentes del único continente grande, el Archipiélago Ecuatorial, y los miles de islas migratorias eran enviados a «academias cristianas» para su reeducación.

Pero Aenea y A. Bettik habían atravesado una isla móvil que aún pertenecía a los rebeldes, grupos de neopaganos llamados siristas que navegaban de noche, flotaban entre archipiélagos migratorios de islas desiertas durante el día y combatían contra Pax en cada oportunidad.

—¿Qué construiste? —pregunté. Creía recordar por los
Cantos
que las islas móviles llevaban pocas cosas, excepto casas arbóreas bajo sus árboles-mástil.

—Casas arbóreas —dijo Aenea, sonriendo—. Muchas de ellas. Y algunas cúpulas subacuáticas. Allí pasaban los paganos casi todo el tiempo.

—Conque diseñaste casas arbóreas.

—¿Bromeas? Estos tíos, junto con los desaparecidos templarios de Bosquecillo de Dios, son los mejores constructores de casas arbóreas del espacio humano.
Aprendí
a construir casas arbóreas. Tuvieron la gentileza de permitir que A. Bettik y yo les ayudáramos.

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