El asesino de Gor (3 page)

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Authors: John Norman

BOOK: El asesino de Gor
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—La situación es difícil en Ar —dijo Portus, el hombre regordete después de que se fue Kazrak.

Kuurus nada dijo.

—Ahora impera el desorden —dijo Portus—. Cuando uno sale de noche, incluso en los puentes altos, tiene que ir acompañado por hombres. Después del oscurecer no conviene caminar por las calles sin antorchas ni aceros.

—¿Los Guerreros ya no vigilan las calles? —preguntó Kuurus.

—Hay algunos —dijo Portus—. Pero no bastan. Muchos están comprometidos en las disputas fronterizas en lugares tan lejanos como el Carcio. Más aún, ahora las caravanas de mercaderes reciben nutridas guardias por las cuales nada pagan.

—Seguramente hay muchos guerreros en la ciudad —dijo Kuurus.

—Sí —replicó Portus—, pero hacen poco… Se les paga bien, más del doble de lo que se les pagaba antes, pero pasan las mañanas practicando con las armas, y las tardes y las noches en las tabernas, las salas de juego y los baños de la ciudad.

—¿Hay espadas mercenarias? —preguntó Kuurus.

—Sí —replicó Portus—, y los ricos mercaderes, en las grandes mansiones, las que están en la calle de las Monedas, y en la calle de las Marcas contratan a sus propios hombres —sonrió—. Además —continuó diciendo—, los mercaderes arman e instruyen a grupos de hombres y los alquilan, aplicando tarifas elevadas, a los ciudadanos de ciertos cilindros y calles.

Kuurus levantó su cuenco y bebió.

—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —preguntó.

—¿Por quién llevas en la frente la marca de la daga negra? —preguntó discretamente Portus.

Kuurus no contestó.

—Quizá pueda decirte dónde encontrarlo —propuso Portus.

—Lo encontraré —replicó Kuurus.

—Por supuesto —dijo Portus—. Por supuesto. —El hombre corpulento, sentado frente al Asesino, comenzó a sudar, jugueteó con la húmeda seda amarilla y azul que le cubría la rodilla, y después con mano nerviosa llevó el cuenco a los labios, y derramó parte del contenido—. No tuve mala intención —dijo.

—Estás vivo —dijo Kuurus.

—¿Puedo preguntar, matador —inquirió Portus—, si viniste a infligir la primera muerte… o la segunda?

—La segunda —dijo Kuurus.

—¡Ah! —dijo Portus.

—Estoy de caza —dijo Kuurus.

—Por supuesto —dijo Portus.

—He venido a vengar —dijo Kuurus.

Portus sonrió.

—Eso quise decir —afirmó—. Que es bueno que los hombres de túnica negra estén nuevamente entre nosotros, que pueda hacerse justicia, restaurarse el orden y afirmarse el derecho.

Kuurus lo miró, y sus ojos sonreían.

—Existen únicamente el oro y el acero —dijo.

—Por supuesto —se apresuró a aceptar Portus—. Eso es muy cierto.

—¿Por qué viniste a hablarme?

—Estaría dispuesto a contratar una espada como la tuya —dijo Portus.

—Estoy de caza —Kuurus repitió.

—Ar es una gran ciudad —dijo Portus—. Quizá necesites bastante tiempo para encontrar al individuo a quien buscas.

Los ojos de Kuurus parpadearon.

Portus se inclinó hacia delante.

—Y entre tanto —dijo—, podrías ganar mucho. Tengo trabajo para hombres como tú. Y la mayoría del tiempo estarías en libertad de cazar de acuerdo con tus deseos. Las cosas podrían arreglarse para mutuo beneficio.

—¿Quién eres? —preguntó Kuurus.

—Soy Portus —dijo el otro—, Maestro de la Casa de Portus.

Kuurus había oído hablar de la Casa de Portus, una de las principales casas de traficantes de esclavos de la calle de las Marcas. Por supuesto, gracias a la túnica de seda azul y amarilla, sabía que el hombre era un traficante.

—¿Qué temes? —preguntó Kuurus.

—Hay una casa más importante que la mía, o que cualquiera de las que están en la calle de las Marcas.

—¿Temes a esa casa?

—Los miembros de esa casa están cerca del Administrador y del Supremo Iniciado —dijo Portus.

—¿Qué quieres decir?

—El oro de esta casa influye en los Consejos de la ciudad.

—¿El Administrador y el Supremo Iniciado —preguntó Kuurus— deben sus tronos al oro de esa casa?

Portus rió amargamente.

—Sin el oro de esa casa, ¿de qué modo el Administrador y el Supremo Iniciado habrían podido patrocinar las carreras y los juegos que les permitieron conquistar el favor de las castas inferiores?

—Pero las castas inferiores no eligen al Administrador y al Supremo Iniciado —dijo Kuurus—. El Consejo Supremo de la ciudad designa al Administrador, y el Supremo Consejo de los Iniciados de la ciudad elige al Supremo Iniciado.

—Esos consejos —dijo desdeñosamente Portus— conocen bien de qué modo las castas inferiores aúllan en las tribunas. Y en los Consejos Supremos de la ciudad hay muchos que, si tienen que decidir entre el acero del cuchillo y el oro en el bolso, prefieren el oro al acero —Portus guiñó un ojo a Kuurus—. Sólo existen el oro y el acero —dijo.

Kuurus no sonrió.

Portus se apresuró a acercar el cuenco a los labios, y de nuevo derramó parte del líquido; tenía los ojos en el Asesino sentado enfrente.

—¿De dónde obtiene riquezas esta casa, que le permiten imponerse a todas las restantes facciones de Ar?

—Es una casa rica —dijo Portus, y miró alrededor—. Es una casa rica.

—¿Tan rica? —preguntó Kuurus.

—No sé de dónde viene todo el oro… —aclaró Portus—. Mi propia casa ni siquiera podría patrocinar los juegos durante dos días… quebraríamos.

—¿Por qué te interesa esta casa? —preguntó Kuurus.

—Quieren ser los únicos traficantes de esclavos de Ar —murmuró Portus.

Kuurus sonrió.

—Mi casa —dijo Portus— tiene detrás veinte generaciones. Hemos creado, capturado, destruido, canjeado y vendido esclavos durante medio milenio. La Casa de Portus es muy conocida en todo el territorio de Gor —Portus bajó los ojos—. Seis casas de la calle de las Marcas ya fueron compradas o cerraron sus puertas.

—En Ar nunca hubo un monopolio de esclavos —afirmó Kuurus.

—Sin embargo, tal es el deseo de la casa a la cual me refiero —afirmó Portus—. ¿Eso no te ofende? ¿No lo sientes como un ultraje? Incluso desde el punto de vista de la mercancía y los precios, ¿sabes lo que significa? Ahora mismo las casas menos importantes se ven en dificultades para obtener buenos esclavos, y cuando los conseguimos, esa casa rebaja los precios. Este año en Ar poca gente irá a las casas menos importantes para comprar esclavos.

—¿Cómo es posible —preguntó Kuurus— que esta casa de la cual hablas venda siempre tan barato? ¿Quizá el número de esclavos es tan elevado que la ganancia que aporta cada uno es menor?

—He pensado mucho en ello —dijo Portus—, y eso no puede ser la verdadera explicación. Conozco bien este negocio… los costos de información, organización, planeamiento, compra, transporte y seguridad, el problema de la alimentación y la instrucción de los animales, los guardias, los costos de los remates, los impuestos sobre las ventas, las entregas en ciudades lejanas… y el personal de la casa a la que me refiero es numeroso, hábil y está bien pagado… y sus instalaciones no tienen igual en la ciudad. Poseen baños interiores que pueden rivalizar incluso con los estanques oficiales.

Portus asintió, desconcertado.

—No —dijo Portus—, es necesario que tengan suministros de oro distintos del ingreso que obtienen por la mercancía —Portus dibujó con el dedo un círculo alrededor de una mancha de liquido sobre la mesa—. Durante un tiempo pensé que el plan de esa gente era vender perdiendo mucho hasta que las restantes casas de tráfico de esclavos se viesen obligadas a cerrar sus puertas, y después cubrir sus pérdidas con las ganancias que obtendría gracias a la libertad absoluta para fijar los precios. Pero cuando pensé en el oro que les costaba patrocinar los juegos y las carreras destinados a honrar a los hombres que debían convertirse en Administrador y Supremo Iniciado, llegué a la conclusión de que era imposible. Estoy convencido de que la casa de la cual hablo tiene otros suministros de oro distintos del ingreso que obtienen por la mercancía.

Kuurus no habló.

—En esa casa hay otro aspecto extraño que no entiendo —dijo Portus.

—¿Qué es? —preguntó Kuurus.

—El número de mujeres bárbaras que ponen en venta —dijo Portus.

—En Gor siempre hubo mujeres bárbaras —afirmó Kuurus, a quien interesó mucho la afirmación de Portus.

—No un número tan elevado —gruñó Portus. Miró a Kuurus—. ¿Tienes idea de lo que cuesta adquirir una bárbara que viene de un territorio que se extiende allende las ciudades… sabes cuáles son las distancias? Normalmente es posible traer sólo una por vez, utilizando el tarn. Una caravana de esclavas comunes necesitaría un año para viajar al territorio que está detrás de las ciudades y regresar.

—Un centenar de tarnsmanes bien organizados —dijo Kuurus— podría atacar las aldeas bárbaras, apoderarse de cien mujeres y regresar en veinte días.

—Es cierto —dijo Portus—, pero esas incursiones generalmente se realizan en los cilindros de determinadas ciudades… las distancias allende las ciudades son grandes, y los precios pagados por las sencillas jóvenes bárbaras son menores.

Kuurus se encogió de hombros.

—Más aún —dijo Portus—, éstas no son bárbaras vulgares.

Kuurus alzó los ojos.

—Pocas conocen siquiera unas palabras de goreano —dijo—. Y se comportan extrañamente, ruegan y gimen y lloran. Se diría que jamás vieron un collar o cadenas de esclavos. Son bellas, pero estúpidas. Lo único que entienden es el látigo —Portus apartó los ojos, disgustado—. Los hombres incluso acuden a ver los remates por mera curiosidad, pues las mujeres permanecen inmóviles, mudas, sin gritar ni luchar, o bien lloran y murmuran en su lengua bárbara —Portus levantó la vista—. Pero el látigo les enseña obediencia, y así terminan por obedecer, y algunas obtienen buenos precios… a pesar de que son bárbaras.

—Entiendo —dijo Kuurus— que deseas alquilar mi espada, de modo que puedas protegerte de los hombres y los planes de la casa acerca de la cual me hablas.

—Es cierto —dijo Portus—. Cuando el oro no sirve, sólo el acero puede oponerse al acero.

—Dices que esta casa es la más rica e importante, la más poderosa de la calle de las Marcas.

—Sí —confirmó Portus.

—¿Cómo se llama esa casa? —preguntó Kuurus.

—La Casa de Cernus —contestó Portus.

—Permitiré que mi espada sea alquilada —dijo Kuurus.

—¡Excelente! —exclamó Portus, las manos sobre la mesa, los ojos brillantes—. ¡Excelente!

—Por la Casa de Cernus —dijo el Asesino.

Portus lo miró con asombro, y le tembló el cuerpo. Con movimientos inseguros se puso de pie y retrocedió dos o tres pasos, meneando la cabeza; finalmente, se volvió y tropezó con una de las mesas bajas, y huyó de la taberna.

Después que terminó su bebida, Kuurus se puso de pie y se acercó al rincón en sombras de la sala, donde la pared caía en pendiente. Miró a los ojos a la joven de la túnica amarilla, arrodillada allí. Después introdujo la llave en la cerradura del collar siete y liberó a la muchacha. La obligó a incorporarse y caminar adelante, y se acercó al mostrador, donde esperaba el hombre de la sucia túnica blanca y dorada. Kuurus le arrojó la llave.

—Usa el veintisiete —dijo el hombre.

Kuurus obligó a la joven a caminar adelante; ella obedeció, como aturdida, y cruzó la sala pasando entre las mesas, y al final se detuvo frente a la estrecha escala puesta sobre el costado derecho del alto muro; la escala conducía a las alcobas. Sin hablar, con movimientos tiesos, la joven trepó la escala y se introdujo en la minúscula alcoba marcada con el equivalente goreano de veintisiete. La siguió Kuurus, que una vez dentro corrió las cortinas.

La alcoba, con sus paredes curvas, tenía sólo un metro veinte de altura y un metro cincuenta de ancho. Estaba iluminada por una lamparita puesta en un nicho del muro. Estaba forrada de seda roja, y tenía el suelo cubierto por pieles y almohadones; las pieles formaban una alfombra espesa.

En la alcoba, la conducta de la joven cambió, y de pronto se acostó sobre las pieles y alzó una rodilla. Miró con picardía al hombre.

—Ahora comprendo —dijo— por qué las mujeres libres nunca entran en las tabernas.

—¿Te agrada este lugar? —preguntó Kuurus.

—Bien —dijo ella, con los ojos bajos—, aquí una joven se siente… en fin…

—Exactamente —concordó Kuurus—. Veo que tendré que traerte a menudo.

—Tal vez sea agradable, amo.

Él manipuló el collar que ella llevaba sujeto a la garganta, un objeto de esmalte amarillo sobre acero. Exhibía la leyenda «Soy propiedad de la Casa de Cernus».

—Me gustaría —dijo él— retirar el collar.

—Lamentablemente —contestó la muchacha—, la llave está en la Casa de Cernus.

—Elizabeth, estás haciendo algo peligroso —afirmó Kuurus.

—Será mejor que me llames Vella —dijo la joven—, porque por ese nombre me conocen en la Casa de Cernus.

El hombre la abrazó, y la joven lo besó.

—Tarl Cabot —dijo la muchacha—, te he echado de menos.

—Y yo a ti —le dije y la besé.

—Debemos hablar de nuestro trabajo —murmuré—, de nuestros planes y metas, y del modo de realizarlos.

—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes, y cosas por el estilo —dijo la joven—, sin duda son menos importantes que nuestras actividades actuales.

Yo murmuré algo, pero ella no quiso oírme; y de pronto, cuando la sentí en mis brazos, me eché a reír y la apreté contra mi cuerpo. Busqué sus labios y en el próximo ahn permanecimos en silencio, sólo interrumpido por nuestra respiración y por sus gemidos y exclamaciones ahogadas.

2. EL JUEGO

Cuando me pareció prudente separarme de Vella, le anudé al cuello el distintivo amarillo de los esclavos, y grité «¡Vete, esclava!» Y después batí palmas, y ella dejó escapar un aullido, como si yo la hubiese golpeado, y un instante más tarde, sollozando histéricamente y gritando, salió de la alcoba, con movimientos premiosos y torpes, y casi cayéndose descendió por la estrecha escala y huyó de la taberna, para placer y diversión de los clientes.

Pocos momentos después aparecí yo, descendí la escalera y me acerqué al propietario de la taberna. Miré al hombre, y él no me reclamó el dinero; se limitó a apartar los ojos, y así me alejé de la taberna y salí a la calle. Aún era de día. Estábamos al comienzo del atardecer.

No temía que me reconocieran. Me había teñido de negro el pelo. Hacía varios años que no visitaba Ar. Además, usaba el atuendo de la Casta de los Asesinos.

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