El ascenso de Endymion (95 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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O bien (y ésta es la explicación que he llegado a aceptar) yo mismo escribí esa nota mientras estaba totalmente sumergido, «poseído» sería mejor palabra, en la personalidad de Aenea, mientras buscaba su esencia en el Vacío y en mis recuerdos. Esta teoría es la menos grata para mí, pero congenia con la única opinión que expresó Aenea acerca del trasmundo, basada en la tradición judaica de creer que la gente sigue viviendo después de la muerte sólo en el corazón y el recuerdo de aquellos a quienes amaron, a quienes sirvieron y a quienes salvaron.

De cualquier modo, escribí durante más meses, comencé a ver la verdadera inmensidad —y futilidad— de la valiente búsqueda de Aenea y su desesperado sacrificio, y entonces concluí mis frenéticos escritos, encontré el coraje para describir la terrible muerte de Aenea y mi propia impotencia mientras ella moría; sollocé mientras imprimía las últimas páginas de micropergamino, las leí, las reciclé, ordené a la pizarra que conservara toda la narración en su memoria y cerré la pizarra por lo que creí la última vez.

Aenea no apareció. No me liberó de mi cautiverio. Estaba muerta. Sentí su ausencia en el universo tan claramente como había sentido las resonancias del Vacío Que Vincula desde mi comunión.

Así que me acosté en mi celda de Schrödinger, traté de dormir, me olvidé de comer y esperé la muerte.

Algunas de mis exploraciones entre las voces de los muertos habían llevado a revelaciones que no tenían relevancia directa en mi narración. Algunas eran personales y privadas, ensoñaciones donde mi difunto padre cazaba con sus hermanos, por ejemplo, y que mostraban la generosidad de ese hombre parco que yo no había conocido, o crónicas de crueldad humana que, como los recuerdos de Jacob Schulmann del olvidado siglo veinte, actuaban sólo como subtexto para mi comprensión profunda de la barbarie de hoy.

Pero otras voces...

Había concluido la narración de mi vida con Aenea y esperaba la muerte, durmiendo cada vez más, esperando que el acontecimiento cuántico decisivo ocurriera mientras yo dormía, consciente del texto guardado en la memoria de mi pizarra y preguntándome si alguien hallaría alguna vez un modo de entrar en mi celda de Schrödinger sin hacerla estallar y encontraría mi relato, quizá dentro de siglos, cuando me dormí de nuevo y tuve este sueño. Supe de inmediato que no era un sueño común —ese baile ondulatorio de posibilidades— sino la llamada de una de las voces de los muertos.

En mi sueño, el cónsul de la Hegemonía tocaba el Steinway en el mirador de su nave espacial de ébano —esa nave que yo conocía tan bien— mientras grandes saurios verdes bramaban en los pantanos cercanos. Estaba tocando Schubert. No reconocí el mundo que se veía por el mirador, pero era un lugar de plantas enormes y primitivas, majestuosos nubarrones y rugidos estremecedores.

El cónsul era un hombre más menudo de lo que yo había imaginado. Cuando terminó de tocar, guardó silencio un instante en el crepúsculo hasta que la nave habló con una voz que no reconocí, una voz más inteligente y más humana.

«Muy bonito —dijo la nave—. Realmente muy bonito.»

—Gracias, John —dijo el cónsul, levantándose y cerrando el mirador. Comenzaba a llover.

«¿Todavía insistes en ir a cazar por la mañana?», preguntó la voz de la nave, que no era la voz que yo le conocía.

—Sí —dijo el cónsul—. Es algo que hago aquí en ocasiones.

«¿Te gusta el sabor de la carne de dinosaurio?», preguntó la IA de la nave.

—En absoluto. Totalmente indigesta. Pero disfruto de la cacería.

«Quieres decir del riesgo.»

—Eso también. —El cónsul rió entre dientes—. Aunque soy prudente.

«¿Y si mañana no regresas de la cacería?», preguntó la nave. Era la voz de un joven con acento británico de Vieja Tierra.

El cónsul se encogió de hombros.

—Hemos pasado más de seis años explorando los viejos mundos de la Hegemonía. Conocemos la historia... caos, guerra civil, hambre, fragmentación. Hemos visto el fruto de la Caída de los Teleyectores.

«¿Crees que Gladstone se equivocó al ordenar ese ataque?»

El cónsul se sirvió un brandy y lo llevó a la mesa de ajedrez, cerca de la biblioteca. Se sentó y miró las piezas del juego, ya trabadas en batalla en el tablero.

—En absoluto —dijo—. Hizo lo correcto. Pero el resultado es triste. Pasarán décadas, quizá siglos hasta que la Red comience a cobrar una nueva forma. —Había calentado el brandy mientras hablaba. Bebió un sorbo—. ¿Quieres que terminemos la partida, John?

Un holo apareció en el asiento de enfrente. Era un joven apuesto de ojos claros y castaños, frente baja, mejillas huecas, nariz compacta, mandíbula firme y una boca ancha que sugería una virilidad serena y cierta hostilidad. El joven usaba blusa amplia y pantalones ceñidos. Tenía un cabello castaño rojizo, espeso y muy rizado. El cónsul sabía que una vez habían descrito a su huésped como poseedor de un «rostro vivaz y seductor» y lo atribuía a la elocuente expresividad que acompañaba la gran inteligencia y vitalidad del joven.

«Tu turno», dijo John.

El cónsul estudió sus opciones y movió un alfil.

John respondió de inmediato, señalando un peón que el cónsul movió obedientemente. El joven lo miró con franca curiosidad.

«¿Y si no regresas mañana de la cacería?», insistió.

Arrancado de su ensoñación, el cónsul sonrió.

—Entonces la nave es tuya. Obviamente es tuya de todos modos. —Hizo retroceder el alfil—. ¿Qué harás, John, si aquí terminan nuestros viajes juntos?

John le indicó que moviera su torre y respondió.

«Llevarla de vuelta a Hyperion. Programarla para regresar con Brawne si todo está bien. O posiblemente con Martin Silenus, si el viejo aún está vivo y trabajando en sus
Cantos

—¿Programarla? —le preguntó el cónsul, mirando el tablero—. ¿Quieres decir que dejarías la IA de la nave? —Movió el alfil en diagonal.

«Sí —dijo John, pidiéndole que hiciera avanzar su peón—. Lo haré en los próximos días, de todos modos.»

El cónsul miró el tablero, miró el holograma que tenía enfrente, miró de nuevo el tablero.

—¿Adonde irás? —preguntó, y movió la dama para proteger su rey.

«De vuelta al Núcleo», dijo John, moviendo la torre dos casillas.

—¿Para enfrentarte de nuevo con tu creador? —preguntó el cónsul, atacando de nuevo con el alfil.

John negó con la cabeza. Tenía un porte elegante y la costumbre de apartarse los rizos de la frente con un grácil movimiento de la cabeza.

«No —murmuró—, para crear revuelo entre las entidades del Núcleo. Para acelerar sus incesantes guerras civiles y rivalidades intestinas. Para ser lo que mi original fue para la comunidad poética, un factor irritante.» Señaló el movimiento de su caballo restante.

El cónsul evaluó la maniobra, consideró que no era una amenaza y miró su alfil.

—¿Por qué? —preguntó al fin.

John sonrió de nuevo y señaló el cuadrado donde debía aparecer su torre.

«Mi hija necesitará esa ayuda dentro de pocos años —dijo. Rió entre dientes—. Bien, dentro de doscientos setenta y pico de años. Jaque mate.»

—¿Qué? —exclamó el cónsul, estudiando el tablero—. No puede ser...

John esperó.

—Maldición —masculló el cónsul, tumbando su rey—. ¡Maldición, condenación!

«Sí —dijo John, extendiendo la mano—. Gracias de nuevo por una grata partida. Y espero que la cacería de mañana te resulte mejor.»

—Maldición —repitió el cónsul, y sin pensar intentó estrechar la mano del holograma. Por centésima vez sus dedos sólidos atravesaron la palma insustancial del otro—. Maldición.

Esa noche, en la celda de Schrödinger, desperté con dos palabras vibrando en mi mente.

—¡El hijo!

El conocimiento de que Aenea había estado casada antes de nuestra relación, el conocimiento de que había tenido un hijo, ardía en mi alma y mis entrañas como una brasa, pero salvo por mi obsesiva curiosidad por el quién y el porqué —una curiosidad no satisfecha al interrogar a A. Bettik, Rachel y los demás que la habían visto partir durante su odisea, que ignoraban adonde había ido y con quién— no había considerado la realidad de ese hijo, vivo en alguna parte del mismo universo que yo habitaba. Su hijo. La idea me daba ganas de llorar por varios motivos.

«El niño no está en un sitio donde yo pueda encontrarlo», había dicho Aenea.

¿Dónde estaría ahora? ¿Qué edad tendría? Me senté en mi catre y reflexioné. Aenea acababa de cumplir veintitrés años estándar cuando falleció. Corrección: cuando fue brutalmente asesinada por el Núcleo y sus títeres de Pax. Al cumplir los veinte había desaparecido un año, once meses, una semana y seis horas. El niño debía tener tres años estándar, más el tiempo que yo hubiera pasado en la celda de Schrödinger. ¿Ocho meses? ¿Diez? No lo sabía, pero si el niño estaba vivo... o la niña... Dios mío. Nunca le había preguntado a Aenea si era varón o mujer, y ella no lo había mencionado la única vez que habíamos hablado del asunto. Yo me había preocupado tanto por mi propio dolor y mi pueril sensación de injusticia que no había pensado en preguntárselo. Qué idiota había sido. El hijo o hija de Aenea ahora tendría cuatro años estándar. Caminaba, sin duda. Y hablaba. Por Dios, su hijo sería un ser humano racional a estas alturas, hablando, haciendo preguntas... muchas preguntas, si mis pocas experiencias con niños servían como pista... aprendiendo a pasear, pescar y amar la naturaleza...

Nunca había preguntado a Aenea el nombre de su hijo. Me ardieron los ojos y se me cerró la garganta con el doloroso reconocimiento de este hecho. De nuevo, ella no había querido hablar de esa época de su vida y yo no había preguntado, y en las semanas que compartimos después me convencí de que no quería contrariarla con preguntas que a ella la harían sentir culpable y a mí me harían sentir cruel. Pero Aenea no había demostrado culpa al hablarme de su boda y su hijo. Con franqueza, por eso yo me sentía tan furioso e inerme. Pero eso no había impedido que fuéramos amantes. Como decía la nota que yo había encontrado meses atrás, la nota que atribuía a Aenea, «amantes de quienes cantarían los poetas». La existencia de ese breve matrimonio y ese hijo no había impedido que nos sintiéramos como amantes que nunca habían experimentado esa emoción con otra persona.

Y tal vez ella no la había experimentado, comprendí. Yo siempre había pensado que su matrimonio se debía a una pasión repentina, un impulso, pero ahora lo veía de otra manera. ¿Quién era el padre? La nota de Aenea decía que ella me amaba prospectiva y retrospectivamente, que es precisamente lo que yo sentía por ella; era como si siempre la hubiera amado, como si hubiera esperado toda mi vida para descubrir la realidad de ese amor. ¿Y si el matrimonio de Aenea no hubiera obedecido al amor, la pasión o el impulso sino a la conveniencia? No, no es la palabra correcta. ¿Necesidad?

Los templarios, los éxters, la Iglesia de la Expiación Final y otros habían profetizado que la madre de Aenea, Brawne Lamia, tendría una hija, La Que Enseña, Aenea. Según los
Cantos
del viejo poeta, el día en que el segundo cíbrido John Keats murió físicamente y Brawne Lamia luchó para refugiarse en el Templo del Alcaudón, los devotos del Alcaudón habían cantado «Bendita sea la madre de nuestra salvación, bendita sea la herramienta de nuestra expiación». La salvación era Aenea misma.

¿Y si Aenea estaba destinada a tener un hijo para continuar este linaje de profetas, de mesías?
Yo no había oído profecías de este tipo, pero durante los meses en que narraba la vida de Aenea había hecho un descubrimiento indiscutible: Raul Endymion era lento y torpe, habitualmente el último en entender. Tal vez hubiera profecías sobre otra La Que Enseña, o tal vez este hijo tuviera poderes diferentes y visiones que el universo y la humanidad estaban esperando. Obviamente yo no sería el padre de ese segundo mesías. La unión del segundo cíbrido John Keats y Brawne Lamia había sido, según Aenea, la gran conciliación entre los mejores elementos del TecnoNúcleo y la humanidad. Se habían necesitado las aptitudes y percepciones de las IAs y los seres humanos para crear la capacidad de ver directamente en el Vacío Que Vincula, para que la humanidad al fin aprendiera el idioma de los muertos y de los vivos. Empatía era otro nombre de esa aptitud, y Aenea había sido la Hija de la Empatía, si algún título le sentaba.

¿Quien podía ser el padre de su hijo?

La respuesta me golpeó como un rayo. Por un segundo quedé tan conmocionado por la lógica del asunto que estuve seguro de que el detector de partículas que operaba en la pared energética de mi prisión había detectado la emisión de una partícula y había liberado el cianuro. Qué ironía, comprender y morir en el mismo momento.

Pero no era el aire envenenado, sólo una fuerte certidumbre y el impulso aún más fuerte de actuar.

Había otro jugador en el ajedrez cósmico que Aenea y los demás habían jugado durante trescientos años, ese mítico Observador alienígena que Aenea había mencionado brevemente dentro de diversos contextos. Los leones y tigres y osos, seres tan poderosos que podían secuestrar la Vieja Tierra y llevarla a la Nube Magallánica Menor en vez de presenciar su destrucción, habían enviado —según Aenea— uno o más Observadores en los últimos siglos, entidades que, según mi interpretación de lo que había dicho Aenea, habían cobrado forma humana y habían estado entre nosotros todo el tiempo. Esto habría sido relativamente fácil durante la era de Pax, con la inmortalidad virtual del cruciforme. Y por cierto había otros que, como el antiguo poeta Martin Silenus, habían conservado la vida con una combinación de medicina de la Red de Mundos, tratamientos Poulsen y mera determinación.

Martin Silenus era viejo, tal vez el ser humano más viejo de la galaxia, pero sin duda no era el Observador. El autor de los
Cantos
era demasiado empecinado, demasiado activo, demasiado visible para el público, demasiado soez y demasiado irritante para ser el frío delegado de especies alienígenas tan poderosas que podían destruirnos en un abrir y cerrar de ojos. O eso suponía yo.

Pero en alguna parte —tal vez alguna parte que nunca había visitado y no podía imaginar— ese Observador había estado esperando y observando con forma humana. Tenía sentido que Aenea hubiera sido obligada —por la profecía, y también por esa necesidad de una evolución humana sin obstáculos que ella predicaba— a teleyectarse a ese mundo distante donde el Observador esperaba, lo conociera, copulara con él y llevara ese niño al universo. Así se reconciliarían el Núcleo, la humanidad y esos distantes Otros.

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