Aún quedaba la herida un poco abierta en el alma de Echenique. Por eso quería vegetar, distraerse, y pensó que la vida de fonda le ayudaría a huir de sus recuerdos. Viudo y solo, traspasó el almacén y se fue a vivir al solar, con cien mil duros contantes y sonantes, amén de otras rebañaduras económicas de sólido interés.
La vida en Elizondo era sencilla. Por la mañana, después del desayuno, daba una vuelta hasta el Mercado o el Juego de Pelota, charlaba un rato en los portales del Ayuntamiento con gentes conocidas del valle, enterándose de minúsculas minucias, de la vida del ganado o de la marcha del mozo a América. Y como la mañana daba mucho de sí y no faltaban desocupados, en cuanto se reunían cuatro íbanse a la fonda a esperar la hora augusta del almuerzo jugando un mus a ocho amarracos. Y la pareja derrotada pagaba el aperitivo.
Comida fuerte, siesta de boa satisfecha, y a las tres de la tarde los indianos del hotel Lázaro se dispersaban por todos los ámbitos del pueblo. Los más viejos llegaban hasta las primeras casas de Elvetea; los enfermos crónicos solían pasear bastante; algunos daban la vuelta al convento de Lecároz y, buscando la caricia fresca de los maizales, volvían a casa por el barrio de Chocoto. Al oscurecer se congregaban todos a la puerta del hotel y, arrellanados en cómodos sillones de mimbre, entreteníanse en rememorar dulces historias de amor, vividas entre Eloísas indias, mulatas Beatrices y hasta negras Cloes…
Pedro Mari, en unión de dos mejicanos jóvenes venidos solamente a conocer el solar de sus padres, batía el record de la vagancia, dando formidables paseos. Monte adentro, dejaban a espaldas la trillada carretera, vía predilecta de viejos catarrosos, y emprendían camino del cementerio viejo, la ruta nocherniega de los contrabandistas, buscando la fuente de Cambo, el más lindo remanso de paz que guarda el valle.
Sobre esta gruta mitológica, rodeada de una espesa arboleda, que la envuelve como cabellera de bacante, resbalan las gotas de agua hasta llenar la última oquedad de la roca en forma de concha. El musgo recoge estas lágrimas con dulzura maternal y entre la soledad y el silencio se oye la voz del agua al caer en la roca con un tono mimoso de conseja patriarcal que adormecía a los amigos, tumbados cabe la fuente encantada de Cambo…
¡Era tan entretenido seguir los hilillos del agua! Unas veces simulaban columnas góticas, otras iban guardando el musgo para formar un cauce microscópico; más allá luchaban por inundar una hoja o corrían violentamente a despenarse entre las ranuras, jugando siempre, serpenteando, entrelazándose hasta fundir sus gotas en el terciopelo del musgo.
El más joven de los mejicanos contaba que aquella roca era la calavera de una ninfa que los antiguos dioses de Vasconia dejaron enterrada al huir. Y las lágrimas de la fuente, el llanto eterno de las viejas creencias, renovado a diario por el tañido triunfal de las campanas cristianas. Desde allí se ve perfectamente la torre de la santa iglesia de Elizondo, y tal proximidad es la causa, según el mejicano, del continuo llorar de Cambo. Estas historias solía referirlas mientras caminaban monte arriba por un sendero de cabras, a rebasar el caserío de Dormitalena; luego, salvando lamidas cumbres coronadas de helechos, venían a caer en el desfiladero de Garzain.
A sus pies se extendía el pueblo, claro y alegre, como una linda bandada de blancas palomas. Rumor de esquilas, paz serena, humos de los hogares dispersos. Y arriba, la cubierta acerada de los hayales, risueña a trechos por las manchas nítidas de los lejanos caseríos…
Otras veces el paseo se prolongaba hacia la derecha, por un caminito blando y sombreado que moría junto a la regata de Fuente Hermosa. Hacia la mitad del camino un molino viejo y abandonado, de boca monstruosa y hambrienta, demasiado grande para tan pobre caudal, dormía al cobijo de un árbol de hidrópicas raíces que a flor de tierra bajaban, internándose en el agua, a detener el ímpetu dudosamente avasallador de las ondas Arriba, la casa enseñaba tejas rojizas, desdentadas y rotas, medio ocultas entre unos pocos árboles que crecen acá y allá, con la rebeldía y el abandono de una pobre cabellera donde jamás ha entrado un peine.
Esta perspectiva, tan variable en matices sombríos, estaba pidiendo la paleta de un Turner o la gracia fría y húmeda de un pintor como Constable. Es un regazo hecho para paisajistas ingleses del siglo XVIII. Un Rusiñol o un Sorolla habrían fracasado por falta de luz.
De vez en cuando Pedro Mari, luego de llenarse los bolsillos de monedas, dedicaba una tarde a la familia de Arizcun, pues si bien eligió la vida de fonda por tener la parentela a cierta distancia, no gustaba romper completamente con ella. «Caprichos de indiano desconfiado», pensaban para su capote los sobrinos.
Salía carretera de Elvetea adelante a desembocar en una plazoleta de puro abolengo baztanés, aún no contaminada del furor arquitectónico de los nuevos indianos. La vieja placita, sencilla, sucia, con sus gallinas, cerdos y vacas fraternalmente compenetrados, con sus montones de estiércol y sus macetas de geranio brillando entre la dentadura podrida de las ventanas, hacía revivir sus ilusiones de muchacho, que él creía muertas. En la última puerta se paraba un rato a charlar con el cencerrero, un artista del bronce, que le enseñaba los últimos modelos. El son de la esquila había de variar en cada rebaño, y su martillo, al modelar el cencerro, sabía encontrar el matiz con la seguridad de un gnomo. Siempre sentado a espaldas de su horno, la vida se reducía para este hombre a una diferencia de sonidos. Tilín, tilín. Tolón, tolón…
Después de platicar un rato, Pedro Mari seguía el curso del Bidasoa hasta el caserío de Andiarena, los parientes más próximos de su rama materna. El diálogo con sus viejos tíos no era muy filosófico: las cosechas, el ganado o la cantidad de heno vendido. Luego, sin volver a la carretera, acortando, gracias a las sendas que esmaltan las montañas baztanesas, se plantaba en Arizcun, su verdadera tribu.
Casi siempre salía riñendo con su hermana. Los dos mejores prados estaban sembrados de trigo, cosa que a Pedro Mari, en calidad de hombre práctico sacaba de quicio.
—No comprendo —decía— vuestros negocios. Esto, sembrado de heno, daría cuatro cosechas, y en cambio así, Cada robo de trigo os da tres a lo sumo. Es en la cuenca, que da siete y ocho, y no salen de pobres; de modo que no sé para qué os vale mataros a trabajar…
—Menos es nada —respondía la hermana—. Si todos tuviéramos posibles…
—Pero si lo malo es que recogéis pan para un mes escasamente. Si no fuera por la borona…
—¿Y qué quieres, que los hombres estén cruzados de brazos? El ganado da poco trabajo, y éstos se marcharían a la taberna El trigo los tiene ocupados, y luego algo entra en casa…
—Déjala —intervenía el cuñado, con gran socarronería—. El trigo aquí está hecho para alejarnos de la taberna. Esto no quita para que nos emborrachemos lo mismo Cuando hay ganas, siempre quedan motivos, con trigo o sin trigo…
No había quien pudiese meter en la cabeza a las mujeres de los caseríos que el trigo comido así era muy costoso. Pedro Mari, a pesar de toda la diplomacia de su cuñado, se disgustaba Y al llegar donde vivía el hermano que habían hecho a casa, escarmentado de dar consejos, se limitaba a callar, sonreír mucho y repartir calderilla entre los sobrinos.
Su hermano, el verdadero mayorazgo, estaba chupado, esquelético, intoxicado por el trabajo. Envidiaba en el fondo a Pedro Mari, sus grasas y sus onzas. Y eso que no se podía quejar Había tenido suerte con el ganado; labraba su hermosa huerta y recios maizales sin una espiga de trigo. Cierto que le ayudaron los otros hermanos emigrantes, y no poco también Pedro Mari. Así es que la casa era de las más fuertes de Arizcun, a pesar de lo cual el mayorazgo tenía un gesto amargo de fracasado y odiaba a los hermanos aventureros, como s. los segundones tuviesen la culpa de su bucólica mediocridad,
Echenique volvía siempre a Elizondo un tanto desilusionado. ¡La familia! Cada cual forma su nido, y fuera de él no había nada sincero; ni afecto, ni calor, ni hogar…
Cierto anochecer, a la vuelta del caserío de Andiarena, encontró a una vieja fuerte y esquelética con el mentón saliente, de bruja, que le saludó haciendo grandes zalemas. No la conoció al pronto; mas la vieja, en un castellano que habría indignado a los estilistas, decía regocijada: ,
—¡Lo que se va a alegrar Rut cuando le diga a quien he visto ¡
Ay Ené
! ¡Bien se acuerda de ti, no te creas!…
Ahora la reconocía Pedro Mari. Era Noemí, la viuda del contrabandista Aznar, muerto en el camino por los carabineros.
—¿Y cómo están sus hijas? —le preguntó por decir algo.
—Así vamos, hijo, pasando. Tú si que estás fuerte y joven. ¡Ay Ené! Para ti no pasan los años…
El vasco no puede con el usted. Esta forma castellana no entrará jamás en su ideología patriarcal. El baztanés escuchaba su charla de absurda sintaxis, salpicada de giros vascuences, sin atreverse a preguntar por Rut. Ardía en deseos de saber algo; sólo que como buen aldeano lo disimulaba admirablemente. Aquellos ojillos maliciosos de la vieja le daban que recelar.
—¿Seguís en la taberna todavía? —interrogó el baztanés.
—Sí, hijo; ahora la tenemos muy bien. Con los dineros que trajo Rut la arreglamos. Tuvo mucha suerte mi hija; todo no va a ser malo para los pobres…
Pedro Mari dio un salto. ¿Qué habría sido de la pobre niña tan dulce, a quien él no había podido olvidar? De aquella bruja, que olía a aguardiente, podía esperarse todo…
Mas ya Noemí sonreía, satisfecha de sus artes maquiavélicas. Fingió no ver el relámpago de ira que ardía en los ojos de Echenique, y con su voz más meliflua, siguió dándole noticias.
—¿Sabes? Después de irse de tu casa, Rut estuvo sirviendo en Irún. No ha querido dejar de servir, y no creas que le faltaron proposiciones, no. Un pelotari de Azpeitia se la quiso llevar a Madrid y todo; sólo que mi hija es muy buena, y no quiere más que cosas decentes. No es como su tía Sara, aquella cochina que se murió el año pasado sin acordarse de nosotros. ¡Ay Ené! No es así mi hijita, no.
Al fin Pedro Mari averiguaba lo que le hacía falta. Tranquilizado por completo, no se cuidó de disimular.
—Y ahora dónde está sirviendo, ¿en Pamplona?
—No; está aquí, en la taberna. Yo ya quise que fuera a verte; sin embargo ella dice que no se va así a las casas. Vete por allí, hijo. Verás la taberna; no es tan buena como la tuya, eso no; pero se come bien. Lo mejor del valle viene a merendar. Hasta el párroco…
—Sí, sí, iré cualquier día —cortó Pedro Mari, despidiéndose de la vieja…
—Adiós, hijo; no dejes de ir. Ya le diré a Rut que te he visto ¡Se va alegrar tanto la pobre! Hasta la desgana se le va a quitar. Vete, hijo, vete a ver a Rut…
Volvió a Elizondo Pedro Mari cabizbajo y pensativo. La noche cubría ya la maraña espesa del bosque, llenando de hoyas negras la senda del Bidasoa. Y en cada encrucijada, en cada remanso oculto, creía ver cabalgar la esquelética figura de Noemí, con su mentón saliente de bruja, repitiendo al compás del río su celestinesca conseja: «Vete, hijo mío, vete a ver a Rut…»
Dando vueltas por su habitación de la fonda —la mejor atalaya para rumiar menudos acontecimientos—, Pedro Mari hilvanaba detalles sueltos, guiños de inteligencia observados en sus amigos y alusiones recatadas sobre la tabernucha agote, hasta que en su tardo cerebro de vasco se hizo la luz…
No iba descaminada Noemí al decirle que el crédito de su casa estaba sólidamente reconocido por los más epicúreos estómagos del valle. Tapadamente, con sigilo de conspiradores, casi todos los domingos faltaban al acostumbrado paseo de la carretera algunos graves personajes de Elizondo y Arizcun. «Éstos están en casa de Noemí —pensaba Pedro Mari—, ¿A qué van allí tan misteriosamente? ¿Sería por Rut? No; seguramente él se habría enterado. Otra cosa debían de traer entre manos…»
Al fin no pudo más, y abordó a Pello Joshepe. El de Arizcun seguía siendo su compadre en negocios de contrabando, siempre oculto y solapadamente, a estilo baztanés. Por su gusto ya le habría dicho antes a Pedro Mari; pero como él nada preguntó, no quería ser indiscreto…
—Ya contábamos contigo para cuando se te pasaran los lutos. Va buena gente; los más seguros somos Luzu el médico, Ayestarán el indiano, Javier el de Beramundea y Chomín el amo de Etxebelzea.
—¿Y qué hacéis allí, pues? —inquirió, cada vez más escamado, Echenique.
—Comer fuerte; ¡nos damos unas tripadas!… —contestó Pello, moviendo la lengua con la suavidad felina de un gato harto—. Claro que como el pueblo tiene ese asco a los agotes, y todos somos personas respetables, no hay que dar escándalo. Vamos al oscurecer, igual que si se tratase de un contrabando más. Ya verás qué fritadas. No hay como los agotes para estas cosas de la mantenencia…
—¿Y vais muchos? Yo tardaré todavía algo, por el buen parecer…
—Pues los que te dije antes, y además dos o tres curas y el maestro de Azpilicueta; buen pelotari, ¿eh? Todos viejos, pero bien templados. Nos hemos llegado a reunir catorce. A comer nada más, ¿eh? No hay edad ya para cantar zorcicos ni echar piernas al aire. Tú vendrás; ya cuentan aquéllos contigo…
Y Pedro Mari fue, no sin vencer cierta resistencia instintiva que le anunciaba un peligro remoto. Mas al fin el estómago triunfó; el estómago y Pello, que le metía en cuantos negocios tuviesen aire de conspiración.
El diablo suele agarrar a todo buen baztanés por la tripa. «París bien vale una misa», dijo aquel francés navarro que llegó a Rey. Y sobre todo si tras la misa viene, como en Vasconia, un yantar copioso, capaz de prolongarse hasta el toque de vísperas. La misa y la comida fuerte van seriamente ligadas en el Baztán. El resto de la semana se vive ascéticamente; no por necesidad, al estilo de Castilla, sino por virtud, ya que aquí es rico el último de los caseros.
La taberna de Noemí, colocada al borde de la carretera, era el punto estratégico entre el cruce de dos cintas blancas: una que, franqueando Arizcun, busca el brazo de Maya, y otra que se dirige a Errazu. A un tiro de ballesta de la tabernucha está el frontón de Lamiarrita, una casa-palacio y un puentecillo, bajo el cual las infantiles aguas del Bidasoa resbalan, llenando de dinamismo el paisaje melancólico…
Bastante separada de Bozate, la casa de Noemí parecía huir del pueblecillo minúsculo acostado a la sombra de la vieja torre de Ursúa. Sólo el cordón retorcido de un caminito blanco sujetaba la taberna a la vida triste del barrio agote. Por otra parte, la apostura y fachada de la vivienda no daban lugar a dudas. El balcón corrido de mohosas maderas, los ventanucos aportillados, la vetustez de la piedra sin pulir, todo tenía el aire bozatarra, humilde y sufrido de la raza que tiene ojos azules y cabelleras de lino…