La benevolencia de los dioses, Fabio, no abandona ni siquiera a quienes, como yo, dudan de su existencia. Al atardecer del quinto día, y a menos de una jornada de nuestro destino, nos cruzamos con un tribuno que, procedente de Cesarea y con una pequeña escolta de seis hombres, se dirige a realizar un trámite en una pequeña aldea del norte. Le expongo mi situación y accede a que le acompañe, pues prevé que el asunto no le ocupará más de un día, tras lo cual regresará a Cesarea, donde reside el procurador de Judea, el cual tomará las disposiciones necesarias para mi regreso a Roma o el traslado a otro lugar, si persisto en el propósito de mi viaje.
Acepto agradecido y me despido de Liviano Malio, a quien deseo suerte en su misión y feliz regreso a Siria. Él también me desea suerte e impulsivamente me abraza y me dice al oído que no me fíe de nadie, ni judío ni romano. Luego ordena a los soldados reemprender la marcha y yo me pongo en camino en compañía del tribuno y su reducido séquito.
El tribuno se llama Apio Pulcro y pertenece, como yo, a una ilustre familia de la orden de caballería. Fue acérrimo partidario de Julio César, pero tras su asesinato se pasó al bando de Bruto y Casio. Más tarde, previendo que esta facción no ganaría la guerra, desertó y se unió a las filas del triunvirato compuesto por Marco Antonio, Augusto y Lépido. Terminada la guerra, y enfrentados Augusto y Marco Antonio, luchó al lado de este último. Después de la derrota de Accio, se ganó el favor de Augusto traicionando a Antonio y revelando el posible paradero secreto de Cleopatra, con la que se vanagloria, a mi modo de ver sin autenticidad, de haber tenido un escarceo amoroso. Con este continuo ir y venir había logrado salvar la vida en repetidas ocasiones, pero no medrar, como había sido en todo momento su propósito.
—Todo ha cambiado desde los tiempos de la república —exclamó con amargura al término de su relato—. ¡Qué lejos quedan los tiempos en que Roma pagaba a los traidores! Otros con menos méritos son ahora gobernadores de provincias prósperas, prefectos, magistrados, incluso cónsules. En cambio yo, que tanto he hecho por los unos y por los otros, mírame: oscuro tribuno en esta tierra desprovista de toda amenidad, pobre y, por añadidura, hostil. Pero tú, a la vista de tu situación y de tu aspecto, seguramente habrás sido víctima de una injusticia similar.
Le respondí que no, que me encontraba en aquella situación por mi propia voluntad y por mi afán de investigar y de saber. Siempre me he mantenido al margen de la política y sólo en una ocasión, más por razones familiares que personales, me declaré partidario de Lépido, lo cual me valió la animadversión tanto de Augusto como de Marco Antonio, aunque, visto desde otro ángulo, también me puso a salvo de las represalias, pues si no por amigo suyo, cada cual me tenía por enemigo de su rival. Todo lo cual, en definitiva, poca importancia tiene, habiéndome yo mismo impuesto el exilio en los confines del Imperio.
—La Historia Natural, a cuyo estudio me he consagrado siguiendo los pasos de Aristóteles y Estrabón, de quienes soy devoto discípulo —concluí—, no tiene fronteras ni sabe de facciones.
—Pero esto, por Juno —replicó Apio Pulcro—, no impide que existan las fronteras y dentro de cada frontera, las facciones, de cuyas causas y efectos nadie puede mantenerse al margen, como pronto verás en esta ingrata tierra.
Por lo que he podido ir viendo, Apio Pulcro es hombre taciturno y muy escrupuloso en todo lo que concierne a sus obligaciones, que, según él mismo afirma, se reducen a mandar y mantener la disciplina. Si hay autoridad y disciplina, dice, todo lo demás funciona solo. Si no, nada funciona, aunque se le ponga empeño. Roma es el mejor ejemplo de esta máxima; y la tierra que en estos momentos atravesamos, también, pero en sentido contrario.
Apio Pulcro lleva sus convicciones a la práctica con un rigor que al principio causa espanto. Mantiene sobre sus hombres una vigilancia constante y ni el calor asfixiante ni las dificultades del terreno disminuyen el nivel de su exigencia. Durante el primer día de marcha, condenó a recibir cincuenta latigazos a un soldado que se había rezagado para ajustarse la correa de la sandalia; a otro, que dejó caer el venablo al tropezar con una roca, dispuso que le cortaran un brazo; a un tercero, que protestó porque su ración de comida estaba agusanada, le impuso la pena de muerte por decapitación. Estas sentencias terribles las pronunció del modo más ligero, como si fueran lo más natural. Y yo pensé que lo eran al ver que los soldados, incluso aquellos sobre quienes habían recaído, las aceptaban con una resignación rayana en la apatía.
Aquella noche, una vez establecido el campamento, vi que los castigados acudían a la tienda del tribuno. Cuando la abandonaron para reunirse con sus compañeros, entré y encontré a Apio Pulcro contando unas monedas. Me invita a sentarme y dice:
—Para impedir que se relaje la moral de los soldados hay que hacer gala de severidad. De este modo mantienen el sentido del deber y de la jerarquía. Pero si los culpables reconocen su error y prometen no volverlo a cometer, nada impide que se les extienda la magnanimidad propia de un oficial del ejército romano, ni que ellos muestren su gratitud mediante un donativo.
En días sucesivos se repitieron los implacables castigos y su posterior conmutación, lo cual tranquilizó un poco mi ánimo conturbado.
Palestina está dividida en cuatro partes: Idumea, Judea, Samaria y Galilea. Al otro lado del río Jordán, en la parte que limita con Siria, se encuentra la Perea, que según algunos también es parte de Palestina. En conjunto es tierra fragosa y mezquina. No así la Galilea, donde la Naturaleza se muestra más amable: el terreno es menos accidentado, no escasea el agua y las montañas cierran el paso al viento abrasador que hace estéril y triste la vecina región. Aquí crecen olivos, higueras y viñas y en los lugares habitados se ven huertos y jardines. Entre la población predominan los judíos, pero al ser tierra rica no faltan fenicios, árabes e incluso griegos. Su presencia, según Apio Pulcro, hace la vida soportable, porque no hay peor gente en el mundo que los judíos. Aunque su cultura es antigua y el país se encuentra en medio de grandes civilizaciones, los judíos siempre han vivido de espaldas a sus vecinos, hacia los que profesan una abierta inquina y a quienes atacarían de inmediato si no estuvieran en franca inferioridad de condiciones. Rudos, fieros, desconfiados, cerrados a la lógica, refractarios a cualquier influencia, andan enzarzados en perpetua guerra, unas veces contra enemigos externos, otras entre sí y siempre contra Roma, pues, a diferencia de las demás provincias y reinos del Imperio, se niegan a aceptar la dominación romana y rechazan los beneficios que ésta comporta, a saber, la paz, la prosperidad y la justicia. Y esto no por un sentimiento indomable de independencia, como ocurre con los bretones y otros bárbaros, sino por motivos estrictamente religiosos.
Por extraño y cicatero que parezca, los judíos creen en un solo dios, al que ellos llaman Yahvé. Antiguamente creían que este dios era superior a los dioses de otros pueblos, por lo que se lanzaban a las empresas militares más disparatadas, convencidos de que la protección de su divinidad les daría siempre la victoria. De este modo sufrieron cautiverio en Egipto y en Babilonia en repetidas ocasiones. Si estuvieran en su sano juicio, comprenderían la inutilidad del empeño y el error en que se funda, pero lejos de ello, han llegado al convencimiento de que su dios no sólo es el mejor, sino el único que existe. Como tal, no ha de imponer a ningún otro dios ni su fuerza ni su razón y, en consecuencia, obra según su capricho o, como dicen los judíos, según su sentido de la justicia, que es implacable con quienes creen en él, le adoran y le sirven, y muy laxo con quienes ignoran o niegan su existencia, le atacan y se burlan de él en sus barbas. Cada vez que la suerte les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado, bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias: no matar, no robar, etcétera. Pero andando el tiempo, a su dios le entró una verdadera manía legislativa y en la actualidad el cuerpo jurídico constituye un galimatías tan inextricable y minucioso que es imposible no incurrir en falta continuamente. Debido a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales. Sí son, comparados con otras gentes, más morigerados en sus costumbres. Rechazan muchos alimentos, reprueban el abuso del vino y las sustancias tóxicas y, por raro que suene, no son proclives a darse por el culo, ni siquiera entre amigos. Hasta hace unos años, las cuatro partes de Palestina estuvieron unidas bajo un solo rey, hombre admirable y decidido partidario de Roma, pero a su muerte estallaron conflictos sucesorios y Augusto, para evitar enfrentamientos, dividió el país entre los tres hijos del difunto. Al que correspondió esta parte de Palestina se llama Antipas, pero al acceder al poder unió a su nombre el de su ilustre padre, por lo cual se hace llamar Herodes Antipas. Es, a juicio de mi informante, un individuo astuto, pero de carácter débil, por lo que se ve precisado a recurrir constantemente a las autoridades romanas para hacerse respetar por su pueblo. De este modo lo mantiene a raya, pero a costa de una impopularidad que va en aumento a medida que pasan los años. Con el pretexto más nimio podría producirse un levantamiento y, de hecho, raro es el mes en que no surge un foco de rebelión, como el que motivó la intervención de Liviano Malio y los legionarios en cuya compañía he viajado hasta ahora. Por fortuna, estos disturbios son aislados, efímeros y fáciles de sofocar, ya que es difícil que los judíos se pongan de acuerdo y unan sus esfuerzos. Los partidarios más acérrimos de la rebelión son los sacerdotes, que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, pero su misma condición de sacerdotes los hace de natural holgazanes, acomodaticios y propensos a estar a bien con el poder. Aun así, caldean los ánimos con sus discursos y de cuando en cuando prometen la venida de un enviado de Dios que conducirá al pueblo judío a la victoria definitiva sobre sus enemigos ancestrales. Esta profecía, común a todos los pueblos bárbaros oprimidos, ha calado hondo en esta tierra levantisca, por lo que a menudo aparecen impostores que se arrogan el título de Mesías, como aquí llaman al presunto salvador de la patria. Con éstos Roma actúa de modo expeditivo.
Entretenidos con la conversación, la caza de algún animal silvestre, como tórtolas o conejos, y las pequeñas anécdotas de la vida castrense, llegamos al atardecer del segundo día a nuestro destino: una pequeña ciudad situada en lo alto de una colina, desde la que se divisa un hermoso paisaje. Es conocida por sus manantiales de aguas medicinales, a las que me propongo recurrir para acabar con las manifestaciones de mi indisposición, que todavía me ocasiona dolores intermitentes, por no hablar de turbación y sobresalto, pues une a lo estruendoso lo impredecible.
Como la ciudad carece de presencia romana en tiempo de paz, fuimos atendidos por la máxima autoridad local: un digno y virtuoso sacerdote llamado Anano, el cual, tras pronunciar unas escuetas frases de bienvenida, se ocupó de nuestro alojamiento. Apio Pulcro y los soldados se alojan en las dependencias del Templo destinadas a huéspedes gentiles, es decir, impíos a juicio de quienes practican la religión judía. A mí, y tras breve consulta con las mujeres de la limpieza, me envían a casa de una anciana viuda donde según dicen sobra una alcoba.
La mujer a cuya casa soy conducido es una arpía desdentada, sorda y casi ciega. Nada de esto le impide preguntar en tono desabrido cómo pagaré el hospedaje y la manutención. La mujer de la limpieza entabla una negociación en la que no participo y la cuestión queda resuelta no sé cómo. A solas con la viuda, ésta me muestra un aposento diminuto, ventilado por una tronera, en uno de cuyos rincones hay un montón de paja que hará las veces de lecho. Junto a la alcoba hay una letrina y en el patio, un pozo. Por el patio deambulan dos cabras. La viuda me dice que vendiendo leche y queso vive con modesta holgura. Acostumbrado a cosas peores, y como sólo he de permanecer aquí una noche, el arreglo me parece satisfactorio. Por lo demás, en mi situación, nada puedo exigir. En tierra extraña, impecune y sin amigos, dependo de la benevolencia ajena.
Con todo, acudo de nuevo al Templo con la intención de pedir algo de dinero a Apio Pulcro hasta tanto no pueda recurrir a mis parientes en Roma. Me dicen que en este preciso momento está reunido con el sumo sacerdote Anano y el resto del gobierno local, aquí llamado el Sanedrín, para solventar el asunto que le ha traído a esta ciudad.
Concluida la reunión, le abordo y le expongo mi petición. Responde que nunca presta dinero por parecerle ésta una transacción indigna de un hombre de su alcurnia. Si necesito dinero, puedo acudir a los prestamistas locales, ya que a los judíos no les importa rebajarse a practicar la usura. Le digo que no tengo nada que pignorar.
—En tal caso —responde alegremente—, habrá que esperar tiempos mejores. De momento, como se suele decir, carpe diem. Es hora de cenar y me han recomendado una taberna no lejos de aquí. Buen cordero, sabrosos pescados y un vino excelente. Acompáñame si gustas, Pomponio, y durante la cena te contaré la causa de que estemos en este lugar, si tienes interés en saberlo.
Acepto de buen grado la propuesta, que me complace por partida doble. Desgraciadamente, sólo puedo colmar una de mis dos expectativas, pues sentados a la mesa Apio Pulcro pide comida sólo para él. Mientras la deglute con voracidad, dice:
—Vivía en esta ciudad un hombre principal a quien por sus riquezas y liberalidad todo el mundo llamaba el rico Epulón. Hablo en pretérito imperfecto de indicativo, porque hace dos días fue asesinado por un artesano de la localidad que trabajaba para él y con quien había tenido tiempo atrás una agria disputa en el curso de la cual se le oyó proferir amenazas. El sospechoso fue aprehendido y el Sanedrín lo condenó a muerte.
Interrumpe el relato, da un trago a la jarra de vino, emite un prolongado suspiro de satisfacción, que Hipócrates denomina eructus magnus, y prosigue su relato diciendo:
—Como ya sabes, los judíos gozan de amplia autonomía en todos los terrenos, incluido el judicial. Sus tribunales pueden dictar sentencias de muerte. Pero después de la división del reino y por disposición expresa del divino Augusto, sólo el procurador romano o quien éste delegue pueden hacer que se ejecute la sentencia, o conmutarla, si lo estiman oportuno, por otra de prisión o destierro, e incluso absolver al reo. Se trata de una medida destinada a paliar la extrema severidad de la ley mosaica, que prevé lapidar a todo el mundo por la causa más trivial.