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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (8 page)

BOOK: El barrio maldito
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Arrasate miró hacia atrás. No había salvación; adelantábase el primer berrendo en
colorao
, con la misma intención pacifista de un Wilson. Claro es que le quedaba el recurso de echarse al suelo también; pero ¿qué dirían los catorce mil espectadores al no ver entrar en la plaza la gallarda figura de su héroe favorito?

Y poniendo en acción sus músculos formidables, aplicando toda su vanidad dinámica a los invulnerables talones, dio un salto prodigioso por encima de la muralla humana, y aunque perdió una alpargata, obra de algún curda aterrorizado que alargó el brazo, Arrasate entró en la plaza junto a las astas como siempre…

Entró con los toros encima, pues éstos, más inteligentes que el montón de animales de blusa que obstruían la puerta, dieron idéntico salto que Arrasate el valeroso. El caso era entrar. Entrar por encima de los obstáculos, por encima de los hombres, por encima del Destino mismo, que sólo una vez en la vida permitió a un curda arañar las blancas alpargatas de su altísima biografía…

Ezpanta el albañil

El primer día de San Fermín quedó aquel año en el ruedo un toro enorme de Miura, con su hermoso cuello de acordeón dispuesto a cazar pamplonicas. Los pastores, una vez encerrados los cinco restantes, trataban de limpiar de curdas el anillo a fin de acorralar al rebelde.

Javier Ezpanta saltó la valla; se desprendió de los brazos amigos; hizo un regate a dos guardias miedosos y con la enorme bota de vino en alto se adelantó hacia el toro trazando unas eses que hubieran regocijado a Noé. En tanto decía a grandes voces:

—¡Nadie se atreve a convidar a un pobre toro, cuando tú lo que quieres es beber! Esta gente no tiene… no tiene… urbanidad. Gracias a que está aquí Ezpanta. Toma ¡te convido!

Y el valiente curda alargaba el brazo con la majestuosa soltura de una estatua griega.

El público, al ver la salvaje inconsciencia del borracho, rugía indignado:

—¡Detenedle!… ¡detenedle pronto! ¡A la cárcel con él!

Las mujeres, sobre todo, chillaban como ratas, increpando a los guardias, mientras abajo, pastores, policías y munícipes encogíanse de hombros, y mirando a los tendidos parecían contestar:

—Bajad vosotros. ¿O es que creéis que el toro es de mazapán?

A todo esto, Ezpanta, bota en ristre, seguía avanzando, sin hacer caso de alaridos. El diplomático albañil, como los cómicos geniales, ni veía ni oía al público. Borracho con su papel de héroe o héroe en su papel de borracho, llegó a tres metros del toro, y a tan razonable distancia empezó a dar patadas en el suelo, recordando sin duda el gesto de Pompeyo cuando quería que brotasen las legiones. Claro que ni las legiones antes ni el toro ahora se dignaron acudir…

En vista del fracaso, nuestro curda, acercándose otro poco, insistió melancólicamente persuasivo.

—¿Me vas a dejar mal? Te convida Ezpanta, el albañil más fino de Pamplona. Vaya, ¿bebes o no?

Y le alargaba la bota con feroz persistencia.

El toro se arrancó a toda marcha, con la velocidad de una mala noticia. Los espectadores, alucinados por el peligro, cerraron los ojos o desviaron la vista presintiendo la catástrofe. Ezpanta no. Ezpanta continuó mirando al toro con esa heroica serenidad que sólo es patrimonio de los dioses, de los locos y de algunos curdas…

Esta clásica frialdad le salvó. Cuando el toro estaba a dos pasos Ezpanta separó la bota de su pecho, iniciando sin darse cuenta un pase natural que mandó al toro por la derecha. Al propio tiempo insistía en convidarle.—Toma, hombre, bebe; ¡aquí está mi bota para los amigos! Y la agitaba en el aire como un trofeo glorioso.

El padre Baco, que velaba por su hijo predilecto, intervino a tiempo. El toro, obediente al engaño, se desvió en la dirección marcada; el asta atrapó la bota; la rajó por el centro, y cerca de una arroba de vino inundó los ojos del bicho hasta cegarlo. El pobre animal daba cornadas al aire y la bota seguía cada vez más incrustada en el cuerno, como un grotesco airón…

En aquel momento se le ocurrió al toro sacar la lengua, no sabemos si de cansancio o de sed, y el público atronó la plaza con la más estruendoso carcajada que vieron los siglos. Ezpanta, ofendido, volvió la espalda al cornúpeto y emprendió el camino hacia la valla. Los pastores aprovecharon la ocasión, y a palo limpio acorralaron al miura antes de que se le pasara el estupor.

Los dioses, que habían librado a Ezpanta del furor de las bestias, no pudieron librarle de la piedad de los hombres. Al llegar a la valla le aguardaban los brazos amorosos de la policía, que le acogieron discretamente. A la sombra pasó los cuatro días de San Fermín, y cuando al salir de su encierro le preguntaban la causa, respondía con resignación estoica:

—Nada, no pasó nada. Es que quise invitar a un forastero a beber, y en Pamplona, por lo visto, me lo tomaron a mal…

Ilzarbe el soñador

Ilzarbe tenía treinta y tres años —la edad simbólica de Cristo, de Garcilaso y de Gavinet—, y sin embargo, no había corrido aún delante de los toros. No haber corrido siquiera a cien metros era absurdo; esto, en Pamplona, desprestigiaría al propio San Fermín, si descendiera de los altares.

Estaba Ilzarbe de camarero en Iruña, y cuando en su turno referían las épicas hazañas de los corredores, el mozo, que era un poco dormilón, se desperezaba en el acto, y las brujas del amor propio venían a escarbar en su conciencia aletargada, soplándole al oído lo mismo que a Macbeth:

¡Ilzarbe…, Ilzarbe…,

has sido siempre un cobarde!…

Y un año decidió espantar a sus brujas pasando el Rubicón de la calle Estafeta. Hora, las seis en punto de la mañana; fecha, el 7 de julio, primer día de Sanfermines.

Ahora, que Ilzarbe se conocía muy bien. Si confiaba en seco en su entereza, no era fácil que llegase a pisar la calle. Ilzarbe tenía más de evolutivo que de revolucionario; más de dormilón bucólico que de madrugador dinámico. Su corazón pastoril y sencillo, ansioso de la paz y el remanso de las propinas, veía con indiferencia derramarse el café o la leche, pero nunca la sangre. ¿Por qué, pues, tan gran empeño en paladear la sensación dramática de los encierros? Las brujas, las terribles brujas del amor propio, perdieron a este Macbeth de servilleta al hombro y bandeja en alto.

Digámoslo de una vez: Ilzarbe corrió aquel año. Corrió gracias a la alianza ofensiva y defensiva del coñac. Justo es advertir que rara vez bebía, y nunca licores.

A las seis menos cinco Ilzarbe escaló la valla de la calle Estafeta. Llevaba puesta una larga blusa blanca, que es el distintivo de todo buen corredor, y para aplacar el hormigueo de las piernas y los golpetazos furiosos de su corazón esforzado, blandía en la derecha una hermosa botella donde campeaban las simbólicas tres cepas.

Se hallaba mirando al cielo, con el motor de coñac en alto, cuando dispararon el primer cohete. Ilzarbe siguió bebiendo. Las olas más prudentes, simulando frialdad, iniciaron hipócritamente un trote cochinero hacia la plaza. Ilzarbe tornó a saludar a la botella ofrendando calurosamente. Las voces angustiosas de «¡ya vienen, ya vienen!, ¡arrea, que están aquí!», tampoco le hicieron ninguna mella. Se sentía más valiente que el Cid. Empujones, encontronazos, gritos agudos de pánico, nada le conmovía; otro toque a la botella y a seguir su camino despacio, levantando los pies a compás, con igual parsimonia que si marchase en la procesión del Viernes Santo. Y así llegó al redondel, no por convicción ideológica ni por sed de aplausos, sino gracias al filtro envenenado del ardiente coñac…

Al llegar a la mitad de la plaza, notó que nadie le seguía. «Así da gusto andar», pensaba. Le pareció oír a su alrededor ruido de cencerros, el silbido de un cohete y un rumor taladran—te, sordo y largo, procedente de los tendidos, que le produjo un sueño invencible. Cerró los ojos, se abandonó al dulce letargo, y desde este momento ya no recordaba más.

¿Qué ocurría en la plaza mientras Ilzarbe se dormía plácidamente en las astas? Casi nada. Que nuestro hombre había batido aquel año el circuito del terror, derrotando a todos los campeones, incluso al valeroso Arrasate.

Acababan de entrar las últimas olas de pánico, cuando se vio venir un muñeco de larga blusa blanca avanzando con la acreditada calma de los crustáceos, y que en vez de desviarse hacia la valla seguía recto en dirección al chiquero. Quedó el público mudo de terror al ver que un toro enorme arremetía contra el obstáculo. Una ráfaga de aire hinchó la blusa del pelele, y el toro, empitonando aquella enorme vejiga, entró disparado al toril con Ilzarbe entre los cuernos. Cuentan que el grito de horror lo oyeron en Tafalla, que está a siete leguas…

De todos modos, la impresión fue enorme; y aunque la gente de la barrera aseguraba que no iba herido y que la blusa le había salvado, todo el mundo pensaba en la suerte de aquel hombre encerrado con un toro en el reducido espacio de un chiquero.

De tendido en tendido preguntábanse unos a otros: «¿Quién es? ¿Quién le ha visto?» Nadie conocía al héroe. Hasta que una voz ignorada, la voz que engendra los romanceros, poco ducha indudablemente en achaques filológicos, definió al individuo con una frase exacta, aunque antiacadémica:

—Es un soñador; Ilzarbe el soñador… —Y ante el gesto interrogante de los más próximos, aclaró en seguida—: ¡Sí, hombre, ese camarero del Iruña que está siempre durmiendo!…

Y en el acto los catorce mil espectadores repitieron regocijados: «¡Es un soñador! ¡Ilzarbe el soñador! ¡Viva Ilzarbe, el soñador del Iruña!…»

A la media hora se decía en todo Pamplona que a Ilzarbe el camarero le había matado un toro. Los más piadosos añadían que allá en los chiqueros quedaban los restos en menudos trozos de cuarto kilo. No era cierto. Una vez desalojada la plaza, salieron los toros de nuevo y pudo penetrarse en la mazmorra, donde Ilzarbe yacía como un leño.

Al reconocerle el médico se echó a reír, exclamando:

—¡Pero si no tiene nada más que una curda formidable! Se ha debido dormir en el momento mismo en que le cogía el toro. ¡A ver, el frasco del amoníaco!…

De la borrachera salió felizmente. Ahora, que durante los cuatro días de fiesta, Ilzarbe el pacífico hubo de resignarse a infundir el terror por calles y plazas. Se le miraba como a un resucitado; y las cuadrillas jaraneras que sin cesar recorren la ciudad cantando y bailando soltaban la carcajada al verle, y le seguían durante un rato repitiendo la frase inmortalizada desde el tendido: «¡Ahí va el soñador!… ¡Viva Ilzarbe el soñador!…» Y el mozo, ya un poco amoscado, pensaba para sus adentros, sin comprender bien la ironía: «¡Qué raro! ¡Indudablemente debo ser el único soñador de Pamplona!…»

Izurdiaga el bailarín

El ebanista Izurdiaga era un chico alto, espigado, de pálidas mejillas y nariz recta, un poco inclinada hacia abajo. Este matiz judaico abunda entre el pueblo vasco; el perfil del montañés puro recuerda demasiado las figuras algo pastoriles del Antiguo Testamento.

La especialidad de Izurdiaga consistía en presentarse en la Plaza del Castillo al anochecer del 6 de julio, y durante los cuatro días con sus cuatro noches bailar indefinidamente, sin que sus piernas conocieran el menor instante de reposo. La impresión era que le habían dado cuerda para todas las fiestas…

Bailaba siempre en primera fila, y destacándose en tal forma que allí donde sus piernas tejían graciosas grecas o trenzaban complicadas contorsiones, brotaba inmediatamente el corro de fieles dispuestos a admirar su artística danza con embobados ojos.

Delante de los
kilikis, zaldiko-maldikos
y gigantones o a respetable distancia de los novillos embolados; en los grupos de las calles o a la entrada de las tabernas; allí donde sonase un txistu o llegase el rumor de una gaita, se tenía la certeza de encontrarse a Izurdiaga impecable, pulcro, sin una mancha de vino en las albas alpargatas, ni la más pequeña laguna de grasa en el pantalón blanquísimo…

Llevaba una faja roja ciñendo la esbelta cintura, tirantes de seda y un pañuelo azul anudado al cuello. Todo en él era castizo, limpio y severo, hasta su baile. Las ágiles piernas bordaban vueltas y piruetas con una unción sacerdotal, no estudiada, sino naturalmente fisiológica. Jamás perdía el compás, jamás desentonaba mezclando extravagancias bufonescas. Bailaba con la lógica y el convencimiento de su antepasado David, y sin la incomodidad de llevar un arpa delante.

Tampoco exigía un compás determinado; le daba igual jota que polca,
zortziko
o
aurresku
. Para él no hubo nunca dificultades. Poseía ese oscuro secreto del ritmo que da elegancia a la línea, austeridad al movimiento y serenidad clásica a los miembros. Habría podido bailar en una pagoda a la hora del culto. Era el hombre primitivo danzando en la selva después de la batalla campal; era el bailarín por esencia, presencia y potencia.

El público veía en el gran Izurdiaga al oficiante perfecto. Aunque bailase en corro, a los ojos de sus fanáticos admiradores aparecía siempre solo, siempre aparte, como si en sus piernas, de una vibrante masculinidad, estuviese concentrada la quinta esencia del ritmo.

Los discípulos más fervorosos empeñábanse en conducir al maestro por la senda del heroísmo. Todos los años le proponían que bailase delante de un toro; pero Izurdiaga sólo llegó a atreverse con los embolados, y aun así, tomando sus precauciones. Mientras el becerro alanceaba borrachos en un extremo de la plaza, nuestro hombre atraía la admiración pública danzando en el opuesto. Si el toro se arrancaba, Izurdiaga, ganando disimuladamente la valla, proseguía el baile entre barreras. Esta extremada prudencia desesperaba a sus adeptos.

—¡Es que yo soy bailarín y no torero! —solía responder para sincerarse.

—¿Y qué? —le replicaban—. Hoy todos los toreros son bailarines. Mientras no te decidas, no hay modo de defenderte en todos los terrenos.

—¡Caray! ¿Y si se me arranca el bicho?

—¡Qué se va a arrancar, hombre! En último caso, cuatro chichones. Menudo triunfo para nosotros…

Tanto insistieron, que al fin acabó aceptando con ciertas reservas. En el fondo, sus incondicionales tenían razón. Lo único que le faltaba al estupendo Izurdiaga para ser eminentemente popular era la nota de valentía; el espaldarazo indispensable en una fiesta toda brío y salvajismo.

—Bueno —aceptó al cabo—, pero me habéis de dejar elegir el toro…

—Quita allá, eso está bien para toreros de cartel —le replicó Ezpanta—. Hay que atreverse con el que salga…

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