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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (12 page)

BOOK: El barrio maldito
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—Has tenido suerte, Pecho. Dentro de poco tu taberna será también la mejor posada de Pamplona y los Otamendi seremos los amos de la cuenca. Hoy ya es mío el mejor rebaño; hasta Bilbao y Zaragoza mando yo mis corderos, únicos en el mundo. Y a mi venta —añadía golpeando la mesa— vienen a merendar del mismo San Sebastián; porque la venta de Yarnoz es la mejor de España, y como yo doy de comer no come ni el rey de París. Las ventas, Pecho, no las acreditamos nosotros, sino nuestras mujeres. EI secreto del negocio está en las cocineras. No le dejes salir de la cocina a la Dionisia en toda la vida. A todos mis yernos les digo lo mismo y todos están ricos. Tú, a despachar; tu mujer a la cocina, y cuando vaya a dar a luz, que sea bien cerca del fogón…

Dionisia sonreía llenando maternalmente los vasos. Echenique, agradecido, rumiaba satisfecho aquella epopeya monetaria que el suegro, inconsciente, descubría en un arranque de vanidad rural.

—Yo protejo a todos mis yernos, ¿sabes?, y gracias a eso las mejores posadas de la cuenca son de la familia Otamendi. Sin nosotros no existiría el mercado de Pamplona. Y esos pamplonicas idiotas nos miran por encima del hombro, sin saber que la única aristocracia que ellos tienen procede de aquí. Guendulain, Mío y Góngora son pueblos de la cuenca; feudos de marqueses y origen de familias nobles. De modo y manera que la cuenca son los condes y los aldeanos. Y de Pamplona los chupatintas, los procuradores, los picapleitos y toda la morralla que no tiene céntimos, ni trabaja, ni es chicha ni es limonada. ¿Qué dices tú, muchacho?

Pedro Mari asentía entusiasmado. ¡Ya les diría él en las discusiones de la taberna de dónde salía la verdadera nobleza! Pero una vez lejos del suegro, en medio del tráfago pamplonés, callaba como un muerto, sin atreverse a decir a nadie que tenía una novia en la cuenca…

Para fines de verano estaba dispuesta la boda, y el mozo decidió aprovechar aquellos meses en su diversión favorita, por si luego venían mal dadas. Ingresó en una naciente Sociedad de cazadores que solía reunirse en el café Iruña, en torno a la inofensiva botella de ron. El presidente, Ataúlfo Balduz, en unión de Echenique, alquiló el coto de Monreal por mediación de Otamendi.

Era un tipo delicioso el gran Ataúlfo. Catedrático de Algebra en el Instituto General y Técnico. Nervioso, magro, poco más alto que su feroz escopeta, huroneaba en los trigales con sus lentes, su perilla a lo Espronceda y su boca grande y sensual de fauno irónico. Pamplonés de pura cepa, aborrecía la ciudad tanto como amaba la aldea. Le habían hecho concejal carlista, pero jamás iba a misa. Estaba siempre dispuesto echarse al campo por la Santa Causa y por matar unas codornices,, saltándose a la torera el quinto precepto de la ley mosaica con una lógica esencialmente matemática. Nadie en Pamplona le habla visto reírse; nadie en el campo le vio jamás serio. Sus dos personalidades estaban bien claras y definidas.

A las cuatro de la mañana poníanse en marcha. El catedrático no despegaba los labios hasta pasada la venta del Mochuelo; en cuanto a Echenique, nada tenía de orador. Pero a los primeros tiros, Ataúlfo desentumecía su lengua, y cada vez que cobraba una pieza reía igual que un fauno satisfecho, rechinando los dientes por la falta de costumbre. Y sus carcajadas secas y sonoras remedaban lejanamente el tableteo triunfal del gallo mañanero…

Conocía el noviazgo de Pedro Mari y le aconsejaba que hiciese pública boda, indignándose ante los escrúpulos de su amigo.

—Mire usted, Echenique; es ridículo el temor a confesar que la gentil Dionisia será pronto su mujer. Un pelotari, cazador y de añadidura tabernero, debe imponer su dama a estacazos…

—Ya sabe usted lo bromistas que son allá. Yo callo y hago la mía. ¿Qué necesidad tengo de reñir, y si viene a mano dar unos bofetones? Porque es seguro que en el primer momento se me burlan si voy diciendo que tengo novia en la cuenca.

—Es claro; el pamplonés se cree descendiente directo de la tribu de Judá y mira a los aldeanos lo mismo que si fueran filisteos…

—Yo entiendo algo de eso, Don Ataúlfo; déjeme hacer. Allá en el Baztán tenemos el barrio de Bozate y sé muy bien que contra los odios no hay que luchar de frente.

—No es lo mismo, hombre. Aquello es una separación de razas clara y fundamental; el bozatarra es un antiguo leproso y ustedes son la sangre pura y limpia. Aquí no; los que se ríen del aldeano son gentes recién avecindadas en Pamplona. Créame usted a mí; contra los prejuicios de vanidad rústica no hay mejor receta que una buena mano de palos. Duro, Echenique; mucho estacazo, que es nuestro lema carlista, y nos va muy bien…

Los perros levantan unas codornices y la conversación cesa. Están junto a Tajonar, desde donde se descubre Subiza, el pueblo dé las brujas y del agua clara, de los molineros legendarios y de los grandes trasegadores de mosto. Gracias a la pureza •de sus aguas es la aldea que más vino consume en todo el valle. Don Ataúlfo se detiene a elogiar estas casas originalísimas agazapadas en las largas faldas de la sierra del Perdón, al cobijo de las vetustas paredes del Palacio. Y recordando que de Subiza es la doncellita del insigne matemático, joven, fresca y guapetona, cuyos servicios según se murmura no son absolutamente castos, Pedro Mari sonríe…

—Ahí en esa casa —dice el catedrático volviéndose hacía la entrada de Labiano— apresaron a Javier Mina, nuestro último Don Juan.

—¿Pero eran de aquí los Minas? Yo creí que procedían de Pamplona.

—Ca, hombre, de la cuenca; paisanos de tu Dionisia. Claro que no son de ese pueblo precisamente. Las casas solariegas se extienden desde Oricain a Idocin y desde Arazuri hasta Villava. El tío y el sobrino, que han pasado a la Historia, nacieron en la casa de Tomasena, de Idocin.

—¿Y cómo le cogieron ahí? ¿Escondido acaso?

—¡Quita allá! Venía por una gentil mocita de Labiano. ¡Qué hombres tan grandes! Un poco crueles, como todos los aventureros. A mí me gusta más el sobrino que el tío, sin embargo. Lo mismo segaba espigas en su solar que cabezas rebeldes fuera. El tío no fue tan completo; tuvo la cabeza algo dura de labrador guerrillero…

—Además, a usted no puede entusiasmarle el tío, como usted le llama. Es el que sentó las costuras a los carlistas…

—¿Qué tiene eso que ver? Yo admiro en ellos al hombre, prescindiendo de sus errores políticos. Y en la cuenca hemos tenido gente brava de veras. ¿Usted no sabe quien fue Jiménez de Rada, verdad?

—No; nunca he oído hablar de ese señor…

—Ni es indispensable para aguar bien el vino; pero, en fin, ya que va usted a emparentar en la cuenca conviene que conozca usted sus glorias. Jiménez de Rada es el arzobispo que empezó a construir la catedral de Toledo. ¡Vaya un navarro de cuajo entero y prieto! Los moros que alanceó no caben en el cementerio de Pamplona. Ha sido lo más grande que ha tenido España después de Carlos VII, aunque naciera algunos siglos antes…

—Por lo que veo, todos los grandes hombres de la cuenca han sido muy liberales —comentó socarrón Pedro Mari…

—No me venga con ironías, Echenique. De los aledaños de Pamplona era Madoz, el ministro de Hacienda que decretó la desamortización. Seguramente estará ardiendo en los infiernos…

—Allí nos aguarde muchos años —dijo Pedro Mari distraído.

—¡Amén! —epilogó el matemático—. Como ve usted, hay de todo; ahora, que ésta es tierra de soldados. Ahí detrás, en Beriain, está enterrado el general Oraá. Y ahí nació. Si usted se ha fijado, aún hoy en el generalato abundan los apellidos navarros. Echagüe, Zabalza, Zulueta, Salinas, Zabala, Aizpuru, Ardanaz, Esparza, Olagüe… En Navarra los apellidos puros son siempre nombres de pueblos y todos estos sobrenombres ilustres pertenecen a la cuenca; a esta famosa y calumniada cuenca navarra, crisol de nobleza, blasón de ingenios y excelso solar de la gentil Dionisia…

Ya cerrada la noche, caían en la venta de Yarnoz rendidos y hambrientos, después de haberse sorbido varias leguas de rastrojos. Cenaban acompañados de Otamendi en el comedor de la familia. Dionisia servía calladamente, y de sobremesa platicaba en la cocina con Pedro Mari; una conversación simple, ingenua, que inútilmente se habría buscado en las antologías de amor.

Hacían noche en la venta, y al rayar el día, los cazadores, en unión de su huésped, salían para el coto de Monreal, verdadero oasis situado a unos tres kilómetros. Echenique creíase trasplantado al corazón del Pirineo; tan jugosa, verde y húmeda era la piel de la tierra. Los grandes árboles bajaban arrastrando a mirarse en el río Unciti, cuyas aguas forman recodos tersos y brillantes, en los que se reflejan rústicos puentecillos, parecidos a los de los nacimientos.

Luego de cazar hasta bien entrado el mediodía, pues los rayos de sol les molestaban muy poco entre la espesa arboleda, se reunían en un hierbín cercano a un tejar en ruinas. Bajo aquella fronda «la vida era dulce y el mundo era bueno». A sus pies, el río venia canturreando desde las fuentes de Alzorriz. Para cuando los cazadores llegaban ya tenía la Dionisia asado el cordero lechal, extendidos los manteles y refrescándose en el arroyo las botellas de recio vino de Artajona o de Cirauqui.

Se comía con la razonable voracidad de los caníbales. El ilustre matemático requería el bote de bicarbonato y empezaba el acostumbrado elogio de la cuenca, su constante manía, extendiéndose en largos párrafos eruditos mientras suegro y yerno escuchaban empinando sendos vasos.

—Seguramente ustedes habrán oído decir que la cuenca de Pamplona no existe…

—No, no hemos oído nada —respondía Otamendi ingenuamente.

—Pues nada más absurdo. Dicen que la tal palabreja está inventada por un tal Buaché el año 1752. Cientos de años antes de que naciera ese geógrafo francés nuestros abuelos llamaban a estas tierras de transición «la cuenca». Se le llama así desde los tiempos de Adán. La cuenca de Pamplona es una pequeña región natural. Fíjense ustedes que digo natural, o sea producida por la erosión de las aguas…

—Ya nos fijamos, ya —respondían los cazadores con los rostros cada vez más congestionados por el copioso yantar.

—Lo que se dice realmente cuenca es el fondo de las montañas, desde Ezcaba al Perdón y desde Alaiz a Sarvil; es decir, una elipse de siete leguas largas. El radio mayor termina en Valdechauri; el menor, en este delicioso coto de Monreal. Aquí asientan las castizas cendeas de Ansoain, Zizur, Galar y Olza. Todos, pues, somos de la cuenca, incluso los perros, que, dicho sea de paso, no hay otros tan inteligentes en España.

—¡Y el cordero que nos acabamos de comer! —remataba patrióticamente Otamendi.

—Yo tengo en mi biblioteca —proseguía implacable el catedrático— una copia del libro de los fueros de la Merindad de Pamplona y en él se detallan todas las cendeas de la cuenca. Conservo también un Códice foral de Navarra del siglo XIV, y el tal reza así a la letra: «
La cuenca de Pamploa de santmartin daspa ata irulegui en errega la puent de Blascoain, osquiaty ezcavart
…» ¿Se documenta o no Ataúlfo Balduz al hablar de sus ascendientes?

Ninguno osó responder palabra. Al arrullo de la erudita conferencia, los cazadores habíanse sumido en un dulce sopor. El cordero, el vino y la geografía regional actuando de consuno, hicieron de poderoso narcótico entre aquel sosiego vegetal y frailuno de la Naturaleza.

Al poco rato roncaban a dúo Pedro Mari y Otamendi; roncaban más lejos Dionisia y las caballerías; roncaba en el fondo el río al deshacerse en burbujas… Ante tan consolador espectáculo, el cantor de la cuenca encogió su cuerpecillo de gnomo y apoyando la cabeza sobre el vecino más próximo, engrosó el orfeón con un acorde perfecto, en re menor, que desgraciadamente sólo fue escuchado por un rayo de sol que en aquel momento asomó al hierbín, abriendo en los árboles unas heridas luminosas, como lanzazos de la madre Minerva, diosa eterna de toda la Sabiduría…

II
El triunfo de Baco

La taberna y casa de comidas que Pedro Mari Echenique tenía en Pamplona era el ideal de las tascas. Obscura, solapada, con salida a dos calles, lo que hacía difícil espiar a sus catecúmenos, y con las bodegas repletas de vino recio, de sidra clara y de un chacolí dulcísimo que cosquilleaba gratamente el paladar.

Siempre genial el montañés, no puso mostrador ni fuente de agua, ni siquiera mesillas para los jugadores de cartas, sino solamente muchas cubas y sendos bancos. Las cubas, con su botellón encima de cuatro pintas; los bancos, con su taburete auxiliar repleto de vasos. Así «El triunfo de Baco», refugio de la buena sociedad pamplonesa, tenía más traza de almacén de vinos que de taberna plebeya, asilo de parias o regazo acogedor de tribus jornaleras.

Había comprendido Echenique que en toda ciudad levítica se rinde un culto desaforado, aunque algo hipócrita, al redondo dios de los pámpanos; y él, en calidad de sumo sacerdote, supo encauzar el rito con la discreción necesaria a un dios que iba dejando de ser tebano para tomar carta de vecindad en Pamplona.

La famosa ermita de Baco tenía su entrada angosta hacia el centro de la calle de Curia, gracias a una humilde puertecilla de cristal con rombos verdes y rojos. Otra segunda entrada, recatada y ascética, daba a la calle de Navarrería. La hermosa bodega recogía, pues, fatalmente, a los transeúntes de los cruces típicos de la ciudad; lo mismo se llegaba al templo de Echenique entrando por el portal de Francia que viniendo de la catedral; daba lo mismo subir del mercado que bajar del palacio obispal. En cualquiera de los casos, el viandante se detenía, pagaba su óbolo y ejercía su derecho a empinar el codo…

Una luz tibia, una semioscuridad artística ayudaba la imaginación de los adeptos a soñar largamente, mientras vaciaban despacio aquella interminable serie de cubas de Valtierra o de Cirauqui, de Tudela o de Obanos, alineadas como para entrar en fuego,

Las tertulias en torno a estos manantiales saludablemente rojos fueron famosas durante muchos años. De allí brotaron los chascarrillos y coplas que luego se espaciaban por toda la ciudad. Cuadrillas enteras de los más diestros silbantes de Pamplona componían verdaderos orfeones, y lo mismo los zorcicos que las jotas salían de aquellas bocas saturadas de mosto tan acordes y afinadas como si procediesen de los amoratados carrillos del dios Pan.

A este célebre pasadizo, vivero de curdas bien trajeados, se llevaban muchos creyentes la merienda o el desayuno, para rociarlo con las melancólicas lágrimas del clarete. Allí nació el refrán famoso, que hizo inmortal al ignorado pueblecillo de Ezcaba, cuya cosecha de chacolí compraba íntegra Pedro Mari. El tal versito, no muy académico, y que por lo tanto habría regocijado al autor de La Lozana Andaluza y aun al propio Gonzalo de Berceo, que nunca despreció una copa de
bon vino
, dice así:

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