Authors: John Norman
—Pero es improbable —replicó Cernus—, pues los que apoyan a los Verdes son millares, y provienen de todas las castas de Gor. El propio Administrador de Ar y el Supremo Iniciado son partidarios de los Verdes.
Me encogí de hombros.
—Pero eres bienvenido en esta casa —dijo Cernus—. Como seguramente sabes, pasamos momentos difíciles en Ar, y una buena espada es una excelente inversión, y en los tiempos que corren el acero a menudo es más valioso que el oro.
Asentí.
—De tanto en tanto —explicó Cernus— te encomendaré misiones —me miró—. Pero por ahora me parece valioso saber simplemente que tu espada está en esta casa.
—Espero tus órdenes —dije.
—Es sabido que en la taberna de Spindius mataste a cuatro guerreros de la Casa de Portus —dijo Cernus, cuando estaba por retirarme.
Nada dije.
—Cuatro piezas dobles de oro —dijo Cernus— serán llevadas a tus habitaciones. Asimismo —continuó—, he sabido que recogiste en la calle a una de mis muchachas. ¿Cuál es su número? —preguntó a Caprus, que estaba cerca.
—74673 —dijo el Escriba.
Yo había previsto que se mencionaría a Vella, porque era improbable que Cernus no conociese mi contacto con ella. Por ello, le había explicado que al regresar tarde a la Casa de Cernus ella debía protestar y explicar lo que aparentemente le había ocurrido. Por lo tanto, no me sorprendió que el Escriba conociese su número y lo comunicara a Cernus. Más aún, era probable que lo conociera de antemano, pues ella estaba asignada a su personal, principalmente para realizar diligencias en la ciudad; en efecto, se decía que Caprus rara vez abandonaba la Casa de Cernus, Deseaba trabajar estrechamente vinculado con Vella en la Casa de Cernus a pesar de que contaba con el desagradable sentido del humor que con bastante frecuencia aparecía en los traficantes de esclavos.
—¿Te opones? —pregunté.
Cernus sonrió.
—Nuestros Médicos observaron —dijo Cernus— que ella no es más que una muchacha Seda Roja.
—No creí —dije— que permitieras que una muchacha Seda Blanca caminase sola por las calles de Ar.
Cernus sonrió.
—En efecto —dijo—. El riesgo es excesivo, y a veces se eleva a diez piezas de oro —se recostó en el respaldo de la silla—. 74673 —dijo.
—¡La muchacha! —exclamó el Escriba.
Por una entrada lateral, Elizabeth Cardwell, o Vella, fue arrojada al interior de la sala.
—Levanta la cabeza, muchacha —dijo Cernus.
Ella obedeció, y yo pensé que era la primera vez que ella miraba a la cara, al amo de la Casa de Cernus. Tenía el rostro muy pálido.
—¿Cuánto tiempo hace que estás con nosotros? —preguntó Cernus.
—Nueve días, amo —dijo la joven.
—¿Cómo te llamas?
—Vella, si eso complace al amo.
—Veo que usas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—Sí.
—Kassar, ¿no es verdad?
—No, amo —corrigió la joven—, Tuchuk.
—Pero, ¿dónde está el anillo? —preguntó Cernus. Las mujeres tuchuks, esclavas o no, tienen la nariz atravesada por un minúsculo anillo de oro, no muy diferente de los anillos de compromiso de la Tierra.
—Mi último amo —dijo Elizabeth— me lo quitó. No soy del todo tuchuk. Soy nada más que una joven de las islas que están al norte de Cos; me capturaron los piratas de Puerto Kar, que me vendieron a un tarnsman, y fui vendida nuevamente en la ciudad de Turia a los tuchuks.
—¿Cómo llegaste a Thentis? —preguntó Cernus.
—Los Kassar atacaron los carros de los tuchuks —explicó la joven—. Me secuestraron, y después fui vendida a los turianos. Un año después llegué a la feria de Se´Var, cerca de las Montañas Sardar, donde me vendieron a la Casa de Clark, en Thentis, y después yo y muchas otras tuvimos la suerte de ser compradas por la Casa de Cernus, en la Gloriosa Ar.
Cernus se recostó en el respaldo de su asiento en apariencia satisfecho.
—Pero sin el anillo —dijo—, nadie creerá en la marca de los cuatro cuernos de bosko. Ordenaré a un herrero que vuelva a poner el anillo.
Elizabeth no pronunció palabra.
Cernus se volvió hacia Caprus.
—¿Ha sido instruida? —preguntó.
—No —dijo Caprus.
—Entonces que la instruyan completamente.
Elizabeth lo miró, sobresaltada.
Elizabeth y yo no habíamos contado con esto. Por otra parte, parecía que poco podíamos hacer al respecto. Yo sabía que la instrucción, exhaustiva y detallada, llevaría varios meses. Por otra parte, cabía presumir que el trabajo debía realizarse en la Casa de Cernus; de esta manera sin duda hallaríamos tiempo para realizar nuestra tarea, por la cual habíamos planeado entrar en la Casa de Cernus.
—¿No te sientes agradecida? —inquirió Cernus, asombrado.
Elizabeth se arrodilló, la cabeza inclinada.
—Amo, soy indigna de tan importante honor —dijo.
Entonces, Cernus me señaló, indicando a la joven que se volviese.
Elizabeth obedeció, y de pronto, en un gesto soberbio, movió el brazo y gritó, como si me hubiese visto por primera vez, y me recordase con horror. Fue una representación maravillosa.
—¡Es él! —gritó, estremecida.
—¿Quién? —preguntó Cernus con expresión inocente.
—¡Es el Asesino que me encontró en la calle y me obligó a acompañarlo a la taberna de Spindius! ¡Protégeme, amo!
—Eres sólo una pobre y pequeña esclava —dijo Cernus—. ¿Se mostró cruel contigo?
—Sí —exclamó la joven, los ojos centelleantes—. ¡Por favor castígalo, señor!
Tuve que reconocer que Elizabeth era una actriz realmente notable.
—Muy bien —aceptó Cernus—. Lo castigaré enviando a sus habitaciones a una esclava sin instrucción —Cernus se volvió hacia Caprus—. Cuando no esté aprendiendo, 74673 vivirá en las habitaciones del Asesino.
—¡No! —aulló Elizabeth.
Eché la cabeza hacia atrás y reí, y Cernus me imitó, y descargó puñetazos en los brazos de la silla, y también los guerreros rugieron de alegría. Después me volví y seguí al guerrero que me condujo a mis habitaciones.
En cuclillas, ya en mis habitaciones, en la postura tradicional de las mujeres goreanas, Elizabeth rió alegremente y se palmeó las rodillas. También yo me sentía muy complacido.
—¡Qué bien salió todo! —reía la joven—. ¡Y pobre Vella, que debe compartir las habitaciones del Asesino! ¡Pobre, pobre Vella!
—No te rías tan ruidosamente —le advertí sonriendo, mientras examinaba la habitación.
Yo había cerrado la puerta, de gruesa madera, y la había atrancado con la doble viga. Cuando no estaba atrancada, podría abrírsela desde fuera, si se corría el cerrojo. De lo contrario, uno tenía que cortar la madera. Recordé que debía correr el cerrojo cuando saliera de la habitación. Por supuesto, la desventaja de una puerta como ésa consiste en que si no hay nadie en la habitación y el cerrojo no está corrido, cualquiera puede entrar, y revisar la habitación o esperar dentro. En una habitación de este tipo los objetos de valor se guardan en un pesado armario revestido de hierro, adherido a la pared y cerrado con llave.
Pensé que no era sensato insistir en el asunto de la cerradura. Podían llegar a sospechar que yo no era lo que pretendía ser. Además, estaba convencido de que Cernus insistiría en que uno de sus cerrajeros colocara la cerradura; y sabía que el jefe de la casa recibiría un duplicado, pese a sus protestas de lo contrario. Por otra parte, yo no carecía de recursos, pues un breve examen me demostró que, además del orificio correspondiente al cordel del cerrojo, la puerta tenía otro pequeño orificio.
—Esto nos permite confeccionar el nudo complejo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Espera —le dije.
Me puse de pie y examiné la habitación. Había varios arcones, incluso uno asegurado por una faja de hierro con una gruesa cerradura. También varios estantes contra una pared; guardaban vasos y platos, algunas botellas de Paga y Ka-la-na.
—¿Qué buscas? —preguntó Elizabeth.
—Un cordel —contesté—, o algo parecido.
Comenzamos a revisar las cosas del lugar, y casi de inmediato Elizabeth descubrió cinco pares de cordeles de sandalias.
—¿Servirán? —preguntó.
—Excelente —respondí, y tomé uno de los pares.
Ella se arrodilló y me miró mientras yo me sentaba al lado de la puerta, y con el filo de la espada cortaba cuidadosamente los cordeles. Ahora tenía un trozo de cuerda de piel de bosko. Después enrollé el cordel alrededor del cerrojo y pasé los dos extremos por el pequeño orificio, de modo que colgaran hacia fuera. Empujé hacia dentro la puerta.
—Imagina —dije— que ahora con estos dos extremos del cordel formo un nudo bastante grande.
Elizabeth miró un momento los cordeles.
—En ese caso —dijo— habrás asegurado el cerrojo, y no será posible levantarlo como se hace normalmente. Pero alguien podría desatar el nudo —señaló— y entrar en la habitación.
—Por supuesto —dije, mirándola.
Me miró un momento, desconcertada. De pronto se le iluminó el rostro y batió palmas.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Maravilloso! —Elizabeth era una de las jóvenes más inteligentes que yo había conocido.
—Observa —dije. Tomé las dos cuerdas colgantes y comencé a formar lo que a ella debió parecerle un nudo increíble. En realidad —le expliqué mientras continuaba anudando los cordeles de un modo cada vez más complejo—, éste es un nudo de cincuenta y siete vueltas. Hace años que me lo enseñó a hacer Andreas de Tor de la Casta de los Poetas.
—¿Haces siempre el mismo nudo? —preguntó Elizabeth.
—Sí —dije—, cada hombre tiene su nudo propio, tan particular como una firma; y el nudo es su secreto. Sólo él puede atarlo, y lo que es más importante sólo él sabe desatarlo… por supuesto, si nadie lo tocó.
—Pero cualquiera puede desatar el nudo.
—En efecto. El problema es rehacer el nudo después de desatarlo.
—El ocupante de la habitación —dijo Elizabeth— cuando vuelve a ella y desata el nudo puede decir inmediatamente si es o no su propio nudo.
—Exactamente —confirmé.
—Y por lo tanto sabe —continuó Elizabeth— si alguien entró mientras él estaba ausente.
Elizabeth miró en silencio mientras yo trataba de recordar las complicaciones de mi propio nudo-firma.
Finalmente, con un suspiro concluí la tarea.
—Es un verdadero nudo gordiano —dijo—. Alejandro lo cortó con la espada.
—Y al hacerlo —contesté— informó al mundo entero que alguien había entrado en la habitación, o donde fuera.
Desaté el nudo, pasé los cordeles por el agujero, cerré la puerta y devolví a su lugar las dos trancas.
Me volví hacia Elizabeth.
—Te enseñaré a hacer el nudo —le dije.
—Bien —contestó Elizabeth, poco impresionada por la complejidad de la tarea. Me miró—. Yo debería tener mi propio nudo —dijo.
—Creo —dije con cierta aprensión— que podríamos usar el mismo nudo.
Después de todo, no es muy divertido aprender un nudo-firma.
—Si he de aprender tu nudo —dijo la joven— nada impide que tú conozcas el mío.
—¡Elizabeth! —dije.
—Vella —me corrigió.
—Vella, a pesar de todas las experiencias que pasaste, todavía conservas ciertos rasgos de las mujeres de la Tierra.
—Bien —contestó—, me parece natural —sonrió perversamente—. Mi nudo será tan complejo como el tuyo.
—No lo dudo —repliqué con desaliento.
—Me gustará mucho inventar un nudo —continuó diciendo—, pero tiene que ser un nudo femenino, y debe reflejar mi personalidad.
Emití un quejido.
Me rodeó el cuello con los brazos y me miró a los ojos.
—Quizá —dijo—, después que Vella haya sido instruida, el amo llegará a la conclusión de que Vella es más agradable.
—Quizá —dije.
Me besó la nariz y yo la abracé.
Unos meses atrás Elizabeth y yo, que llevábamos el huevo de los Reyes Sacerdotes en la alforja de mi tarn, habíamos regresado al norte desde las Llanuras de Turia, el País de los Pueblos del Carro. Cerca de las Montañas Sardar obligué al tarn a descender sobre la superficie de la nave, una especie de disco de metal gris, a unos tres kilómetros sobre la superficie de Gor. La nave no se movía, y parecía sujeta por una columna o plataforma invisible.
A lo lejos, hacia la derecha, a través del colchón de nubes podía ver los picos oscuros y nevados de las Montañas Sardar.
Sobre la superficie de la nave, alto y delgado, como el filo de un cuchillo de oro, las patas delanteras elevadas delicadamente delante del cuerpo, las antenas doradas agitadas por el viento, estaba un Rey Sacerdote.
Descendí del tarn, y puse el pie en la nave.
El Rey Sacerdote caminó hacia mí, moviendo sus cuatro apéndices posteriores, y de pronto se detuvo.
Nos miramos.
Observé esa cabeza gigantesca, parecida a un globo de oro, coronada por las delicadas antenas sensoriales.
Me latía aceleradamente el corazón, pero preferí no decir ni hacer nada. Respiré hondo, el corazón henchido de alegría.
Los ganchos ocultos tras la tercera articulación de las patas delanteras de los Reyes Sacerdotes emergieron delicadamente, y se extendieron hacia mí. Finalmente hablé.
—Misk, no permanezcas demasiado tiempo al sol —dije.
Luchando contra el viento, las antenas fijas en mí, Misk avanzó un paso sobre la superficie metálica del disco. Después se detuvo, y su cuerpo de seis metros de altura se balanceó sobre los cuatro apéndices posteriores: los dos anteriores con sus cuatro delicados ganchos se movieron apenas frente al cuerpo, en actitud característica de los Reyes Sacerdotes. Sobre el conducto que unía la cabeza al tórax, colgado de una fina cadena, estaba el traductor redondo y compacto.
—No permanezcas mucho tiempo al sol —repetí.
—¿Encontraste el huevo? —preguntó Misk. En realidad, las grandes mandíbulas laterales no se habían movido. El lenguaje era apenas un conjunto de olores, secretados por ciertas glándulas, recogidos por el traductor y convertidos en palabras goreanas reproducidas mecánicamente.
—Sí, Misk —dije—. Encontré el huevo. Está a salvo. Lo tengo en la alforja de mi tarn.
Durante un instante pareció que la criatura no podría mantenerse en pie; después, como respondiendo a un acto de voluntad, consiguió erguir el cuerpo.
Con movimientos lentos y delicados, la gigantesca criatura se aproximó. Yo alcé las manos sobre la cabeza, y Misk inclinó suavemente el cuerpo y la cabeza, y con los extremos de las antenas, cubiertas de sensible y reluciente vello dorado, tocó las palmas de mis manos.