Authors: John Norman
Kuurus bebía y los observaba, y su rostro no revelaba ningún sentimiento.
De pronto, una figura pequeña irrumpió por la puerta de la taberna, y rodó por la escalera, mientras profería gritos. Se incorporó deprisa, como un animal pequeño y redondo, un animal de cabeza grande y desordenados cabellos castaños. Tenía un ojo más grande que el otro. Incluso de pie alcanzaba a lo sumo a la cintura de un hombre normal.
—¡No lastiméis a Hup! —exclamó—. ¡No lastiméis a Hup!
—Es Hup el Loco —dijo alguien.
El ser deforme avanzó cojeando y saltando y se escondió detrás del mostrador, donde estaba el hombre de la túnica sucia, ocupado en limpiar un cuenco.
—¡Esconde a Hup! —exclamó—. ¡Esconde a Hup! ¡Por favor, escóndeme!
—¡Sal de aquí, Hup el Loco! —exclamó el hombre, y golpeó al enano con el dorso de la mano.
—¡No! —gritó Hup—. ¡Quieren matar a Hup!
—En la Gloriosa Ar no hay lugar para los mendigos —gruñó uno de los hombres sentados frente a las mesas.
Los harapos de Hup habían correspondido otrora a la Casta de los Alfareros, pero era difícil saber a qué atenerse. Era como si le hubiesen quebrado los huesos de las manos. Era evidente que tenía una pierna más corta que la otra. Hup se restregaba las manos minúsculas y deformes, y miraba ansioso alrededor. Intentó tontamente ocultarse detrás de un grupo de hombres, pero éstos lo arrojaron al centro del cuadrado de arena. Como un animal dominado por el pánico, se arrastró hacia una de las mesas bajas, pero sólo consiguió derramar el líquido de los cuencos y los hombres lo sacaron de allí descargando puñetazos y puntapiés sobre la espalda de la infeliz criatura. Gemía y gritaba, y corría de un lugar a otro. Después, a pesar de las protestas del propietario, pasó sobre el mostrador y se refugió detrás.
Salvo Kuurus, los parroquianos festejaron con risas la escena.
Un momento después cuatro hombres, individuos armados y corpulentos, las túnicas adornadas con rayas azules y amarillas, irrumpieron por la puerta y entraron en la habitación.
—¿Dónde está Hup el Loco? —exclamó el líder, un individuo alto a quien faltaban varios dientes, y que tenía una cicatriz sobre el ojo derecho.
Los hombres comenzaron a buscar por todo el salón.
—¿Dónde está Hup? —volvió a preguntar al propietario el jefe del grupo.
—Habrá que buscarlo —dijo el propietario, e hizo un guiño al jefe de la partida, quien sonrió.
—No —dijo el propietario, y fingió que miraba con mucho cuidado detrás del mostrador—. Me parece que Hup el Loco no está aquí.
—Entonces habrá que buscarlo en otro lugar —respondió el jefe de los hombres, con el aire de quien se siente decepcionado.
—Así parece —dijo el propietario. Pero después de una pausa cruel, exclamó—: ¡No! ¡Esperad! ¡Aquí hay algo! —e inclinándose detrás del mostrador emergió un instante después con un bulto casi animal que era Hup el Loco, una masa que se debatía y gritaba aterrada, y que salió disparada hacia los brazos del jefe de los hombres.
—Caramba —exclamó el hombre—, ¡es él! ¡Es Hup el Loco!
—¡Piedad, amos! —exclamó Hup, que gritaba y se debatía.
Los tres hombres restantes, todos mercenarios, quizás antaño miembros de la Casta de los Guerreros, rieron ante los frenéticos esfuerzos de la minúscula y deforme masa palpitante.
Muchos de los parroquianos se rieron de las dificultades del pequeño loco.
En efecto, Hup era un ser feo; tenía el cuerpo pequeño, pero al mismo tiempo grueso, casi bulboso, y bajo la sucia túnica se adivinaba una protuberancia grotesca. Tenía una pierna más corta que la otra, la cabeza era demasiado grande comparada con el cuerpo, y un ojo era más grande que el otro. Los pies minúsculos trataban de golpear al hombre que lo retenía.
—¿Realmente pensáis matarlo? —preguntó uno de los clientes.
—Esta vez morirá —dijo el hombre que sostenía a Hup—. Se atrevió a pronunciar el nombre de Portus y a pedirle una moneda.
En general, los goreanos no miran con buenos ojos la mendicidad, y algunos la consideran un insulto, un insulto a ellos personalmente y a su ciudad. Cuando es necesario apelar a la caridad, por ejemplo si un hombre no puede trabajar o una mujer está sola, el asunto suele organizarse a través de la casta, y otras veces a través del clan, que no depende directamente de la casta, sino de los vínculos de sangre hasta el quinto grado. Si en efecto uno no tiene casta ni clan, como quizá era el caso del pequeño loco llamado Hup, y no puede trabajar, es probable que su vida sea muy miserable, y que no dure mucho. Más aún, los goreanos se muestran muy sensibles con los nombres, y con las personas que pueden pronunciarlos. Por ejemplo, en general los esclavos no llaman por su nombre a los hombres libres. Kuurus supuso que Portus, sin duda un individuo importante, había sido molestado más de una vez por el pequeño Hup, y ahora había decidido eliminarlo.
El hombre que sostenía con una mano al inquieto Hup lo abofeteó con la otra, y después lo arrojó a uno de sus tres compañeros, que lo maltrató del mismo modo. La gente de la taberna reaccionó con risas cuando el cuerpo del enano voló de un lado al otro, golpeando a veces contra la pared o las mesas. Al fin, sangrando y casi incapaz de gemir, Hup se convirtió en una especie de pelota temblorosa, la cabeza entre las piernas, las manos aferradas a los tobillos. Los cuatro hombres, que habían acabado por reunirse en el cuadrilátero de arena, lo golpearon sin descanso.
Al fin, el hombre corpulento que parecía ser el jefe asió a Hup de los cabellos y lo obligó a levantar la cabeza para mostrar el cuello; sostenía en la mano derecha un cuchillo curvo, pequeño, de hoja gruesa, el cuchillo curvo de Ar, que se utiliza envainado en el deporte del mismo nombre; pero ahora el cuchillo no estaba envainado.
Los ojos del pequeño Hup estaban firmemente cerrados y le temblaba todo el cuerpo.
—¡Mantenedlo sobre la arena! —advirtió el propietario de la taberna.
El jefe de los perseguidores del pequeño Hup se echó a reír y miró a los clientes, pues sabía muy bien que todos esperaban ansiosos el golpe definitivo.
Pero su rostro cobró una expresión diferente cuando miró a los ojos de Kuurus, de la Casta de los Asesinos.
Con la mano izquierda, Kuurus apartó el cuenco de Paga.
Hup abrió los ojos, sorprendido porque aún no había sentido el corte cruel del acero.
También él miró a los ojos de Kuurus, sentado en las sombras, delante de la pared, las piernas cruzadas, el rostro inconmovible.
—¿Eres mendigo? —preguntó Kuurus.
—Sí, amo —dijo Hup.
—¿Obtuviste buenas ganancias hoy? —preguntó Kuurus.
Hup lo miró atemorizado.
—Sí, amo —dijo—. ¡Sí!
—Entonces, tienes dinero —dijo Kuurus, y se puso de pie detrás de la mesa, y al mismo tiempo colgó del hombro la espada corta envainada.
Desesperado, Hup metió una mano pequeña y nudosa en el bolso, y arrojó a Kuurus una moneda, un discotarn, de cobre. Kuurus la recibió y la depositó en uno de los bolsillos de su cinturón.
—No interfieras —rugió el hombre que sostenía el cuchillo.
—Somos cuatro —dijo otro, y llevó la mano a la espada.
—Recibí dinero —dijo Kuurus.
Los clientes y las muchachas comenzaron a alejarse de las mesas.
—Somos Guerreros —dijo otro.
De pronto, una moneda de oro cayó sobre la mesa, frente al Asesino. Todos los ojos se volvieron hacia un hombre regordete, vestido con una túnica de seda azul y amarilla.
—Soy Portus —dijo—. No interfieras, Asesino.
Kuurus recogió la moneda, la palpó y después miró a Portus.
—Ya he recibido dinero —dijo.
Portus contuvo una exclamación.
Los cuatro guerreros se pusieron de pie. Cinco hojas salieron de las vainas con un único sonido. Gimiendo, Hup se arrastró fuera de la arena.
El primer Guerrero se abalanzó sobre el Asesino, pero en la oscuridad del fondo del salón era difícil ver qué ocurría. Nadie oyó el choque de los aceros, pero todos vieron el cuerpo del hombre caído sobre la mesa baja. Después, la forma oscura del Asesino fue como una sombra veloz en la sala, y los tres guerreros saltaron hacia él, pero pareció que no podían encontrarlo, y otro hombre, sin que sintiese siquiera el centelleo del acero, cayó de rodillas y hundió el rostro en la arena. Los dos hombres restantes también atacaron, pero sus armas ni siquiera encontraron las del Asesino, que pareció despreciar la posibilidad de cruzar con ellos el acero; sin el más mínimo ruido el tercer hombre se apartó de la hoja del Asesino, en el rostro una expresión de sorpresa; dio dos pasos y cayó: el cuarto hombre atacó, pero no pudo hallar la sombra que pareció moverse a un costado; y ahora, antes incluso de que el cuarto hombre hubiese caído, la sombra volvió a envainar su arma. Ahora el Asesino recogió la moneda de oro y miró al sorprendido y sudoroso Portus. Después, el Asesino arrojó la moneda a los pies de Hup el Loco.
—Un regalo para Hup el Loco —dijo el Asesino—, un regalo de Portus, que es bondadoso.
Hup se apoderó de la moneda de oro y salió corriendo de la estancia.
Kuurus regresó a su mesa, y se sentó con las piernas cruzadas, como antes. De nuevo la espada corta descansó a su derecha, sobre la mesa. Levantó el cuenco y bebió.
Kuurus no había terminado el contenido del cuenco cuando sintió que alguien se aproximaba. Ahora la mano derecha de Kuurus descansaba sobre el pomo de la espada corta.
El hombre era Portus, pesado y regordete, ataviado con una túnica de seda azul y amarilla. Se aproximó con expresión ansiosa, las manos abiertas y separadas del cuerpo, sonriendo para congraciarse.
Se sentó frente a Kuurus, y en un gesto prudente apoyó las manos sobre las rodillas.
Kuurus no dijo nada pero le observó.
El hombre sonrió, pero Kuurus no le imitó.
—Bienvenido, matador —dijo el hombre, dirigiéndose al Asesino con el término que para esa casta es un título de respeto.
Kuurus no se movió.
—Veo que usas tu tocado especial —dijo el hombre—, la daga.
Kuurus lo examinó, la carne abundante bajo la túnica de seda azul y amarilla. Le llamó la atención la caída de la prenda sobre el brazo derecho del hombre.
La espada corta salió de la vaina.
—Necesito protegerme —dijo el hombre, sonriendo, mientras la hoja de Kuurus se deslizaba en el interior de la manga, apartaba la seda y revelaba la vaina atada al antebrazo.
Sin apartar los ojos del hombre, Kuurus cortó las tiras que sujetaban la vaina al antebrazo, y con un breve movimiento de la hoja envió a cierta distancia la vaina y su daga.
—Opino —dijo el hombre— que es conveniente que los hombres de túnica negra se encuentren nuevamente entre nosotros.
Kuurus asintió, aceptando ese criterio.
—¡Traed bebida! —ordenó imperiosamente el hombre regordete a una de las jóvenes, que se apresuró a obedecer. Después se volvió de nuevo hacia Kuurus y sonrió amablemente—. La situación ha sido difícil en Ar —dijo el hombre— desde el derrocamiento de Kazrak, de Puerto Kar, Administrador de la ciudad, y después del asesinato de Om, el Supremo Iniciado de la ciudad.
Kuurus había oído hablar de estas cosas. Kazrak, que había sido Administrador de la ciudad durante varios años, finalmente había tenido que abandonar el cargo, sobre todo a causa de la agitación de ciertos grupos de los Iniciados y los Mercaderes, que tenían varias quejas contra el Administrador. Kazrak había ofendido a la Casta de los Iniciados principalmente porque había cobrado impuestos sobre las vastas posesiones que esa gente tenía en la ciudad, y en ciertos casos había anulado las decisiones de los Iniciados, imponiendo en cambio los decretos de los tribunales administrativos. Con sus interpretaciones de los sacrificios y sus discursos, principalmente ante un público formado por miembros de las castas inferiores, los Iniciados habían inducido a muchos habitantes de la ciudad a creer que Kazrak no gozaría por mucho tiempo del favor de los Reyes Sacerdotes. Después del asesinato de Om, que había mantenido una relación más o menos buena con el Administrador, el nuevo Iniciado Supremo, Complicius Serenus, mientras estudiaba los presagios del bosko blanco sacrificado en la Fiesta de la Cosecha, con aparente horror había descubierto que se manifestaban contra Kazrak. Otros Iniciados habían querido examinar los presagios, pues eran expertos en la lectura del hígado del bosko, pero, aunque aterrorizado, Complicius Serenus había arrojado el hígado al fuego, presumiblemente con el propósito de que tan siniestros presagios fuesen destruidos inmediatamente. Después, se había desplomado, sollozando, sobre el pilar del sacrificio, pues era bien sabido que había sido gran amigo del Administrador. Podía afirmarse que a partir de ese episodio Kazrak había perdido la confianza de la ciudad, y sobre todo de los miembros de las castas inferiores. Un peligro suplementario estaba representado por las medidas de control que él había adoptado y que limitaban ciertos monopolios importantes para algunos grupos de mercaderes, y sobre todo para los que se ocupaban de la fabricación de ladrillos y la distribución de sal y aceite de tharlarión. Además, había aplicado limitaciones a los juegos y los concursos de Ar, de modo que la pérdida de vidas había llegado a ser infrecuente, incluso entre los esclavos que participaban en los encuentros. Se argüía que los ciudadanos de Ar no podrían conservar su fuerza y su coraje si no se acostumbraban a la visión de la sangre, el peligro y la muerte. Y como Kazrak pertenecía a Puerto Kar, una ciudad que no estaba en buenos términos con Ar, y tampoco con otras ciudades goreanas, en todos estos asuntos se insinuaba un movimiento de sedición. Más aún, Kazrak había sido uno de los jefes de las fuerzas que habían defendido Ar en tiempos de su guerra con Pa-Kur, Maestro de los Asesinos; según los relatos que circulaban por la ciudad, los hombres de Ar solos habían derrotado al invasor; Kazrak parecía un recordatorio vivo de que la Gloriosa Ar otrora había necesitado la ayuda de diferentes ciudades, y de otros hombres, además de los suyos propios.
Si bien únicamente los hombres de casta alta eligen a los miembros del consejo de la ciudad, en dichas decisiones rara vez se ignora la importancia del oro de los mercaderes o la voluntad del pueblo. Así, Kazrak de Puerto Kar, durante algunos años Administrador de Ar, fue derrocado por votación y desterrado de la ciudad, y públicamente se le negó la sal, el pan y el fuego, como le había ocurrido otrora a Marlenus, que había sido Ubar de Ar. Acompañado por los más fieles, y por la bella Sana de Thentis, su esposa, hacía varios meses que Kazrak había salido de la ciudad. Nadie conocía su paradero; pero se creía que había pretendido fundar una colonia en una de las islas de Thassa, más al norte que Cos y Tyros. El nuevo Administrador de Ar era un hombre llamado Minus Tentius Hinrabian, un hombre sin importancia, con excepción del hecho de que pertenecía a la familia Hinrabian, destacada entre los Constructores, y propietaria de los principales edificios de las grandes canteras amuralladas donde se producen gran parte de los ladrillos de Ar.