El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (4 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—Nada menos que descendiente de la casa de David —dice con sorna el Sumo Sacerdote—. Como si un romano se vanagloriase de descender de Eneas, o de la loba capitolina: una locura.

Aparte de esta presunción, nada hay reprochable en la actitud ni en la conducta del carpintero: cumplidor de las leyes, exacto en el pago de ofrendas y tributos, artesano competente, puntual en las entregas, razonable en los precios, discreto, esquivo de trato, seguramente estulto.

—Si bien —agregó el venerable anciano bajando la voz— en su pasado no faltan algunos episodios oscuros.

—¿Puedes ofrecerme, Anano, una muestra de estas irregularidades, si las conoces o. han llegado a tus oídos?

—¡El Señor es mi pastor! —exclama el Sumo Sacerdote elevando al cielo las manos todavía manchadas de sangre—. Él me impedirá hacerme eco de la maledicencia ajena. Por otra parte, yo no frecuento los mercados ni las tabernas ni otros lugares donde circulan las habladurías. Pero, como es lógico, no pude evitar en su día que llegara a mis oídos un persistente rumor según el cual José, viudo y ya de cierta edad, contrajo esponsales con una doncella muy joven, de nombre María, la cual en breve presentó signos inequívocos de estar encinta, y aunque acerca de estos asuntos sólo conocen la verdad los interesados y, por supuesto, Yahvé en su divina omnisciencia, no faltó quien atribuyera el suceso a otros agentes. De haberse confirmado esta suposición, habría constituido un acto grave, castigado según la ley mosaica con la muerte por lapidación, pero ni el propio interesado hizo nada al respecto, ni las circunstancias permitieron que el misterio se dilucidara por sí solo.

—Dime cómo sucedió tal cosa.

—En aquel tiempo —dijo el Sumo Sacerdote— el gobernador Quirino ordenó hacer un censo de la población de Palestina. Con este pretexto José dijo que se iba a empadronar a Belén, de donde procedía, y se llevó consigo a María, pese a estar ya próximo el alumbramiento. Pasaron los días y ni José ni María ni su hijo regresaron a Nazaret. Gente que vino de Belén y a la que se interrogó al respecto dijeron que no los habían visto. Tal vez no encontraron posada y hubieron de hospedarse en otro lugar. Los días se convirtieron en meses y éstos en años, y la familia de José no regresó.

—Probablemente se habían mudado a otra población para huir de las murmuraciones —digo yo.

—Es posible, pero si fue como dices, obraron de un modo improvidente, porque dejaron aquí sus pertenencias, salvo las necesarias para un corto viaje, así como el taller de carpintería con todas las herramientas. Un tal Zacarías, esposo de Isabel, prima de María, tomó a su cargo la conservación de la casa, como si confiara en el regreso de sus parientes o supiera algo al respecto. Sea como fuere, transcurridos tres años de su marcha regresaron, trayendo consigo al niño, al que habían puesto por nombre Jesús.

—¿Y no dieron explicación alguna de tan larga ausencia?

—No que yo sepa. Reabrieron la casa y la carpintería y continuaron haciendo la vida ordinaria, como si nunca se hubieran ausentado. Naturalmente, arreciaron los comentarios y las conjeturas, pero el tiempo fue haciendo su labor y al cabo de los años todo el mundo había olvidado este suceso, raro pero irrelevante.

—Y desde entonces, ¿a ningún otro rumor ha dado pábulo la conducta de José y su familia?

—No, salvo que consideres dar pábulo a rumores asesinar a un probo ciudadano y ser ejecutado por esta causa cuando se ponga el sol.

—¿No hay, por tanto, Anano, duda de su autoría?

—Ninguna —dijo el Sumo Sacerdote—. El Sanedrín examinó los hechos, encontró las pruebas concluyentes y dictó sentencia por unanimidad.

—¿Y puedo acaso conocer yo la naturaleza de tales pruebas?

—Considera únicamente este hecho: en toda la ciudad, sólo José, por ser carpintero y trabajar para Epulón, tenía acceso a la morada y a los aposentos del difunto. Y al ser detenido se halló en su poder una llave de la casa. Y ahora, he de dejarte, pues me requieren otros asuntos apremiantes.

Le agradecí su amable cooperación y abandoné el Templo. En la calle, a pleno sol, me esperaba Jesús, presa de gran agitación. Por un primo suyo había sabido que la familia del muerto permanecía encerrada en casa cumpliendo el duelo, pero que un siervo de origen griego no se sentía obligado por el ceremonial levítico y seguía acudiendo todos los día a esa misma hora a los baños públicos. Era una oportunidad que no podíamos desaprovechar.

En pos de Jesús troté por las calles de Nazaret hasta llegar a unos baños en todo idénticos a los que se encuentran en cualquier localidad del Imperio, aunque más pequeños, porque los judíos, reacios a adoptar costumbres foráneas, no los frecuentan. De camino aproveché para interrogar a mi acompañante acerca de lo que me había contado el Sumo Sacerdote sobre la desaparición de su familia, pero Jesús, que era recién nacido cuando se produjeron los hechos, no guardaba recuerdo alguno del episodio y nunca había oído a sus padres mencionar la razón de su ausencia ni el motivo del regreso, por lo que no pudo despejar la incógnita.

Al llegar frente a las termas nos sale al paso un pillete harapiento, algo mayor que Jesús, de facciones toscas y mirada febril. Jesús me dice que es su primo Juan, hijo del mismo Zacarías que veló por el patrimonio de José durante la ausencia de la familia. Juan, con modales rudos, nos dice que el sujeto que buscamos ha llegado hace poco y que lo reconoceremos sin dificultad, pues en aquel momento nadie más está haciendo uso de las instalaciones.

Digo a Jesús que me aguarde allí, pero él se niega.

—Está bien —digo—, tú tienes la bolsa, tú decides. Pero no digas ni hagas nada y déjame actuar a mí. Yo sé cómo hablar con un griego.

Pagamos la entrada y en el apodyterium dejamos nuestras ropas, nos envolvimos en sendos lienzos y pasamos a la sala contigua por una puerta baja y estrecha.

A través del denso vaho del caldarium distinguimos la silueta de un hombre solo, sentado en un banco. Nos sentamos a su lado sin decir nada. Para entonces mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra y advertí que el desconocido era un efebo apenas cubierto por un sucinto trapo que dejaba entrever sus delicados atributos, con un cuerpo de tan atlética complexión y un rostro de tal belleza, que olvidé por completo el motivo de nuestra presencia en aquel lugar. Ni el más mínimo bozo cubría sus tiernas mejillas y llevaba una larga cabellera envuelta en una trenza. Al cabo de un rato, recuperado de mi éxtasis, me dirigí al efebo y le dije:

—¿No eres tú, oh distinguido joven, uno que llaman Aureliano?

—Te confundes, quienquiera que seas —respondió él clavando en mí sus ojos penetrantes—, porque mi nombre es Filipo.

—Ah, entonces, ¿serás acaso el famoso Filipo que habita en casa del otrora rico y ahora difunto Epulón, varón intachable?

—Ése soy —repuso.

—En tal caso, tendrás conocimiento del nefando suceso que llevó a Epulón, a través del río de los Llantos, al lugar del que nadie ha regresado.

—Salvo Orfeo —dice Filipo.

—Bueno, sí.

—Y también Ulises, el hábil varón que en su largo extravío visitó el lugar donde moran los muertos. Y Alcestis, a quien Heracles rescató de la morada de Hades.

—Es verdad —hube de admitir—, a ninguna regla le faltan excepciones. Pero no nos desviemos del objeto de mi curiosidad, y si, como dices, algo sabes acerca de la cuestión, tal vez nos puedas informar respecto de ella y de cuanto guarda relación con la misma.

—Con gusto lo haría —dijo Filipo—, si hubiera entendido la pregunta.

—Que qué pasó —dijo Jesús.

Le di un coscorrón y pedí disculpas a Filipo por la intromisión, a lo cual él, mostrando en una sonrisa seductora su dentadura blanca y regular, replicó:

—Nada hay de malo en una pregunta directa, si no esconde malicia. Mas dime, ¿quién es este niño tan gentil y avispado?

—Es mi hijo adoptivo —me apresuré a decir— y se llama Tito. Mi nombre es Pomponio Flato, y soy ciudadano romano, del orden ecuestre.

—Ah, sí, ya he oído hablar de ti —dijo el efebo con lacerante sonrisa—. Sé que llegaste ayer a Nazaret en compañía del tribuno Apio Pulcro, pero no sabía que te acompañaba un niño. Ambas cosas, de todos modos, a mí no me conciernen. En cuanto a vuestro interés por el asesinato del rico Epulón, estoy en condición de satisfacerlo plenamente, ya que viví tan de cerca el suceso que no lo olvidaría aunque viviera tantos años como el infortunado Titonio, al cual, por el amor de Eos, diosa de la Aurora, Zeus concedió la inmortalidad, mas habiendo ella olvidado pedir también para su amado el don de la eterna juventud, fue envejeciendo hasta acabar convertido en una verdadera ruina. A diferencia de Endimión, de quien se enamoró la Luna y lo mantuvo dormido pero eternamente joven.

—Sí, sí, pero no seas didáctico sino apodíctico y háblanos del tema que nos ocupa, te lo ruego.

El locuaz efebo hace una pausa para enjabonarse con delicado esmero la entrepierna y luego inicia su relato de este modo:

—Debéis saber, ilustres forasteros, que aunque vivo aquí, soy griego de nacimiento. Hace unos años, hallándome en Corinto, conocí al rico Epulón, el cual me tomó a su servicio. Pronto me convertí en su hombre de confianza, o lo que en Roma llamáis maior domus. En calidad de tal le seguí cuando él y su familia vinieron a establecerse en Nazaret. Durante todo el tiempo en que estuve con él le serví fielmente y él recompensó mi devoción con abundantes obsequios materiales y, lo que para mí tiene más valor, con el afecto de un verdadero paterfamilias. Fácilmente podéis deducir de mis palabras la turbación que me ha causado su muerte. Y no debe extrañaros que en estas circunstancias frecuente las termas, pues lo hago para huir de un lugar donde he vivido rodeado de comodidad y estima y donde ahora, repentinamente, me siento tan triste y abandonado.

Se zarandeó el prepucio con la esponja y prosiguió diciendo:

—La mañana del día de autos fui a reunirme con mi amo a la hora nona. Mi amo era madrugador, y la Aurora temprana de rosados dedos lo encontraba siempre en la biblioteca, enfrascado en el estudio de algún documento atinente a sus negocios.

—¿Puedo preguntarte la naturaleza de estos negocios? —dije yo.

—Más tarde. Ahora prefiero no interrumpir mi relato pues aborrezco las digresiones impertinentes. Como iba diciendo, aquella mañana me encaminaba al aposento de mi amo, el rico Epulón, cuando vi venir en dirección opuesta al sumo sacerdote Anano, el cual, en tono enojado, me dijo haber sido convocado por Epulón a una hora tan temprana y haber acudido a su llamamiento en vano, pues había estado golpeando con insistencia la puerta de la biblioteca sin obtener respuesta.

—¿Mencionó Anano la razón de esta cita extemporánea?

—No lo hizo. Seguramente se trataba de algún asunto relacionado con el Templo, al que Epulón hacía a menudo generosas dádivas. Por este motivo, y también por amistad personal entre ambos, el Sumo Sacerdote frecuentaba la casa, y siendo Anano igualmente madrugador, muchas veces se entrevistaba con mi amo al despuntar el día, antes de ser absorbidos por sus respectivas obligaciones. Lo único insólito en esta ocasión era el comportamiento de Epulón. Extrañado y un punto alarmado, rogué al Sumo Sacerdote que viniera conmigo, repetí con insistencia la llamada y, finalmente, sospechando alguna desgracia, convoqué a dos criados y entre los tres conseguimos abrir la puerta cerrada por dentro. En la biblioteca reinaba la oscuridad, porque los batientes de la ventana también estaban cerrados. Aun así, la luz que se filtraba por el vano de la puerta permitía ver un cuerpo exánime en el suelo del aposento sobre un charco de sangre. Entramos y al aproximarnos al cuerpo pudimos comprobar que se trataba de mi amo, el rico Epulón. Junto al cadáver estaba el arma homicida, a saber, un afilado escoplo de los que se sirven los carpinteros para practicar orificios en la madera. También había virutas esparcidas por todo el aposento.

—Así pues, no hay duda de que su muerte se debió a la intervención de un tercero ni hay que forzar el intelecto para reconstruir lo sucedido. Alguien sorprendió a Epulón a solas en la biblioteca y le dio muerte, tras lo cual se marchó, cuidando de cerrar la ventana y la puerta. Supongo que no se encontró la llave en el interior de la biblioteca, pues, de ser así, nos enfrentaríamos a un caso extraño, aunque no inaudito. Cicerón menciona uno similar, al que llama
Occisus in bibliotheca cum porta conclusa
. Un enigma en apariencia insoluble.

—Dices bien, Pomponio. Una vez repuestos de la sorpresa, el Sumo Sacerdote y yo recorrimos todos los rincones de la biblioteca en busca de algún indicio que nos condujera al culpable, y por más que buscamos no encontramos la llave. De este hecho dedujimos que el asesino cerró la puerta por fuera y se llevó la llave consigo.

—Es una deducción correcta, pero no aclara la causa de este acto, si en verdad fue deliberado.

—Tal vez clausuró la pieza para evitar que Epulón reviviera y pudiera gritar pidiendo auxilio, o tal vez obró de un modo inconsciente, pues toda acción criminal produce una gran alteración en el ánimo de quien la comete. Por último, pudo hacerlo para ganar tiempo.

—Ésta es una buena razón, pero no cuadra con el presunto culpable, el cual, según me ha sido dicho, fue aprehendido al día siguiente en su taller, entregado a sus quehaceres habituales. Si José es, como afirman, el homicida, no cerró con la intención de ganar tiempo para huir de la ciudad. O lo hizo por otra causa, o fue otra la persona que cometió el crimen. Tampoco hemos de descartar que el asesino cerrara la puerta por dentro y huyera por la ventana.

Filipo se embadurnó con aceites aromáticos la dorada epidermis y objetó:

—La ventana es demasiado angosta para permitir el paso de un hombre adulto. Teofrasto, en su magna obra, menciona la existencia de hombres cuya estatura no rebasa los dos pies, pero yo me inclino a descartar la posibilidad de que a mi amo lo matara un monstruo de esta naturaleza. Además, como ya te he dicho, la ventana estaba cerrada igualmente desde dentro.

—Una nueva incógnita. La medida aún reportaría menor beneficio al culpable que la de cerrar la puerta. Quizá el propio Epulón la cerró antes de ser atacado.

—En verdad, Pomponio, nunca sabremos con certeza lo que sucedió, ni siquiera oyendo el relato del propio culpable. En cuanto a la ventana, Epulón solía dejarla abierta cuando trabajaba, en parte para que el plácido céfiro mitigara el calor del aposento, en parte para contemplar la hora sublime en que la Aurora despliega su rosado manto.

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