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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (11 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—Esto no me preocupa. Estoy seguro de que tú puedes conseguir un nuevo aplazamiento. Nadie se resiste a tu elocuencia.

—Ni a la tuya. Pero no abuses de la adulación. Es tan eficaz que quien la usa pronto olvida otros recursos y luego, cuando falla el halago, sobreviene una hecatombe.

A pesar de esta sabia reflexión, cuando regresamos a la ciudad dejé a Jesús entre la muchedumbre congregada frente al Templo y yo entré en busca de Apio Pulcro. Del ara de los sacrificios llegaba un delicioso tufo de carne asada. El tribuno estaba en el patio, dormitando a la sombra de una higuera. Al oír mis pasos en el empedrado abrió los ojos. Me interesé por su salud y por sus ocupaciones y su rostro mostró contrariedad.

—Una vez más, Pomponio —dijo—, el hado entorpece mis planes. El emisario que envié por un empréstito ha vuelto con la suma solicitada y a estas horas la cruz ya debe de estar lista. Nada me impediría cerrar el trato, proceder a la ejecución del carpintero y regresar de una maldita vez a Cesarea. Pero, como si un dios se divirtiera poniendo obstáculos a mis planes, ha surgido una nueva complicación. Esta mañana los guardias del Sanedrín han arrestado a dos cabecillas del movimiento rebelde. Son dos mozalbetes a los que apenas despunta el bozo. Ambos, por supuesto, han negado las acusaciones, lo cual, a mis ojos, es prueba inequívoca de culpabilidad. De modo que he dispuesto que les corten la cabeza sin dilación. Una sentencia excesiva, ya lo sé. En el último momento pensaba conmutársela y demostrar al mismo tiempo mi autoridad y mi generosidad. Lo mejor para estos jóvenes alocados es enviarlos diez o quince años a galeras. Se les quitan las ganas de delinquir y con el ejercicio y el aire del mar se broncean y desarrollan una musculatura que hace perder el oremus a cualquier varón. Pero el Sanedrín se ha empeñado en darles un castigo ejemplar, lo que implica la manufactura de otras dos cruces. Según ellos, tres cruces en lo alto de un cerro es una imagen muy bien compuesta. Por mi gusto los habría mandado a paseo, pero no me puedo indisponer con el Sumo Sacerdote sin haber formalizado la compra del terreno. Estos judíos son muy estrictos en todo lo que concierne a la ley y los contratos. En resumen, un nuevo aplazamiento. Con éste ya van dos y empiezo a tener una desagradable sensación de ridículo. También lo lamento por ti, Pomponio.

—No importa. Esta ciudad brinda muchos temas de interés.

—Sí, ya me han dicho que frecuentas a la puta del pueblo. Y a la viuda del difunto. Ya me contarás tu método. Ahora bien, si te metes en líos por culpa de la lascivia, no me vengas a pedir auxilio. Bastantes preocupaciones tengo ya con los asuntos oficiales.

Sonrió por lo bajo y añadió alegremente:

—Ya que has hecho tantas amistades entre la fauna local, te interesará saber que uno de los mozalbetes detenidos es pariente de José, el manso homicida, y de tu acólito Jesús. Un rufián en ciernes, de nombre Juan, hijo de Zacarías. El otro es un tal Judá, desconocido hasta hoy en la región. Probablemente un agitador enviado por los celotes de Jerusalén. En fin, sean lo que sean, pronto dejarán de serlo.

Jesús me esperaba en la calle. En cuanto me vio me preguntó si había conseguido un nuevo aplazamiento.

—Sí, lo he conseguido —dije—, pero de un modo muy inconveniente.

Le referí la detención de su primo Juan y el castigo que le aplicarían en breve y se puso a llorar. Traté de consolarle, pero no era tarea fácil tratándose de alguien que ve inminente la ejecución ignominiosa de dos miembros de su familia.

—No te desanimes —le dije—, el tiempo sigue jugando a nuestro favor.

—El tiempo sí —respondió Jesús—, pero todo lo demás nos va en contra.

Nos habíamos apartado un poco de la muchedumbre, que se arremolinaba a la espera del anuncio de las ejecuciones, y entretenidos en nuestro fúnebre coloquio no advertimos que nos seguía sigilosamente un personaje singular, el cual, colocándose a nuestro lado, llamó nuestra atención extendiendo el remedo de una mano al extremo de un brazo esquelético. Le indiqué con un ademán desabrido que nos dejara en paz y respondió el mendigo:

—¿No te acuerdas de mí, Pomponio? Soy el pobre Lázaro. Nos vimos ayer y mi aspecto no es de los que se olvidan.

—Ah, Lázaro, que los dioses te confundan. ¿No tienes bastante con lo que te dimos de resultas de tus malas artes?

—Eso fue ayer, y a cambio de una revelación útil. Hoy traigo otra.

—La bolsa está vacía.

—Algo quedará si además de acordaros de mi humilde persona os acordáis de dos mujeres hermosas y desamparadas —dijo torciendo la boca y guiñando un ojo.

—¿Te refieres a…?

—Calla, no emitas nombres impronunciables. Y mira si tienes ocho sestercios.

—Dos.

—¿Cuatro?

—O dos, o nada.

—La otra vez me disteis más.

—Sí, pero ahora ha estallado la guerra civil y se ha hundido el mercado.

Se resignó, se embolsó las monedas que le dio Jesús, y dijo:

—Las dos mujeres cuyos nombres no conozco, ni vosotros tampoco, están en peligro. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir y ahora estamos en el segundo tiempo.

—Si lo sabes de fijo, ¿por qué no avisas a los guardias del Sanedrín?

—Los guardias actúan cuando se les ordena actuar. Si no se les ordena actuar, no actúan. El resto es vanidad y yo me voy. No me conviene ser visto con forasteros. La gente es muy celosa de sus pobres.

Se fue apoyándose en el leño podrido que le servía de muleta y Jesús dijo:

—¿Qué hacemos?

—Ir en socorro de Zara la samaritana y de su hija. Volveré a hablar con Apio Pulcro y le pediré algunos legionarios para formar una expedición de rescate.

—No hará falta —dijo Jesús—, por allí veo venir a Quadrato.

El fornido legionario venía calle abajo enarbolando la insignia. Cuando nos vio vino derechamente a mí y me dijo en tono encendido:

—Eres un canalla, Pomponio. Si no me llega a despertar un sodomita griego llamado Filipo, aún estaría roncando en la villa del difunto. El tribuno me va a diezmar.

—No temas, Quadrato, pues acabo de hablar con Apio Pulcro y he elogiado tanto la inteligencia y el arrojo con que has desempeñado la misión que se nos confió, que no ha dudado en encomendarte otra de mayor riesgo, pero también de mayor gloria. Acompáñanos y apréstate al combate por el honor de Roma.

Mientras hablaba procuraba tapar con la toga al niño Jesús, cuyo rostro expresaba la máxima desaprobación por mis embustes. Por fortuna, el portaestandarte estaba concentrado en mi arenga, al término de la cual dijo:

—Si he de entrar en combate como dices, Pomponio, deberé ir a buscar el resto de la impedimenta de un soldado en campaña, a saber, una espada o
gladius
y un puñal o
pugio
, una lanza, una jabalina, un escudo, una sierra, una cesta, una piqueta, un hacha, una correa, una hoz, una cadena y provisiones para tres días.

—No te harán falta. No vamos lejos y tu valor y tu fama bastarían para poner en fuga a un ejército entero, cosa que, por otra parte, no será necesaria. En cambio sí es conveniente no perder ni un instante en digresiones.

Emprendimos un trote rápido en dirección a la casa de Zara la samaritana, precedidos por Quadrato, ante cuya presencia formidable, acompañada por el ruido de las muchas piezas metálicas que lo conformaban, la gente nos dejaba paso franco con una mezcla de temor y estupefacción. Debido a su elevada estatura, a menudo daba con el penacho del casco contra los postigos abiertos de las ventanas y en una ocasión rajó el toldo de una frutería ambulante. Aparte de estas incidencias, hubimos de interrumpir varias veces la carrera por mi causa, pues el calor del mediodía, cuando el sol está en su cénit, y los desarreglos de mi organismo me hacían resollar y trastabillar, y por tres veces di con mi cuerpo en tierra. Cuando esto ocurría, Jesús me tiraba de la manga o del faldón instándome a levantarme y a proseguir la marcha.

—Cuando seas mayor —le dije—, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro.

CAPÍTULO XIII

A pesar de los retrasos y contratiempos, pronto avistamos la casa, pues aquí, como ya he dicho, las distancias son cortas. De lejos no se advertía nada insólito, salvo la quietud y el estar la puerta abierta de par en par. Doy unas voces y como nadie responde, ordeno a Quadrato desenvainar la espada y adelantarse a explorar el terreno. Empuñando el arma y la enseña el valiente legionario entra en la casa y reaparece de inmediato diciendo:

—No hay nadie —dijo—, o, al menos, nadie vivo. Pero todo indica que acaba de suceder un hecho sangriento.

Digo a Jesús que permanezca donde está y me precipito a ver lo sucedido. Al principio no consigo discernir nada. Luego, cuando mis ojos se han habituado a la penumbra y percibo la escena en todos sus detalles, caigo al suelo desvanecido. Cuando recobro la conciencia, veo a Jesús arrodillado junto a mí, presa de fuertes sacudidas provocadas por el terror, y a Quadrato, que se esfuerza por cubrir con un lienzo los dos cuerpos ensangrentados. Con gran esfuerzo consigo dominar mi alteración y ordeno a Jesús que salga afuera, cosa que hace sin oponer resistencia. Luego examino el lugar tratando de reconstruir lo sucedido.

En el suelo, junto a la puerta, está la llave, pero la puerta no parece haber sido forzada. Probablemente quien perpetró el crimen llamó y Zara la samaritana le abrió, tal vez porque conocía a su visitante o tal vez no, pues las mujeres de su oficio han de abrir la puerta a todo el que llama. Entonces el criminal empuja la puerta con violencia, haciendo caer la llave de la cerradura o de la mano de la mujer. Una vez dentro, lleva a término su malévola acción de un modo rápido y expeditivo, porque las muestras de lucha no van más allá de la entrada. Si Zara gritó pidiendo auxilio, nadie la oyó debido a la distancia que media entre su casa y las primeras de la ciudad. Y aunque alguien hubiera oído los gritos, al advertir su procedencia, los habría atribuido al desenfreno orgiástico y no les habría prestado atención. Quizá los gritos despertaron a la niña y entonces el asaltante, percatándose de su presencia, la mató para no ser identificado o simplemente llevado por la furia homicida.

Cuando hube concluido las pesquisas, y advirtiendo que Quadrato también rebusca por todos los rincones, le pregunto si ha encontrado algo de interés.

—No —responde—. En realidad hago esto para no faltar al deber de un soldado, pero es evidente que poco podremos saquear. Si algo de valor había, el que las mató se lo habrá llevado. Estas mujeres son codiciosas y suelen obtener regalos valiosos, a menudo por medio de la extorsión. Pero poco les duran, porque los regalos son comprometedores para quien los hizo, de modo que por las buenas o por las malas acaban regresando a manos del oferente.

—¿Conocías a esta mujer, Quadrato?

—Sólo de oídas. Cuando un soldado llega a una población lo primero que pregunta es dónde están las putas. Me hablaron de ésta, pero sus emolumentos eran demasiado elevados para la exigua paga de un legionario. Y como no había otra cosa disponible, opté por masturbarme leyendo la
Guerra de las Galias
.

—Yo sí tuve trato con ella. Por su hermosura y temperamento era divina entre las diosas —dije—. Según me contó, tenía por costumbre cambiar de población con cierta frecuencia. En esta ocasión tardó demasiado. O algún motivo poderoso la retuvo más tiempo del aconsejable. Pobre mujer.

—No te apenes, Pomponio. Las hetairas suelen acabar así. Tratan a muchos hombres y con el tiempo acaban almacenando demasiado secretos. En mi pueblo las matan para que no engorden. También es posible que haya sido un bandido o un simple vagabundo. Sea como sea, convendría salir de aquí. La sangre está fresca, quien hizo esto todavía puede merodear por las proximidades, y si se le ocurre volver y nos ataca, prefiero estar fuera. Si es uno solo, no habrá problema. Pero si son varios, es mejor hacerles frente en campo abierto, donde podamos desplegarnos en orden de batalla. Yo ocuparé el centro y tú puedes elegir el ala derecha o la izquierda.

—Antes deberíamos incinerar los cuerpos. O enterrarlos. No es piadoso dejar que sean pasto de las alimañas.

—No hay tiempo de hacer una pira y no tenemos instrumentos para cavar. Regresemos, Pomponio. Aquí ya no podemos hacer nada. Daremos parte de lo sucedido al tribuno y al Sanedrín y ellos se ocuparán de las exequias.

En parte por sus argumentos y en parte para no dejar solo a Jesús, hice lo que decía Quadrato. Jesús nos esperaba en el prado. Ajusté la puerta de la casa y emprendimos tristemente el camino de regreso.

Anochecía cuando llegamos. Quadrato fue a reunirse con los suyos y yo acompañé a Jesús a su casa. Nos recibió María, nos hizo entrar apresuradamente y cerró la puerta a sus espaldas. En torno a la mesa familiar estaban sentados José y una pareja de ancianos. El hombre peroraba con agitación y la mujer asentía con tanta lealtad como poco convencimiento. Al advertir mi presencia calló el anciano y me miró con desconfianza. José le indicó por señas que podía seguir hablando, pero el anciano se encogió de hombros y afirmó haber dicho cuanto quería decir. Me fui a un rincón y Jesús, colocándose a mi lado, me susurró al oído:

—Son mis tíos, Zacarías, del grupo de Abías, e Isabel, los padres de Juan, a quien ya conoces. Zacarías se quedó mudo una temporada. Luego Yahvé le devolvió la voz y ahora no hay quien le haga callar. Isabel cuidó de mi madre durante el embarazo.

En aquel momento oí decir a José con su habitual aplomo:

—El Sumo Sacerdote no nos ha dado autorización para desobedecer. Nos han enseñado a cumplir la ley y es demasiado tarde para proceder de otro modo.

—Una cosa es cumplir la ley —repuso Zacarías— y otra soportar las injurias mansamente. Moisés nos dio las leyes, pero también nos dio su ejemplo, rebelándose contra las injusticias del Faraón y guiando al pueblo de Dios en la conquista de la tierra prometida. Moisés nos enseñó a no ser un pueblo de esclavos, sino un pueblo guerrero y orgulloso.

José puso las manos sobre la mesa y fijó la mirada en ellas. Luego, en un tono de voz pausado y firme, dijo:

—Me sorprende oír estas palabras de tu boca, Zacarías. ¡Orgullo y guerra! Éstos han sido nuestros mayores pecados. El orgullo nos ha conducido ciegamente a la guerra. Hemos antepuesto el orgullo a la cordura y por creernos mejores hemos derramado sangre inocente. ¿Y adónde nos han conducido tanto orgullo y tanta guerra? Al sufrimiento, a la diáspora y a la humillación. Nunca más. ¿Acaso no dijo el profeta: No vociferará ni alzará el trono ni hará oír en las calles su voz?

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