El ascenso de Endymion (84 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Grandam asiente. Sus dedos se ocupan de la costura. Hay un cesto de ropa junto a ella.

—¿Y los doctores?

—La clínica era grande —digo—. Los cristianos la han ampliado desde la última vez que estuvimos en Puerto Romance. Las hermanas, las enfermeras, fueron muy amables durante las pruebas.

Grandam espera.

Miro el valle, donde el sol emerge de las oscuras nubes. La luz pinta las colinas, arroja sombras detrás de las rocas bajas y las cimas pedregosas, incendia los brezales.

—Es cáncer —digo—. La nueva variedad.

—Sabemos eso por el médico de Linde del Brezal —dice Grandam—. ¿Pero dijeron cuál era el pronóstico?

Recojo una camisa. Era de Trorbe pero ahora le pertenece a su hermano Ley, tío de Raul. Saco aguja e hilo del mandil y me pongo a coser el botón que Trorbe perdió antes de su último viaje de cacería al norte. Me ruborizo al pensar que cuando le di esta camisa a Ley le faltaba un botón.

—Recomiendan que acepte la cruz —digo.

—¿No hay cura? —pregunta Grandam—. ¿Con tantas máquinas y sueros?

—Había. Pero evidentemente usaban esa tecnología molecular...

—Nanotecnología —dice Grandam.

—Sí. Y la Iglesia la prohibió hace un tiempo. Los mundos más avanzados tienen otros tratamientos.

—Pero Hyperion no —dice Grandam y pone aparte la ropa que está remendando.

—Correcto. —Mientras hablo, me siento muy cansada, un poco mareada por los análisis y el viaje, y muy tranquila. Pero también muy triste. Raul y los demás niños ríen en la brisa.

—Y aconsejan aceptar la cruz —dice Grandam. La última palabra suena cortante y afilada.

—Sí. Un sacerdote joven y muy simpático me habló ayer durante horas.

Grandam me mira a los ojos.

—¿Y lo harás, Kaltryn?

Sostengo su mirada.

—No.

—¿Estás segura?

—Totalmente.

—Trorbe estaría vivo y con nosotros si hubiera aceptado el cruciforme la primavera pasada, como aconsejó el misionero.

—No mi Trorbe —digo, y desvío la mirada. Por primera vez desde que empezaron los dolores, hace siete semanas, estoy llorando. No por mí, lo sé, sino por el recuerdo de la sonrisa de Trorbe en ese último amanecer, cuando partió con sus hermanos a cazar ibson salado cerca de la costa.

Grandam me coge la mano.

—¿Estás pensando en Raul?

Niego con la cabeza.

—Todavía no. Dentro de pocas semanas, no pensaré en otra cosa.

—No debes preocuparte por eso —murmura Grandam—. Todavía recuerdo cómo criar un niño. Todavía tengo historias que contar y cosas que enseñar. Y mantendré viva tu memoria en él.

—Será tan pequeño cuando...

Grandam me aprieta la mano.

—Los niños recuerdan muy profundamente —murmura—. Cuando somos viejos y flaqueamos, los recuerdos de la infancia son los más fáciles de evocar.

El atardecer es brillante, pero mis lágrimas lo distorsionan. No miro a Grandam a la cara.

—No quiero que me recuerde sólo cuando sea viejo. Quiero verlo... todos los días... verlo jugar y crecer.

—¿Recuerdas los versos de Ryokan que te enseñé cuando eras apenas un poco mayor que Raul? —pregunta Grandam.

Me echo a reír.

—Me enseñaste docenas de versos de Ryokan, Grandam.

—El primero —dice la anciana.

Tardo sólo un instante en recordarlo. Recito tratando de evitar el sonsonete, tal como Grandam me enseñó cuando yo era un poco mayor de lo que hoy es Raul:

Qué feliz soy

yendo de la mano

con los niños

a recoger verduras jóvenes

en los campos de primavera.

Grandam ha cerrado los ojos. Ahora veo cuan delgado es el pergamino de sus párpados.

—Te gustaban esos versos, Kaltryn.

—Todavía me gustan.

—¿Y dicen algo sobre la necesidad de recoger verduras la semana próxima, el año próximo, o dentro de diez años, para ser feliz ahora?

Sonrío.

—Para ti es fácil decirlo, anciana —digo, atemperando mi impertinencia con una voz suave y afectuosa—. Tú has recogido verduras durante setenta y cuatro primaveras y planeas hacerlo por otras setenta.

—Creo que no serán tantas. —Grandam me aprieta la mano por última vez y la libera—. Pero lo importante es caminar con los niños ahora, en la luz primaveral de este atardecer, y recoger las verduras pronto, para la cena de hoy. Prepararé tu comida favorita.

Bato las palmas.

—¿La sopa viento norte? Pero las cebollas no están maduras.

—Lo están en los prados del sur, adonde envié a Lee y sus niños, Y tienen una olla llena. Ahora ve a buscar las plantas de primavera para sumarlas a la mezcla. Lleva a tu hijo y regresa antes del oscurecer.

—Te amo, Grandam.

—Lo sé. Y Raul te ama a ti, pequeña. Y yo cuidaré de que el círculo no se rompa. Ahora corre.

Despierto cayendo. Pero no estaba dormido. Las hojas del Árbol Estelar han cubierto de sombra las vainas para simular la noche y las estrellas del sistema externo resplandecen. Las voces no disminuyen. Las imágenes no se esfuman. Esto no es como soñar. Es un remolino de imágenes y voces, miles de voces en un coro, todas exigiendo que las oiga. Yo no recordaba la voz de mi madre hasta este momento. Cuando el rabino Schulmann gritó en polaco de Vieja Tierra y rezó en yiddish, no sólo entendí su voz sino sus pensamientos.

Estoy enloqueciendo.

—No, querido, no estás enloqueciendo —susurra Aenea. Está flotando contra la cálida pared, abrazándome. El cronómetro de mi comlog dice que el período de sueño en esta región de la Biosfera casi ha terminado, que dentro de una hora las hojas se alzarán para permitir que entre la luz del sol.

Las voces susurran, murmuran, conversan, sollozan. Las imágenes martillean mi cerebro como chispazos de color después de un golpe en la cabeza. Me encorvo sobre mí mismo, tensando los puños, apretando los dientes, las venas del cuello abultadas, como enfrentándome a un viento terrible o una oleada de dolor.

—No, no —dice Aenea, acariciándome la mejilla y las sienes. El sudor flota alrededor de mí como un nimbo amargo—. No, Raul, relájate. Eres muy sensible a esto, querido mío, tal como pensaba. Relájate y deja que las voces se calmen. Puedes controlarlo, querido. Puedes escuchar cuando desees, silenciarlas cuando debas.

—¿Pero nunca se irán? —pregunto.

—No muy lejos —susurra Aenea. Ángeles éxters flotan en la luz solar más allá de la barrera de hojas.

—¿Y has escuchado esto desde que eras bebé?

—Desde antes de nacer.

—Dios mío, Dios mío —digo, apoyándome los puños en los ojos—. Dios Mío.

Me llamo Amnye Machen Al Ata y tengo once años estándar cuando Pax llega a mi aldea, en Qom-Riyadh. Nuestra aldea está lejos de las ciudades, lejos de las carreteras y rutas aéreas, incluso lejos del trayecto de las caravanas que atraviesan el desierto rocoso y los Llanos Ardientes.

Durante dos días los cielos nocturnos han mostrado las naves de Pax ardiendo como brasas mientras van del este al oeste en lo que mi padre dice que es un lugar encima del aire. Ayer la radio de la aldea trajo órdenes del imán de Al-Ghazali, que oyó por las líneas telefónicas de Omar que todos los habitantes de los campamentos de los oasis de Parajes Altos y Llanos Ardientes deben reunirse fuera de sus
yurts
y esperar. Mi padre ha asistido a la reunión de los hombres, en la mezquita de paredes de barro de nuestra aldea.

El resto de mi familia aguarda fuera del
yurt
. Las otras treinta familias también esperan. El poeta de nuestra aldea, Farid ud-Din Attar, camina entre nosotros, tratando de calmar nuestros nervios con versos, pero aun los adultos están asustados.

Mi padre ha regresado. Le dice a mi madre que el mullah ha decidido que no podemos esperar a que nos maten los infieles. La radio de la aldea no ha podido comunicarse con la mezquita de Al-Ghazali u Omar. Mi padre piensa que la radio se ha roto de nuevo, pero el mullah cree que los infieles han matado a todos al oeste de los Llanos Ardientes.

Oímos estampidos frente a otros
yurts
. Mi madre y mi hermana mayor quieren correr, pero mi padre les ordena que se queden. Hay gritos. Miro el cielo, esperando que reaparezcan las naves infieles de Pax. Cuando miro abajo nuevamente, los agentes del mullah se aproximan a nuestro
yurt
, insertando cargadores en sus rifles. Tienen rostro adusto.

Mi padre ordena que nos tomemos de las manos.

—Dios es grande —dice.

—Dios es grande —respondemos.

Hasta yo sé que «Islam» significa sumisión a la misericordiosa voluntad de Alá.

En el último momento, veo los rescoldos en el cielo, las naves de Pax yendo de este a oeste por el cénit.

—¡Dios es grande! —exclama mi padre.

Oigo los disparos.

—Aenea, no sé qué significan estas cosas.

—Raul, no significan, son.

—¿Son reales?

—Tan reales como pueden ser los recuerdos, amor.

—¿Pero cómo? Oigo las voces, tantas voces, en cuanto toco una con la mente... son más fuertes, más nítidas que mis propios recuerdos.

—Aun así son recuerdos, amor.

—De los muertos.

—Éstos sí.

—Aprender su idioma...

—Debemos aprender su idioma en muchos sentidos, Raul. Sus lenguas... inglés, yiddish, polaco, parsi, tamil, griego, mandarín... pero también sus corazones. El alma de su memoria.

—¿Los que hablan son fantasmas, Aenea?

—No son fantasmas, amor. La muerte es definitiva. El alma es esa inefable combinación de memoria y personalidad que llevamos en vida. Cuando parte la vida, el alma también muere. Salvo lo que dejamos en el recuerdo de aquellos que nos amaron.

—Y estos recuerdos...

—Resuenan en el Vacío Que Vincula.

—¿Cómo? Todos esos miles de millones de vidas...

—Y miles de especies y miles de millones de años, amor. Hay recuerdos de tu madre, y de la mía, pero también las impresiones vitales de seres muy alejados de nosotros en el espacio y el tiempo.

—¿También yo puedo tocarlos, Aenea?

—Tal vez. Con tiempo y práctica. A mí me llevó años. Tratándose de formas de vida con otra historia evolutiva, aun las impresiones sensoriales son difíciles de aprehender, y mucho más sus pensamientos, recuerdos y emociones.

—¿Pero lo has hecho?

—Lo he intentado.

—¿Formas alienígenas como los seneschai aluit o los akerataeli?

—Mucho más alienígenas, Raul. Los seneschai vivieron ocultos en Hebrón cerca de los colonos humanos durante generaciones. Y son empatas. Las emociones eran su lenguaje primario. Los akerataeli son muy diferentes de nosotros, pero no tan diferentes de las entidades del Núcleo que visitó mi padre.

—Me duele la cabeza, pequeña. ¿Puedes ayudarme a silenciar estas voces e imágenes?

—Puedo ayudarte a moderarlas, amor. Nunca cesarán del todo mientras vivamos. Esta es la bendición y el peso de la comunión con mi sangre. Pero antes de mostrarte cómo moderarlas, escucha unos minutos más. Pronto amanecerá.

Mi nombre era Lenar Hoyt, sacerdote, pero ahora soy el papa Urbano XVI, y celebro la Misa de Resurrección para el cardenal John Domenico Mustafa en la Basílica de San Pedro, con más de quinientos importantes fieles del Vaticano.

De pie ante el altar, las manos tendidas, leo la Plegaria de los Fieles.

Invocamos a nuestro Padre Todopoderoso,

Quien levantó a Su Hijo Cristo de entre los muertos

para la salvación de todos.

El cardenal Lourdusamy, que oficia de diácono en esta misa, entona:

Que pueda regresar a la perpetua compañía de los fieles,

este difunto cardenal, John Domenico Mustafa,

que una vez recibió la semilla de la vida eterna por el bautismo,

rogamos al Señor.

Que él, que ejerció el oficio episcopal en la Iglesia

y en el Santo Oficio mientras vivía,

pueda nuevamente servir a Dios en su vida renovada,

rogamos al Señor.

Que pueda dar a las almas de nuestros hermanos, hermanas, familiares

y benefactores

la recompensa por su labor,

rogamos al Señor.

Que Él reciba en la luz de Su semblante

a todos los que duermen a la espera de la resurrección,

y les otorgue esa resurrección,

para que puedan servirle mejor,

rogamos al Señor.

Que Él asista y conforte

a los hermanos y hermanas

que sufren aflicción por los ataques de los impíos

y la burla de los reprobos,

rogamos al Señor.

Que un día Él llame a Su glorioso reino

a todos los que están reunidos aquí en fe y devoción,

y nos otorgue la bendición

de la resurrección temporal en nombre de Cristo,

rogamos al Señor.

Mientras el coro canta la
Antífona del Ofertorio
y la congregación se arrodilla en silencio, esperando la Sagrada Eucaristía, doy media vuelta y digo:

—Recibe, Señor, estos dones que te ofrecemos en nombre de Tu servidor, el cardenal John Domenico Mustafa; Tú diste la recompensa del alto sacerdocio en este mundo; que él se una brevemente con Tus santos en el Reino de los Cielos y regrese a nos por Tu Sacramento de la Resurrección. A través de Cristo nuestro Señor.

—Amén —responde la congregación al unísono.

Camino hacia el nicho de resurrección del cardenal Mustafa y lo rocío con agua bendita, rezando:

Padre, Dios Todopoderoso y eternamente vivo,

siempre y por doquier debemos darte gracias

a través de Jesucristo Nuestro Señor.

En Él, que se levantó de entre los muertos,

amaneció nuestra esperanza de resurrección.

La tristeza de la muerte es reemplazada

por la brillante promesa de la inmortalidad.

Señor, para tu pueblo fiel la vida cambia y se renueva, en vez de terminar.

Cuando nuestra morada corporal y terrenal yace en la muerte,

confiamos en que Tu misericordia y Tu milagro la renueven.

Y así, con todos los coros de ángeles del Cielo

proclamamos Tu gloria

y nos unimos a su incesante himno de alabanza.

El gran órgano de la Basílica resuena mientras el coro comienza a cantar el
Sanctus:

Santo, santo, santo Señor Dios poderoso,

el cielo y la tierra están llenos de Tu gloria.

Hosanna en las alturas.

Bendito el que viene en nombre del Señor,

hosanna en las alturas.

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